El “Estado Vivero” cumplía
las normas dictadas. Era un lugar modélico, hermoso y tranquilo donde se podía
vivir en paz y la amabilidad de su gente hacía que el visitante se encontrara mejor
aún que en su propia casa.
Todo acontecía según lo
previsto.Los niños se dirigían a sus aulas, cada uno al lugar que tenía
asignado. Era realmente complicado que los chiquillos coincidieran con sus
amigos en sus clases ya que una vez clasificados, eran separados y ubicados
donde correspondía según la etiqueta que Isaac les había colocado. Esta
situación que al principio les resultaba
bastante penosa, con el tiempo les iba pareciendo totalmente normal.
Isaac era conocido por su paciencia infinita y su
capacidad de observación, dones que le habilitaban para la misión que tenía encomendada,
distribuir el material humano según lo establecido: Sujetos de clase “A”,
los que hacen puzles, leen y escriben desde los 2 años. Sujetos de clase “B”, los
inconscientes. Sujetos de clase “C”, los inadaptados.
Al cabo de los años el
“Estado Vivero” inesperadamente perdió la armonía y la calma que le
caracterizaba para convertirse en un país convulso donde el desorden y el caos
campaban a sus anchas. El silencio dio paso a un ruido ensordecedor que ocupaba el aire. Los rostros amables y cordiales de los vivereños se
tornaron coléricos y exacerbados y la
paz terminó.
Isaac no daba crédito a
lo que estaba ocurriendo. Se encontraba inmóvil en el centro de la calle
principal haciendo su trabajo, observando
todo lo que ocurría, cuando le pareció ver a un sujeto de clase “A” totalmente
fuera de contexto entre la caterva. La visión impactó en su ordenado intelecto
desorientándolo por unos segundos. Seguidamente ojeó la pulsera de grafeno
incrustada en su muñeca donde la pictografía verde fosforescente daba cuenta de las
catastróficas consecuencias económicas derivadas del error de seguridad del
sistema.
Aunque no era normal en
él, Isaac esbozó un amago de sonrisa, se
desprendió de la pulsera y pensó, "El caos al fin."
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