sábado, 30 de noviembre de 2013

Duelo de titanes, por Matilde López de Garayo.


-Pero mamá es mío, ¿Porqué tengo que dárselo?- Refunfuña por enésima vez la cría de cinco años. Sus ojos negros y vivos expresan no sólo la contrariedad sino la rabia contenida.

 A Carmela está a punto de que se le salten las lágrimas. No comprende por que  tiene que desprenderse de uno de sus juguetes favoritos. Para ella, Puchi es su compañero de baño, con él juega hasta que se enfría el agua y empieza a tiritar. Al patito de plástico duro se le han borrado las línea negras que le señalaban las alas plegadas, el pico hace tiempo que dejó de ser naranja y el amarillo chillón se ha convertido en un amarillo apagado. Tiene un agujero en el fondo por donde le entra agua, Carmela lo pone boca abajo, lo aprieta y lo suelta, con una gran técnica adquirida de la experiencia hasta que se llena y después lo apretuja entre sus dos manos dirigiendo el chorrito a cualquier parte de su cuerpo.

Hoy se le ha antojado a Mª Mar, sobre todo desde que su prima le confesó que era uno de sus juguetes preferidos. No hay que decir que esta niña está un poco consentida y al ser dos años mayor que la pequeña  ejerce un poder sobre ella que ninguna de las madres respectivas se dan cuenta. Además la madre de Carmela se siente en deuda con su hermano, ya que le ha conseguido un trabajo a su marido. La prima mayor no desea para nada ese juguete descolorido, sólo le quiere hacer daño a Carmela. Todos sabemos lo crueles que pueden llegar a ser los niños.
Por su parte la dueña del patito se siente totalmente indefensa por todas las ocasiones en que se ha sentido tratada injustamente, pero esta vez se resiste.

 -Mamá le doy otro, pero a Puchi no, mamá, ¡Por favor!- Al fondo se oye  a su prima chillando despectivamente- ¡Me ha dicho que no lo quería!  y yo lo voy a tratar muy bien, no como ella- Y  se cruza de brazos poniendo cara de determinación. Piensa que se va a salir otra vez con la suya y se regodea de su futuro éxito.

-Carmela, no sea antojadiza, si sólo es un juguete viejo- Responde la madre
–¡No es viejo!- Chilla la niña como si le hubieran insultado y pone las manos en jarras intentando retar a la madre.
-Mira Carmela, se me está acabando la paciencia. ¡Haz el favor de dárselo! – Cuando ve que a su hija le empiezan a temblar los mofletes le chilla -¡Y no llores como una niña chica! ¡Dáselo ya! O te castigo

Mª del Mar se ha acercado a Carmela con cara de mosquita muerta y le tira de la manga exigiendo su trofeo. En esos momentos Carmela le tiraría de los rizos tan cursi, la pisotearía, pero gimoteando se dirige al cuarto de baño, donde se encuentra el culpable rodeado de jabones y esponjas. Delante va su prima que anda con paso marcial, incluso se vuelvela cara de desesperada de su prima. La pequeña está horrorizada pensando que le van a arrebatar a su compañero de juegos acuáticos y piensa que es el  momento de actuar ¡Ahora o nunca!. Se sube la manga, coge el patito, abre el retrete y lo tira, acto seguido lo recoge y chorreando se lo tiende a su prima.
-¿Qué  has hecho? ¡Cochina! Y retira la mano colocándosela detrás a modo de protección, se da media vuelta y corre a chivatearse, escandalizada.

-¡Máma!, ¡Titaaaaaaaaa!, lo ha tirado al retrete – E intenta llorar para que se le note el fingido dolor. Carmela rodea con cariño al pato con la toalla, lo seca con rapidez , y se dirige a la habitación donde se encuentran la madre y la tía intentando comprender lo que les quiere decir su prima lloriqueando con chilliditos histéricos más de rabia que de otra cosa.
-¡Carmela! ¿Has tirado el pato al retrete? –Pregunta la madre mirándole a  los ojos. La niña ve de reojo a su prima, que la encuentra feísima ya que está todo colorada y con la cara desencajada y le tiende la mano con el juguete  –Toma a Puchi. –  A la vez  que mira a la madre con cara de ángel, como si fuera el ángel más ángel del cielo y le contesta- ¡No! No mamá , eso es una cochinada.

-Cógelo Mar –le insta la tía a su hija. Mª del Mar, con cara de asco lo rechaza, ni osa tocarlo. La madre ha perdido la paciencia y le chilla –¡Qué lo cojas! -Ahora la niña si llora de verdad, y sale huyendo, con los rizos flotando al viento.

Las madres se miran extenuadas por la rabieta de las primas, mueven la cabeza de incomprensión y se encogen los hombros. Son cosas de niñas, y dan por terminada la discusión.

Carmela prudente y con voz baja se atreve a preguntar- ¿Me lo puedo llevar?
-Si hija llévatelo y no aparezcas por aquí en un rato. ¡Pues no me han dado dolor de cabeza!  -Le comenta a su cuñada.

Carmela se siente bien, no habrá ganado la guerra pero si esta batalla.

Cuando se acuesta se queda dormida con una sonrisa en los labios y esta noche  Puchi sin lavar ni nada, cambia la compañía de jabones y esponjas perdiéndose entre  las sábanas de la niña. 

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Acción de pillados, por Samuel Lara


En la familia Johnson, existía la felicidad y el amor mutuo,  al menos eso creían, pues lo cierto es que cada uno de ellos tenía algo escondido. La familia la formaban: la abuela, una mujer bondadosa, con un corazón tan grande como el egoísmo de sus hijos. Su hija mayor, Mia, la menos corrupta de los cuatro hermanos, trabaja en una empresa de Suecia, como directora de marketing. El hijo mediano Tracy, un hombre con grandes aspiraciones, pero que llevaba estancado en un puesto de camarero en un restaurante chino. La hija mediana, gemela de Tracy, Holly, sin empleo, mantenida por su madre, que se vio obligada a acoger a su yerno que estaba siempre ebrio y a su nieta de catorce años, una niña malcriada a costa del dinero de su abuela. Y el hijo menor, Klaus, un hombre capaz de vender a su madre por un poco de cualquier sustancia que pueda fumarse.

