Disfruto el otoño, sus colores: el marrón como
fusión de todos, el verde vida, el amarillo ocaso, el ocre de lo antiguo, de lo
vivido, de lo amado, ocre atemporal. El silencio de la mañana, el ruido de la noche fría que se
calienta con un abrazo. La luz que decae al atardecer y huele a infancia, a
cuaderno nuevo, a libro sin estrenar con tantos misterios que aprender, aunque
al final sean realidades. El olor de una taza humeante de té negro, acompañado
de la dulce compañía de una charla amarga.
Las castañas asadas en el fuego otoñal de una chimenea, el rumor de unas
migas en el campo, el sabor de la conversación y la luz de una risa compartida.
No disfruto el verano del sur, tan largo, tan
intenso, tan excesivo en la luz, en la temperatura, tan insomne. No disfruto
nada las horas interminables de hastío, de dejadez obligada, de horas perdidas
en la latencia de nuestro ánimo. La claridad intensa que daña la visión de los
blancos y el calor del negro.
Sí, me gusta el otoño y el verano de otros
territorios más al norte, sin embargo me quedo con el invierno de aquí. Lleno
de alegría, de días vividos, de calidez en el día y frescura relajada en la
noche.
Sí, soy de contrastes, anhelo lluvia en verano y sol
en invierno. A veces me pregunto: ¿seré
constantemente inconstante?
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