miércoles, 20 de noviembre de 2013

La maldición del Conde, por Sonia Quiveu


Soy una chica que de los Cárpatos. Vivo en un castillo con mi amo.

Él me contó una vez cómo me encontró, siendo un bebé, gracias a mi llanto. Abandonada entre bolsas de basura. Dice que le enternecí tanto cuando mis ojitos enrojecidos se clavaron en él, que no se pudo resistir a envolverme en su capa y traerme al castillo.

Su físico nunca cambia, mi amo no envejece. Su tez morena y sus cabellos negros, dicen lo contrario a todas esas leyendas que circulan por todo el mundo. Las mismas que ahora lo han convertido en un mito morboso y sexi del que han sacado muchas versiones, aunque verdaderamente él no tiene nada que ver con lo que se cuenta en los libros, o en las películas.

Es como cualquier hombre, con sus debilidades y sus virtudes. Como un padre que siempre ha cuidado de mí y ha procurado que nunca me falte nada. A cambio yo le alimento y también me ocupo de él, de que nunca olvide las pequeñas cosas de la vida que nos dan esa chispa de calor sacándole una sonrisa. Pero por mucho que él me sonría, no consigo quitarle esa expresión de melancolía que posee su rostro. Y es que me apena tanto verlo cada vez que el día cae. Cómo se levanta silencioso de su ataúd y se sienta junto a la ventana a mirar el bosque que hay más allá del castillo.

Me pregunto en qué piensa. A veces lo observo mientras quito el polvo de los muebles, cómo abre un colgante donde está dibujado el rostro de una mujer y suspira su nombre… Elisabetha… para después llorar en silencio.

Sé que está maldito, condenado a vivir eternamente mientras que los demás siguen el curso de la vida hasta finalmente descansar de este mundo. Pero no sé el por qué de esa maldición ni quién se la lanzó. Tampoco supe si la mujer a la que nombra con tanta tristeza fue su esposa, su amante, o una hermana que perdió durante la época de las cruzadas, hasta que en un libro de historia leí que había sido su esposa en el siglo XV, y que perdió la vida mientras él luchaba con su ejército.

Pobre conde, me da tanta pena…  su físico no envejecerá nunca, pero su mente debe sentirse vieja, cansada y atormentada con los recuerdos.

Desde que cumplí la mayoría de edad no sale de caza, no trata con nadie además de mí, y no cruza las puertas del castillo para ver la evolución de la ciudad.


Se queda cada noche postrado en esa ventana hasta que llega el amanecer, llorando a una mujer a la que jamás recuperará en su inmortal vida. Y me asusta pensar qué pasa por su mente. Qué será de él cuando yo encuentre mi descanso y ya no pueda convencerlo para que vuelva al ataúd antes de que el sol lo alcance.

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