El día de Acción de Gracias, toda la familia se reunió para cenar el famoso pavo que cocinaba la abuela. Ese día, la abuela conoció a su nuevo nieto, Markus, hijo de Mia, la ahora madre soltera, un niño tierno de seis años al que le encantaba su nueva abuela. Ambos estaban en la cocina. Mientras la abuela rellenaba el pavo con múltiples rellenos, Markus le ayudaba poniendo la mesa mientras su otra nieta criticaba la antigüedad de la casa e insultaba el trabajo de la asistenta.

Una vez en la mesa, todos lucían la misma sonrisa obligada en la que cada uno de los hermanos veía falsedad, excepto la abuela, que estaba feliz después de siete años sin ver a sus hijos. Mientras rezaban, los cuatro se miraban con odio, como si estuvieran en una competición para ser el favorito de la abuela, aunque no por amor sino por avaricia.

Empezaron a partir el pavo mientras, la abuela, recordaba cómo eran sus hijos antes de hacerse mayores, unos niños dulces y fuertes capaces de superar una muerte como la de su padre sin llorar a solas. En la mesa, el silencio era el protagonista. Markus cogió el móvil de su tío, el marido de Holly, sin que se diera cuenta para jugar a uno de los videojuegos que tanto le gustaban. Como no sabía cómo funcionaba, pulsó botones al azar y entonces encontró una foto en la que besaba a otra mujer, Mia, la madre del pequeño Markus. Este le preguntó a su madre el por qué besaba a su tío en una foto, entonces Holly se levantó y le pegó un puñetazo a su marido, este dijo que fue hace seis años y que lo olvidara. Entonces se descubrió que él era el padre de Markus.

Mia se intentó escabullir, pero Holly hizo que volviera tirándole de los pelos. Tracy aprovechó para ir al cuarto de su madre a robarle joyas para empeñarlas y pagar sus deudas, Lorena, la hija de Holly le pilló en el acto y bajo a gritando que su tío estaba robándole a la abuela, a lo que Klaus se preguntó a sí mismo en voz alta:

-¿De dónde saco ahora la pasta para el crack?

A lo que la abuela les miró a todos con una expresión en la que podía verse que algo iba a explotar.

-Supongo que es mal momento para hablar de la herencia_ dijo sin querer Holly, antes de reconocer que no iba a ver nada de herencia.


Todos salieron corriendo asustados hacia sus coches, la abuela también escondía algo: una escobeta cargada.

martes, 26 de noviembre de 2013

"Pildorazos", por Sonia Quiveu


Adela es una mujer de ochenta y cuatro años que vive en la misma residencia de ancianos que Rafael, su marido.

La llegada de los dos a este centro fue curiosa. Llegaron a un punto que estar los dos juntos demasiado tiempo sólo llevaba a indirectas para resaltar el defecto del otro y a discusiones.

Rafael fue el primero en irse a la residencia para no aguantar las refriegas de Adela. Pero la mujer empezó a echar de menos a su marido cuando vio que no tenía con quién discutir, y lo siguió al asilo.

Sus hijos se turnan para ir a verlos, porque dicen que con tanta gente no oyen los "pildorazos" que se tiran entre ellos.  Como la vez que Adela dijo que si volviera a tener veinte años y en esta época, aprovecharía todos los pretendientes posibles antes de amarrarse a un hombre. Que así hubiese sabido escoger mejor, o al menos habría tenido tiempo de mentalizarse con lo que se quedaba antes de casarse. O eso, o hubiese escogido a otro. Pero no, en su época se conformaban con la vista, porque era como comprar huevos, si no los rompías no sabías si estaban buenos.

Rafael, le contestó diciendo que daba igual, que de todas formas aunque uno estudie todos los huevos se lleva siempre el que está podrido. Y si no, que se lo dijeran a él.

Eso era lo más bonito que podían decirse, pero lo curioso era que se buscaban el uno al otro para comer juntos en el comedor. Donde sacaban su guarnición de pastillas de varios colores y miraban y contaban de reojo la del otro. Cuando uno tenía algún color que el otro no llevaba empezaban las negociaciones. Adela siempre tenía más pastillas que Rafael por lo que aquí la ventaja era de ella.

También intentaban competir con el cariño de los bisnietos, pero eso tuvieron que dejar de hacerlo, porque los dejaron de llevar cuando los chiquillos terminaban mareados sin saber por quién decantarse y se ponían a llorar.

Adela y Rafael son uno de los muchos matrimonios ancianos que, de profesarse un amor lleno de carantoñas, mimos y palabras bonitas, han pasado a profesarse otro repleto de manías, sermones y frases sarcásticas a cual más ocurrente y ofensiva al mismo tiempo. Que por la costumbre de soltarlas termina convirtiéndose en una muestra de afecto camuflada dentro de las palabras. Con lo cual y por retorcido que parezca, no deja de significar un “te quiero”.da dentro de las palabras. Con lo cual y por retorcido que parezca, no deja de significar un “te quiero”.


Un cuento revenío, por José García


Hoy ya casi olvidada, pero existía en Sevilla, al igual que en otras ciudades, una forma de convivencia colectiva en grandes casas denominadas “corralas o corrales,” también llamadas “casas de vecinos o colectivas.” Estas estaban aglutinadas en barrios cada uno con su idiosincrasia.

Estas casas, constaban de una o dos habitaciones pequeñas por vecino o familia. Por lo que la vida cotidiana se desenvolvía en torno a espacios y servicios comunes, es decir compartidos (cocina, lavaderos, tendederos, retretes y zona de pausa o alivio).

Estos espacios, desde temprana hora, se convertían en un hervidero de actividad. Donde todos se afanaban en sus quehaceres coreados con el sonido de la radio. Música (donde no faltaba, alguna que otra vecina, que se atreviera acompañar a viva voz las canciones que sonaran en ese momento), concursos o anuncios (como aquel del Cola Cao, “yo soy aquel negrito del África tropical…”).

