martes, 22 de octubre de 2013

Contrastes, por María del Mar Quesada.



Disfruto el otoño, sus colores: el marrón como fusión de todos, el verde vida, el amarillo ocaso, el ocre de lo antiguo, de lo vivido, de lo amado, ocre atemporal. El silencio de la  mañana, el ruido de la noche fría que se calienta con un abrazo. La luz que decae al atardecer y huele a infancia, a cuaderno nuevo, a libro sin estrenar con tantos misterios que aprender, aunque al final sean realidades. El olor de una taza humeante de té negro, acompañado de la dulce compañía de una charla amarga.  Las castañas asadas en el fuego otoñal de una chimenea, el rumor de unas migas en el campo, el sabor de la conversación y la luz de una risa compartida.

No disfruto el verano del sur, tan largo, tan intenso, tan excesivo en la luz, en la temperatura, tan insomne. No disfruto nada las horas interminables de hastío, de dejadez obligada, de horas perdidas en la latencia de nuestro ánimo. La claridad intensa que daña la visión de los blancos y el calor del negro.

Sí, me gusta el otoño y el verano de otros territorios más al norte, sin embargo me quedo con el invierno de aquí. Lleno de alegría, de días vividos, de calidez en el día y frescura relajada en la noche. 

Sí, soy de contrastes, anhelo lluvia en verano y sol en invierno. A veces me pregunto: ¿seré  constantemente inconstante?

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