miércoles, 13 de noviembre de 2013

El kiosco de las palabras dulces, por María del Mar Quesada


Cecilia supo que su marido no volvería, el día que descubrió que se había llevado el dinero del banco y todas las cosas de valor de la casa.

Pese a que era una soñadora, tuvo que aprender a ser práctica  y resolutiva a fuerza de empujones. Con treinta y seis años, una casa y un  sueño de ser madre que iba a pasar de largo por su puerta, supo que tenía que trabajar cuando  las deudas se empezaron a acumular. Desconocía cuáles eran sus habilidades, los únicos dones que tenía, si podían llamarse así, eran ser paciente, saber escuchar y una cara  que emitía dulzura y calidez;  y su  posesión más valiosa era la casa de sus padres.  Así que se armó de valor estéril y vendió  muebles y  enseres; solo se quedó con los muebles de una salita baja que transformó, con mucha imaginación, en su kiosco.  Había una razón poderosa para montar un kiosco y no otro negocio, en él estaría  siempre rodeada de niños, sería su maternidad fingida.

Con los años Cecilia, Ceci como la llamaban en el barrio, se convirtió en aquello que se había propuesto. Tenía cierta devoción por aquellos pequeños cuya vida  familiar era un fracaso desde el mismo momento en que sus padres se conocieron. Ella era el abrigo de calor y cariño que estos niños no tenían en sus casas. Vendía caramelos y dulces, pero regalaba su alegría, su amor y su tiempo. Tiempo,  porque también ayudaba a los pequeños a hacer sus deberes escolares en aquella mesa camilla tan familiar, bajo su lema enmarcado: El conocimiento y la educación  te darán libertad de elección.

Con los años, el barrio también se fue transformado y las casas bajas habían dado paso a edificios de tres plantas. Las antiguas viviendas colindantes a la casa de Cecilia habían quedado vacías  y semiderruidas. Un día  de primavera se presentó el mismo señor trajeado, empapado en colonia cara,  que había construido los bloques de edificios, Don Gregorio Sánchez de Arévalo, promotor inmobiliario. Llevaba una propuesta suculenta para comprar la casa de Cecilia, ella evidentemente la rechazó,  él la quiso engatusar con un piso nuevo en el barrio y la tranquilidad de no tener que trabajar nunca más.

-       ¿Y quién le ha  dicho a usted, que yo quiero dejar de trabajar y me quiero mudar a un piso nuevo?
-       Señora, es una oportunidad única, además dentro de poco tendrá daños colaterales si se queda, pues los solares vacíos durante mucho tiempo, solo dan problemas de humedad, suciedad, ratas…
-       Gracias, por su preocupación,  pero ese es mi problema. No me interesa vender mi casa, ni hoy, ni ningún otro día.

Don Gregorio volvió más  veces  y la respuesta siempre fue la misma.  Hasta que una mañana se encontró una pintada en una pared, que decía:   

LASESI NO SERRARA NUNCA
(LA CECI NO CERRARÁ NUNCA)

Cecilia sabía perfectamente quien lo había escrito, con solo ver el seseo de las palabras. Había sido su Curro, un demonio de 9 años con cara de ángel que se pasaba media vida en la calle y la otra media en el kiosco. Ese día, don Gregorio le dijo a su asistente:

-       Ya sabes lo que tienes que hacer,  tengo que tener esa casa antes de fin de mes.  Me iré de viaje unos días, para que nadie me relacione con lo que ocurra.  No quiero saber los detalles ¿Entendido?
Alguien detrás de un buzón de correos, había estado observando y escuchando.

Pasados unos días, antes de acabar el mes, Don Gregorio se llegó al barrio y vio que la policía estaba en la puerta del kiosco, pero no fue solo la presencia de la policía lo que llamó su atención, sino que la pintada había sido modificada. Habían escrito una E delante, habían tachado S y habían cambiado NUNCA  por  SIEMPRE. Don Gregorio pudo leer el futuro:

ELASESI NO SERRARA NUNCA SIEMPRE

(EL ASESINO ERRARÁ SIEMPRE)

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