Después del almuerzo, hora cumbre en la agitación diaria, ésta se relajaba. Las faenas eran menos ruidosas, más sosegadas, aunque no menos fatigosas, como coser o planchar. Y en la radio, siempre presente, las radionovelas; mientras los niños jugaban en el patio.

En esta forma de vida, por muy celoso que se pretendieras ser de tu intimidad, ésta, a veces, se aireaba sin remedio. Si bien, había quien no tenía el más mínimo pudor, que pudiera ser de dominio público.

Así en una de estas casas, junto a otros veintiún vecinos más, convivía una familia que, a sus espaldas, era conocida como, “las matonas.” La formaban la madre y tres hijas, entre las que eran habituales las riñas o “peleas.” Cuando esto sucedía, la casa y principalmente el corredor donde vivían se convertía en un pasillo de comedia de los hermanos Álvarez Quintero.

La gresca se originaba siempre en el interior de la vivienda, avisando de lo que ocurriría posteriormente. En un momento de la acalorada discusión, la madre o la hija mayor (ambas se llamaban Matilde) eran las que siempre salían peor paradas. Aparecían desaforadas, corriendo como alma que lleva el diablo y gritando sin consuelo por todo el corredor hasta refugiarse en el retrete de uso común para todos los vecinos. Produciéndose de forma casi calcada, una y otra vez, el mismo intercambio.

-¡Ay! ¡ay! ¡ay! ¡Dios mío que me mata! ¡que canalla pegarle a su madre! ¡socorro!
-Anda ¡grita! ¡grita! que todos se enteren. Qué vergüenza, como te gusta colgar la casa ¡eh! ¡sal de ahí!
-No. Eso es lo que tú quisiera, pa pegarme. Canalla, mala hija. Cuando venga tu hermana te vas a enterar.
-Anda y que te den, malaje, desagradecía.

Ni que decir tiene que cuando volvía la hermana, si no se había quitado de en medio, se reproducía la situación, pero ahora entre las hermanas.

Eso sí, ni se te ocurriera intervenir, como si no existieran. Una mirada, una sonrisa y todo se podía volver contra ti, olvidándose de sus rencillas.

Otra de las situaciones más pintoresca que se producía en esta casa, era cuando Manuel (el que trabajaba en el matadero), llegaba papao tras su recorridos por los “altares” o tabernas.

-Míralo, decía Luisa su mujer. Que jartible, ya viene otra vez piripi ¡ay! Que se cae, la madre que lo parió que camballá.
-¡Ole! y ¡ole! Mi Luisa. Pero no te enfades mujer, que así te pareces a tu madre, totá por una mijinina de na de vino.
- Pero no te ve como vienes, estas to guarnío.
-Sssss chitón, aquí mando yo, y si te pones pejiguera me doy media vuerta y me voy por donde he venio.
-Mira no seas saborío, a dónde vas a ir tú con lo manío que estas. Anda pasa pa dentro y duerme la mona que estás dando la nota. Mañana será otro día.
-Porque yo quiero ¡eh! porque yo quiero, que a mí nadie me manda.


Bueno, y aunque ustedes crean otra cosa, esto que acabo de contar no es ninguna tontería, sino una chuminá.

Vuelo peligroso, por Carmen Gómez Barceló


Francisco y yo acabamos de pasar el control de acceso y nos dirigimos a nuestro puesto de trabajo.

-Bueno  Conrrado, vete yendo para la central que ahora voy yo.
-Vale, pero por favor no tardes. 

Ya está Francisco como siempre. Llegará el momento en que no pueda seguir encubriéndolo.  Al principio con la visita de la mañana tenía suficiente, pero ahora esa cita tiene lugar cada dos horas y claro así cuando acaba el servicio está como está. Menos mal que hasta ahora he podido subsanar los incidentes, hemos tenido suerte, pero me temo que algún día pase lo peor y me encuentre totalmente sólo ante una emergencia y entonces no sé qué es lo que va a pasar.

Ya es demasiado, han pasado dos horas y media y aún no ha entrado por la puerta. Este Francisco no tiene nada que ver con aquel muchacho delgado y silencioso que conocí aquí, en la central eléctrica del aeropuerto donde trabajamos. La primera vez que le vi, me llamó la atención ya que si algún calificativo se le podía poner era el de insignificante, pues a lo escuchimizado de su cuerpo se unía lo parco en palabras y su exagerada timidez, vamos que estaba pero parecía que no estaba y por todo esto los compañeros le gastaban bromas que para ellos eran graciosas aunque Francisco para nada se reía, sino que cerraba los ojos  y se hacía más invisible aún.

Me di cuenta que Francisco cambió cuando descubrí hace algunos años que una cervecita o dos le sacaban un poco de ese estado casi vegetal en el que le veíamos, pensábamos que había encontrado la llave para salir de sí, la panacea a todos sus problemas. Su postura recogida se transformó en erguida y pudo mantener los ojos abiertos para mirar de frente a los demás, parecía como si la red que le oprimía se hubiese roto y se estuviera liberando poco a poco igual que la mariposa cuando culmina su metamorfosis, se desprende del capullo y comienza a desplegar sus alas. Me alegraba verle así, ya que era mi compañero durante las guardias y estas horas que pasábamos juntos, antes resultaban tediosas y ahora eran bastante más amenas.


No sé qué hubiese sido mejor, si lo invisible de antes o lo extremadamente visible que parece ahora, y es que todo en la vida tiene un precio, pobre Francisco, las dos cervecitas se convirtieron en seis tres veces al día y luego le añadió la copa de coñac matutina, el cubata en la sobremesa y las botellas apiladas en el cajón de la taquilla. Cuando acabamos el servicio, lo acomodo en el autobús que lo lleva a casa y ruego para que el próximo día no venga, que se ponga enfermo o que lo parezca, me da igual, pero la vida de mucha gente depende de nosotros y creo que por desgracia, voy a tener que elegir.

lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Dónde estás Homolumbú? Por Matilde López de Garayo.


