Mi familia empieza a
creer que no quiero verles, pero lo cierto es, que cierro los ojos para soñar
con un mundo en el que pueda hacer todo de lo que se me ha privado desde aquel
día. Paso los días desde el hospital intentando dormir y volver al sueño del
que no quiero escapar.
Oigo como algunos de
mis familiares hablan de lo ricos que serán todos en cuanto muera, lo que no
saben es que no heredarán mi inmensa fortuna, cuando muera, todos mis fondos
irán a fundaciones en contra de las
enfermedades cerebrales como la mía y otras investigaciones en contra de las
diferentes enfermedades de las que el gobierno sabe que hay cura pero que no lo
dicen por no ser rentable para sus bolsillos llenos del fruto de nuestro
trabajo.
En mi sueño no existe
gente así. Solo estoy yo, volando por encima de las nubes, mirando al infinito
preguntándome, ¿por qué el mundo no puede cambiar? Luego sé la respuesta.
Porque si cambiaran, sería un sueño.
Me despierto. Entonces
veo al lado de mi cama una sombra, la muerte que se aproxima. Al otro lado un
sacerdote y mis hijas a las que en este último año he empezado a odiar con toda
mi alma. El que ellas estén aquí es en vano, porque cada día miro a la sombra y
ella sabe lo que tiene que hacer, guiñarme un ojo y marcharse con cara de
cómplice. Y así en sueños, donde me puedo mover, río a carcajadas por lo que
hago, no burlo a la muerte, burlo a la que creía que era mi familia.
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