Hace muchos años, tantos que no vale la pena de contarlos, existió una niña llamada Gabriela, que solía perder  muy a menudo un zapato. Sólo uno, no los dos.
                                                                       …..
 Alguna vez, a lo largo de su vida, Gabriela perdió un solo zapato. Entonces acudían a su memoria ráfagas, retazos de un país y de unas criaturas que ella conoció, y a las que creyó pertenecer ”

(CON UN SOLO PIE DESCALZO - ANA MARIA MATUTE)




Hoy a  Gabriela le hubiera gustado volver a tener seis años, encontrar a Homolumbú y que le trasportara al País del Pie Descalzo. Un país donde aquellas niñas que habían perdido un zapato encontraban amor y comprensión en los demás seres que lo habitaban. Seres que habían perdido una tapadera, que se habían descascarillado por un golpe, seres que habían sido abandonados por no ser perfectos. A Gabriela en estos momentos le faltaba ilusión, fuerzas para no sentirse pequeña y  fracasada.

Hoy no le hubiera importado sentirse tan sola como entonces, si este hecho hubiera contribuido a tener la suficiente fantasía para transportarse a un país imaginario, donde todos sus problemas pudieran desaparecer gracias a la compañía de una sartén rota, una  familia de cubertería disgregada... Que sus números infantiles escritos en una pizarrita, o sus lápices de colores minúsculos de tanto sacarles punta cobraran vida y le pudieran hacer olvidar durante un rato su problema.

Hoy sentada en un banco de madera del parque cercano a su oficina se veía ridícula con su traje chaqueta de alta costura y sus zapatos de tacón, bueno con uno sólo, ya que el otro lo había vuelto a perder, después de tantos años.

Se acordó de su niñez, cuando le tachaban de rara y ella se inventó ese universo fantástico, que le protegía del resentimiento hacia el mundo que no entendía, hacia su madre, sus hermanas, las monjas del colegio. Hasta que conoció a Gabriel su alma gemela, hasta que Tomasa, la criada, la llamó a solas para obsequiarle por primera vez con una croqueta, haciéndole prometer que no le diría  nada a sus hermanas, a las que siempre les había ofrecido la mitad de una de esas delicias y hasta que su madre le dijo con orgullo que se había convertido en una jovencita muy bella.

Hoy Gabriela se encontraba totalmente desmoralizada y queriendo volver a esa edad infantil. Sentirse niña y que en su vulnerabilidad, encontrase a alguien que la rescatara.

No supo cuánto tiempo estuvo esperando, ni qué esperaba. Había desconectado el móvil para que nadie pudiera localizarla, se había marchado de la oficina en cuanto le entregaron el sobre, sin esperar a que le dieran una explicación ¿Para qué? Introdujo el sobre deprisa en su amplísimo bolso y había salido corriendo de la oficina intentando contener las lágrimas para que sus compañeros no leyeran en su cara la derrota. Y ahora estaba descalza moviendo las piernas de arriba a bajo. Con ambas manos aferradas a la madera y con miedo a enfrentarse a su destino.

Recordó todos los años de sacrificio, todo el tiempo dedicado al bufete, para que ahora le entregaran un sobre, a sus cuarenta y dos años. Así de simple. Otro despido, con el suyo seria el sexto, incluido su jefe que lo habían  destituido hacía una semana.

La vida seguía siendo injusta, lo peor es que ya no era una niña, y por tanto no se podía proteger en un mundo de fantasía y además no tenía dónde ni en quién refugiarse.

Respiró profundamente, observó que la vida seguía rodando ajena a sus problemas. Se resignó y viendo el futuro que le esperaba, se decidió a levantarse y afrontar la realidad ¡Su despido! Recogió el único zapato que le quedaba que no se lo puso por la altura del tacón. Iría  hasta la oficina descalza ¡Ya qué más daba!

Al coger el bolso notó un objeto dentro de él. Metió la mano y sacó el otro zapato, el que supuestamente había perdido, lo estuvo observando  sin explicarse cómo había ido a parar ahí y porqué. Intentó analizar la situación, miraba el zapato como si fuera la primera vez que lo veía. Fue entonces cuando se atrevió a sacar el sobre, lo sopesó y sin abrirlo encendió el móvil. Vio que tenía once mensajes,  cinco de ellos del director general. Llamó.

-Gabriela ¿Qué te ha pasado? ¡Estás bien? – Escuchó la voz de su compañero al otro lado del teléfono.

-Yo... yo- Tartamudeaba sin saber como salir del paso- Me he encontrado indispuesta, y...y...

-¡Anda! ven para acá, te estamos esperando todos para darte la enhorabuena.

-¿Qué?- Dijo estupefacta

-¡Gabriela!  -¿Es que no has leído tu nombramiento? 

-¿Qué? ¿Qué nombramiento? – Entonces se dio cuenta. Colgó y abrió nerviosamente el sobre, leyó que el nuevo jefe llevaba su nombre, No sabía si llorar o echarse a reír. ¡Vaya ridículo que había hecho! Se calzó con sus dos zapatos que le hacía diez centímetros más alta, se sacudió la falda de miguillas inexistentes, se repasó con los dedos el borde de los ojos y se encaminó hacia la oficina.


Se acordó de cuando era niña y los problemas que le había ocasionado perder un zapato y se prometió así misma no volverlo a perder ¡Bueno! no volverlo a perder hasta que no fuera estrictamente necesario.  

miércoles, 20 de noviembre de 2013

La maldición del Conde, por Sonia Quiveu


Soy una chica que de los Cárpatos. Vivo en un castillo con mi amo.

Él me contó una vez cómo me encontró, siendo un bebé, gracias a mi llanto. Abandonada entre bolsas de basura. Dice que le enternecí tanto cuando mis ojitos enrojecidos se clavaron en él, que no se pudo resistir a envolverme en su capa y traerme al castillo.

Su físico nunca cambia, mi amo no envejece. Su tez morena y sus cabellos negros, dicen lo contrario a todas esas leyendas que circulan por todo el mundo. Las mismas que ahora lo han convertido en un mito morboso y sexi del que han sacado muchas versiones, aunque verdaderamente él no tiene nada que ver con lo que se cuenta en los libros, o en las películas.

Es como cualquier hombre, con sus debilidades y sus virtudes. Como un padre que siempre ha cuidado de mí y ha procurado que nunca me falte nada. A cambio yo le alimento y también me ocupo de él, de que nunca olvide las pequeñas cosas de la vida que nos dan esa chispa de calor sacándole una sonrisa. Pero por mucho que él me sonría, no consigo quitarle esa expresión de melancolía que posee su rostro. Y es que me apena tanto verlo cada vez que el día cae. Cómo se levanta silencioso de su ataúd y se sienta junto a la ventana a mirar el bosque que hay más allá del castillo.

Me pregunto en qué piensa. A veces lo observo mientras quito el polvo de los muebles, cómo abre un colgante donde está dibujado el rostro de una mujer y suspira su nombre… Elisabetha… para después llorar en silencio.

Sé que está maldito, condenado a vivir eternamente mientras que los demás siguen el curso de la vida hasta finalmente descansar de este mundo. Pero no sé el por qué de esa maldición ni quién se la lanzó. Tampoco supe si la mujer a la que nombra con tanta tristeza fue su esposa, su amante, o una hermana que perdió durante la época de las cruzadas, hasta que en un libro de historia leí que había sido su esposa en el siglo XV, y que perdió la vida mientras él luchaba con su ejército.

Pobre conde, me da tanta pena…  su físico no envejecerá nunca, pero su mente debe sentirse vieja, cansada y atormentada con los recuerdos.

Desde que cumplí la mayoría de edad no sale de caza, no trata con nadie además de mí, y no cruza las puertas del castillo para ver la evolución de la ciudad.


Se queda cada noche postrado en esa ventana hasta que llega el amanecer, llorando a una mujer a la que jamás recuperará en su inmortal vida. Y me asusta pensar qué pasa por su mente. Qué será de él cuando yo encuentre mi descanso y ya no pueda convencerlo para que vuelva al ataúd antes de que el sol lo alcance.

martes, 19 de noviembre de 2013

El abuelo, por José García



Nunca identifiqué en aquel ser rudo, distante, de rostro agriado y dominante, al abuelo que otros compañeros recreaban o describían en sus redacciones en el colegio.

Hoy aún recuerdo como se iluminaban sus caras y la alegría que afloraba en sus ojos cuando públicamente describían al abuelo. Para ellos, el abuelo era entrañable, un refugio donde encontrar protección, donde acurrucarse buscando seguridad y donde poder establecer ese vinculo mutuo de ternura y cariño. Un cariño relajado, de mirada serena, a veces cómplice en la justificación y mesura frente al enfado o reprimenda paterna.

Describían un mundo de interacción entre el nieto y el abuelo. Nada que ver con aquel que yo conocía, que nunca tuvo una palabra amable ni una reconfortarte caricia. Jamás entendí su indiferencia. Ni su sorna o burla irónica, cuando mi madre y la abuela reñían o se reprendían usos cotidianos producidos por la convivencia del día a día. Cuando esto sucedía mi madre le lanzaba una fría mirada, llena de desprecio y culpabilidad. Cuya transcendencia no lograba entender por aquel entonces.

El abuelo gustaba, dicho prosaicamente, “de empinar el codo.” Uno de esos días, que eran los más, se amodorró abandonado hasta el fondo en el vaso de vino y balbuceando una larga letanía de improperios. A la mañana siguiente, el abuelo tardaba más de lo habitual en despertar, por lo que la abuela extrañada por esa demora, decidió ver que le pasaba. Al momento volvió un tanto nerviosa y alertando de que algo sucedía, que no respondía a sus llamadas. Cuando penetraron en su habitación solo pudieron comprobar  que ya no despertaría jamás. Mi madre, tras suspirar profundamente, miró a la abuela y le dijo.

 “Ya no tendremos que soportar más su humillante despotismo, no se volverá a repetir. Su presencia no volverá a perturbar la convivencia en esta casa.”

Mi madre reprimió el tímido intento de padecimiento por parte de la abuela, después pasaba esa mirada inquisidora sobre la cama donde yacía el cuerpo del abuelo. Mientras, la abuela se reprochaba, resentida en parte, por esta vida desdichada.

Solo con el tiempo pude comprender todo esto, y dar sentido a esa mirada amarga, que parecía endurecer como el acero, los tristes pero hermosos ojos negros  de mi madre. Y que llena de culpabilidad, dirigía a la doblez sarcástica del abuelo.


Solo con el tiempo pude comprender por qué, aquel de quien decían ser mi abuelo, no se podía asemejar jamás, a ese símbolo emocional que mis compañeros describían. 

El aroma de la princesa, por Samuel Lara


Hace poco abrí una tienda de golosinas, aunque desde que le vi por primera vez, volví a sentir como si el pasado volviera. Un día, cuando no había clientes, salí a tomar el aire y entonces le volví a ver, un chico que corría hacia un descampado cerca de mi tienda.

En ese momento pude oler el aroma de aquella mujer de la que un día me enamoré, la princesa de mi estrella natal Némesis. Cuando le observo me siento enlazado.

En el suelo del descampado, justo en el centro, aparece un círculo de luz, en su interior cinco círculos con la misma luz, y en sus pies una estrella de cinco puntas, cada una apuntando uno de los círculos. Se pueden distinguir los elementos Agua, Fuego, Tierra, Viento y el rayo, en el centro de la estrella, oculto por sus pies, el símbolo de la mente.

En su rostro se refleja la conexión que parece compartir por la naturaleza que le rodea. Una mujer de aspecto demoníaco aparece detrás de él, con afiladas uñas y una sonrisa malévola.

El chico abre los ojos y lanza con un puñetazo al ser que intentaba acabar con su vida. En ese momento, en su frente aparece un símbolo el cual conozco, el de Némesis. Un brillo nace de él y entonces veo algo asombroso. Su cuerpo cambia al de una chica, de pelo oscuro, peinada con dos coletas, un uniforme de guerrero de color negro y unas botas negras, en la frente, la diadema con la que luchaba a veces. No puedo creerlo, es ella, es…Selenia, la princesa que murió tras el ataque en el reino del sol.

Cuatro chicos corren para ayudarle y también pueden transformarse pero ellos no se convierten en chicas el por qué puede hacerlo ese chico es un misterio. Los cinco guerreros esquivan los ataques de los enemigos, ahora son más, al parecer sus jefas son dos mujeres que también son guerreros. Oigo una fuerte explosión mientras estoy en la tienda, al salir veo a los guerreros en el suelo, con graves heridas, me dirijo hacia la chica, le cojo la mano. En ese momento despierta del todo mi vida pasada. Siento como el poder que reside en la estrella de Némesis llena nuestros cuerpos. En su traje puedo apreciar una flor de Némesis, Nemisia, una flor de tres pétalos oscuros y algo transparentes, en el centro una pequeña estrella negra de la que aparece un guante negro con cintas negras a su alrededor, en mi brazo izquierdo otro guante igual.

Pierdo el control de mi cuerpo, por lo que veo, ella también. Me despierto junto a él, no me acuerdo de lo que ha pasado. Hemos hablado un poco, su nombre es Jake y tampoco se acuerda de lo que ha pasado, entonces uno de los cuatro chicos le coge en brazos y se lo lleva para que descanse, los otros le siguen.


Al ver las noticias, observo un anuncio en el que aparecen tres siluetas. En las noticias descubren sus identidades, dos chicas del mundo de las ídolos Xana Jones y Seira Otoshiro, el tercer integrante es un chico, Jake Jones, al parecer, el primer rey se la academia Starlight en Japón. Este chico es todo un misterio, siento la necesidad de descubrir el quién es ese chico en realidad.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El Viaje, por Carmen Gómez Barceló


¿Qué hago aquí?

Esto es una locura, qué insensato, casi no puedo respirar y las ampollas están a punto de reventar. Me duele…creo que me estoy quemando la cara. Ay… pienso en mi preciosa Aida, descalza sobre la blanca sal de nuestro lago rosado y en esa lágrima escapándose de la cárcel cristalina de sus bellos ojos. Debo estar más perturbado de lo que creía al haberla dejado allí. ¿Cuánto quedará aún hasta llegar al puerto? El ruido es espantoso,  ruego a Alá que este trasto no se canse, que llegue a Tánger de una vez. No puedo girarme para mirar mi muñeca y ver qué hora es, aunque da igual, no podría rezar ni  comer, debo estar quieto, lo único que puedo hacer es pensar en lo que dejo atrás, mi madre, su oscura piel cuarteada por el calor sofocante de la salina pero capaz todavía de infundir esperanza en las almas de sus hijos. ¡Que Alá la proteja!  ¿Volveré a sentarme alguna vez en torno a una fuente de mafé  con mis hermanos? El  olor a carne cocida en aceite de cacahuete y el arroz… Ojalá valga la pena todo esto.

El camión se ha parado. ¿Habremos llegado ya? Creo que alguien se acerca, si, le pide la documentación al conductor, grita demasiado, es la policía y estoy oyendo la palabra Tánger, hemos llegado a Tánger, Alá es bondadoso, gracias Alá, por favor que no me encuentren.

Ha pasado ya un buen rato y nada se mueve, yo tampoco podría moverme, parece que nunca podré ponerme en pie, mi corazón galopa sin freno en mi pecho, el pánico se apodera de mí por eso creo que gritaré, gritaré hasta que me oigan y me saquen de aquí antes de que muera, pero…Veo el reflejo de una luz verde, debe ser la señal que autoriza el embarque, me dijeron que sería así, la policía pediría los papeles, registrarían el camión y luego si todo iba bien, el camión embarcaría rumbo a !Algeciras! Alá es grande!

Siento las olas meciendo el barco…Este barco será enorme, no como los que pescan en el lago rosado. Una vez soñé con un barquito sobre las aguas rosa brillante del lago. El barquito tenía pintados en la quilla los nombres de Moussa y Aida, nuestros nombres, alguna vez puede que ese sueño se cumpla, cuando vuelva a Senegal.

¿Estoy oyendo Algeciras?  Sí, estamos aquí en  la puerta de occidente, donde se cumplen los sueños, donde se come todos los días tres veces, donde te curan si te pones enfermo, donde puedes trabajar y  mandar dinero a tu familia, donde…¿Qué pasa?


A Mussa, le sacaron de los bajos del camión con las rodillas y los codos agarrotados, la cara quemada y la desilusión ocupando la nobleza de su mirada. Le dieron una manta roja, un paquete de galletas y lo devolvieron a la desesperanza.

La niña perdida, por Sonia Quiveu



Hace algo más de una semana sentí algo extraño mientras dormía. Imaginé que mi hija se subía a la cama, como acostumbraba a hacer. Me quise volver para decirle que su cuarto era el de enfrente cuando la oí en su propia habitación, dándose la vuelta y haciendo el ruido que suele provocar cuando se mueve de un lado a otro. Así que supe que no era ella la que estaba colocando las rodillas sobre el colchón y se aupaba para acostarse a mi lado. Pero tal como se acostó la sensación desapareció.

Una semana y media después volví a sentir lo mismo; sus rodillas sobre el colchón y su cuerpecito deslizándose hasta acostarse tras de mí, cogiéndome la mano y llevándola hasta ella.

Abrí los ojos para decirle algo y caí inmediatamente en que mi hija no era. Mi mano estaba suspendida en el aire, sujeta por algo o alguien, esa niña quizás. Y creo saber de quién puede tratarse. De una pequeña que meses atrás vi a mi lado, horas después de haberle dado el pésame a un abuelo por su nieta en mi lugar de trabajo. Me pregunto si no se habrá venido conmigo, sintiéndose sola y perdida en un mundo que no conoce, que cualquier pequeño desconocería y en el que se sentiría aislado.

Desde el principio no me ha importado que esté ahí el tiempo que necesite, no hace nada malo. Pero como pequeña que es, también quiere jugar y siente curiosidad.


Días antes de que cogiera mi mano, mi hija me miró mientras estábamos sentadas para decirme: - Mamá, alguien me ha tocado el pie - No quise darle importancia, pero posteriormente también lo hizo conmigo.


jueves, 14 de noviembre de 2013

Hierro que mata, por José Manuel Rodríguez de Haro


Yo no creo que referir todo esto le pueda servir a nadie, pero como también pienso que daño, lo que se dice daño, tampoco se va a derivar de mi relato, heme aquí dispuesto a contarles, si tienen a bien escucharme, todo lo referente a mi actual situación, sin pretender cansarles, que yo sé lo que es estar siempre cansado cuando cualquier cosa que emprendo me cuesta horrores dada mi escasa movilidad.

 Me encuentro en este estado desde hace tres años. Gracias a una pequeña pensión temporal que recibo del Estado, por mi situación física, es que, de momento, puedo seguir pagando mis facturas. Pero esta tiene fecha de caducidad y después no sé muy bien qué podría ser de mí.

Fue la noche que soñé que tenía los miembros paralizados. Y no fue solo un sueño. Cuando desperté, apenas si podía mover brazos y piernas. Era un dolor no demasiado intenso pero sí lo suficientemente molesto el que sentía, como para quitarme las ganas de emprender nada por nimio que fuera. Los médicos, y han sido muchos los que me han examinado, dicen que mi enfermedad no tiene nombre ni se le conocen remedios. A mí nadie me quita de la cabeza que esto tiene que ser algún mal de ojo o algo por el estilo, porque desde entonces no han cesado de pasarme cosas malas y ya no soy, ni por asomo, el tipo optimista y vital que antaño disfrutaba de los pequeños placeres de la vida, aunque sin excesos.

Fíjense que hasta en la manera en que tengo de escribir me he vuelto mucho más retorcido y farragoso. Aquel hombre sencillo, claro, directo, conciso, pasó a mejor vida, o a peor, si se es objetivo, como consecuencia de mi carácter agriado, mi ansiedad y nerviosismo desbocados, mi incapacidad para soportar todo el jolgorio infantil que antes me estimulaba y agradaba.

Quien me pueda ayudar no sé muy bien si exista, porque ni mi mujer ni mis hijos pueden hacer nada, por más que les angustie esta impotencia. Supongo que todos estarán ya hartos y habrán tirado la toalla conmigo, aunque son tan buenos que no me lo hacen ver ni sentir en modo alguno.

Si todo empezó con un bloqueo del cuerpo, la mente es lo que tengo ahora bloqueada, y pienso que esto es mucho peor que lo otro, pues veo casi a diario, en el centro de rehabilitación al que asisto, cómo todo tipo de inválidos, desde ciegos a paralíticos, no se arredran ante sus limitaciones y viven milagrosamente unas vidas muy satisfactorias y plenas.

Antes de seguir refiriéndoles, he de coger un nuevo papel en blanco para escribir, que ya se me ha acabado el que tengo entre mis manos. Me van a disculpar unos minutos, el tiempo que preciso para operación tan sencilla como esta.

(…)

Ya tengo un nuevo folio entre mis manos. Tiene escritas una de sus caras, porque ahora me ha dado por reciclar. Total, siempre acabo pasándolo todo al ordenador y tirando estos papeles manuscritos que no considero puedan tener valor alguno.

Como les decía, mi mayor parálisis es la mental, esa actitud que he tomado de no seguir ningún camino porque no veo por dónde, porque no sé adónde realmente pudiera llegar.

Se pensarán que todo esto me puede haber insuflado tendencias suicidas, y he de decir que sí y que no. Solo durante unos breves días desolados: el resto del tiempo sí que tengo ganas de vivir, pero no sé cómo.

He vuelto a creer en Dios, como tabla de salvación de un náufrago que tiene ante sí un inmenso océano y que no alcanza a atisbar ninguna tierra firme en la que hacer pie y salvarse. Ya sé que esto no es la mejor manera de acercarse a la religión, que debe ser alegría y gozo, no refugio de desesperados. Mas, ¿qué me queda sino este único consuelo a mis desdichas?

No echo de menos mi trabajo como comercial, que tampoco me apasionaba, aunque sí el trato con todo tipo de gentes que al menos me hacían olvidar el aislamiento que me persigue desde mi juventud.


Tengo un amigo que es una persona muy práctica y resolutiva. Quizá siga su consejo. Mañana mismo, o pasado, o el otro, me quitaré esta armadura oxidada que me puse hace tres años, aquella mañana en que me desperté de aquel sueño de inmovilización. Aquella mañana en que decidí que el mundo podía seguir corriendo sin mí. Aquella mañana en que me fabriqué mi terrible espacio de comodidad, que me tiene paralizado y que me está consumiendo. Porque lo que es la armadura de hierro, que perteneció a un antepasado mío del siglo XVI, esa no se va a consumir nunca, sino que acabará conmigo, pudriéndome.

Como un corazón: roto, por Sonia Quiveu


Cuando fui creado me llevaron a mis primeros dueños. Una familia de alto estatus social que presumían de mí a cada oportunidad que tenían, era halagador ver cómo los invitados te admiraban. No quiero presumir de belleza y calidad, pero con esa familia mi carrera de fama arrancó, incluso fui expuesto durante unos años preciosos en los mejores museos de la ciudad.

Pero mis dueños murieron y pasé a ser parte de la herencia que quedó repartida entre sus hijos. Cada uno había embarcado en destinos diferentes y todos estaban muy ocupados con el trabajo y el éxito como para reparar en mí.

Me dejaron con el más pequeño de los tres hermanos, y este vivía la vida hasta el último centavo, con lo que acabé en la tienda de un anticuario.

Al contrario de lo que pudiera ser, aquello no me disgustó. El hombre era un personaje culto, gran pensador y filósofo en los ratos en los que la tienda estaba vacía. Y se preocupaba de mantenerme limpio para cuando entrara algún experto en arte y supiera valorarme. Me gustaba estar allí, recibir sus atenciones y que conversara conmigo, aunque yo no pudiera contestarle.

Pero aquellos tiempos con el tendero terminaron, ningún experto llegó a comprarme porque el hombre se encariñó tanto conmigo que nunca me entregó a nadie.

Ahora pertenezco a su hijo. Cuando su padre murió me llevó con él a casa y me dejó junto a una chimenea que tenía pinta de no haber sido encendida nunca, se veía todo tan oscuro y frío que de haber podido me hubiese estremecido.

Con el tiempo trajo una mujer a casa, y ella se ocupaba de mí, limpiándome y colocándome unas flores. Era insultante ver a lo que me había rebajado, a un florero cualquiera que estaba valorado en más de treinta mil euros, pero que ahora solo servía para sujetar unas flores. Y posteriormente serían unas flores marchitas.
Hace semanas que mi nuevo dueño no viene a casa y ella está cada vez más decaída. La veo sentarse en el sofá y fumarse un cigarro mientras mira el móvil, esperando una llamada que nunca llega. Cuando por fin llegó, había conseguido disgustarla más. Llorando se fue hacia la habitación, podía oír cómo abría puertas y cajones, y el sonido de una cremallera. Al cabo de unas horas regresó al salón con dos maletas.

Mi dueño apareció para recogerlas, discutieron, se gritaron y lloraron los dos. Cada vez estaban perdiendo más los estribos, él empezó a esquivar proyectiles de todo tipo que ella empezó a lanzarle, y yo estaba allí sin poder hacer nada más que observar y rezar porque no se acercara.

Pero fue irremediable, me cogió entre sus manos y me lanzó contra él, que en lugar de agarrarme me esquivó y dejó que me estampara contra la terraza.


Terminé esparcido en pedacitos de todos los tamaños. Y aunque ella barrió la mayoría de los trozos cuando el huracán pasó y él se marchó, aún quedan trocitos de mí bajó los muebles.  

Desde ahí veo cómo a veces ella se viene abajo y se apoya en las rodillas para esconder la cabeza y llorar por un corazón tan roto como yo estoy ahora.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

El kiosco de las palabras dulces, por María del Mar Quesada


Cecilia supo que su marido no volvería, el día que descubrió que se había llevado el dinero del banco y todas las cosas de valor de la casa.

Pese a que era una soñadora, tuvo que aprender a ser práctica  y resolutiva a fuerza de empujones. Con treinta y seis años, una casa y un  sueño de ser madre que iba a pasar de largo por su puerta, supo que tenía que trabajar cuando  las deudas se empezaron a acumular. Desconocía cuáles eran sus habilidades, los únicos dones que tenía, si podían llamarse así, eran ser paciente, saber escuchar y una cara  que emitía dulzura y calidez;  y su  posesión más valiosa era la casa de sus padres.  Así que se armó de valor estéril y vendió  muebles y  enseres; solo se quedó con los muebles de una salita baja que transformó, con mucha imaginación, en su kiosco.  Había una razón poderosa para montar un kiosco y no otro negocio, en él estaría  siempre rodeada de niños, sería su maternidad fingida.

Con los años Cecilia, Ceci como la llamaban en el barrio, se convirtió en aquello que se había propuesto. Tenía cierta devoción por aquellos pequeños cuya vida  familiar era un fracaso desde el mismo momento en que sus padres se conocieron. Ella era el abrigo de calor y cariño que estos niños no tenían en sus casas. Vendía caramelos y dulces, pero regalaba su alegría, su amor y su tiempo. Tiempo,  porque también ayudaba a los pequeños a hacer sus deberes escolares en aquella mesa camilla tan familiar, bajo su lema enmarcado: El conocimiento y la educación  te darán libertad de elección.

Con los años, el barrio también se fue transformado y las casas bajas habían dado paso a edificios de tres plantas. Las antiguas viviendas colindantes a la casa de Cecilia habían quedado vacías  y semiderruidas. Un día  de primavera se presentó el mismo señor trajeado, empapado en colonia cara,  que había construido los bloques de edificios, Don Gregorio Sánchez de Arévalo, promotor inmobiliario. Llevaba una propuesta suculenta para comprar la casa de Cecilia, ella evidentemente la rechazó,  él la quiso engatusar con un piso nuevo en el barrio y la tranquilidad de no tener que trabajar nunca más.

-       ¿Y quién le ha  dicho a usted, que yo quiero dejar de trabajar y me quiero mudar a un piso nuevo?
-       Señora, es una oportunidad única, además dentro de poco tendrá daños colaterales si se queda, pues los solares vacíos durante mucho tiempo, solo dan problemas de humedad, suciedad, ratas…
-       Gracias, por su preocupación,  pero ese es mi problema. No me interesa vender mi casa, ni hoy, ni ningún otro día.

Don Gregorio volvió más  veces  y la respuesta siempre fue la misma.  Hasta que una mañana se encontró una pintada en una pared, que decía:   

LASESI NO SERRARA NUNCA
(LA CECI NO CERRARÁ NUNCA)

Cecilia sabía perfectamente quien lo había escrito, con solo ver el seseo de las palabras. Había sido su Curro, un demonio de 9 años con cara de ángel que se pasaba media vida en la calle y la otra media en el kiosco. Ese día, don Gregorio le dijo a su asistente:

-       Ya sabes lo que tienes que hacer,  tengo que tener esa casa antes de fin de mes.  Me iré de viaje unos días, para que nadie me relacione con lo que ocurra.  No quiero saber los detalles ¿Entendido?
Alguien detrás de un buzón de correos, había estado observando y escuchando.

Pasados unos días, antes de acabar el mes, Don Gregorio se llegó al barrio y vio que la policía estaba en la puerta del kiosco, pero no fue solo la presencia de la policía lo que llamó su atención, sino que la pintada había sido modificada. Habían escrito una E delante, habían tachado S y habían cambiado NUNCA  por  SIEMPRE. Don Gregorio pudo leer el futuro:

ELASESI NO SERRARA NUNCA SIEMPRE

(EL ASESINO ERRARÁ SIEMPRE)