martes, 26 de noviembre de 2013

Un cuento revenío, por José García


Hoy ya casi olvidada, pero existía en Sevilla, al igual que en otras ciudades, una forma de convivencia colectiva en grandes casas denominadas “corralas o corrales,” también llamadas “casas de vecinos o colectivas.” Estas estaban aglutinadas en barrios cada uno con su idiosincrasia.

Estas casas, constaban de una o dos habitaciones pequeñas por vecino o familia. Por lo que la vida cotidiana se desenvolvía en torno a espacios y servicios comunes, es decir compartidos (cocina, lavaderos, tendederos, retretes y zona de pausa o alivio).

Estos espacios, desde temprana hora, se convertían en un hervidero de actividad. Donde todos se afanaban en sus quehaceres coreados con el sonido de la radio. Música (donde no faltaba, alguna que otra vecina, que se atreviera acompañar a viva voz las canciones que sonaran en ese momento), concursos o anuncios (como aquel del Cola Cao, “yo soy aquel negrito del África tropical…”).

Después del almuerzo, hora cumbre en la agitación diaria, ésta se relajaba. Las faenas eran menos ruidosas, más sosegadas, aunque no menos fatigosas, como coser o planchar. Y en la radio, siempre presente, las radionovelas; mientras los niños jugaban en el patio.

En esta forma de vida, por muy celoso que se pretendieras ser de tu intimidad, ésta, a veces, se aireaba sin remedio. Si bien, había quien no tenía el más mínimo pudor, que pudiera ser de dominio público.

Así en una de estas casas, junto a otros veintiún vecinos más, convivía una familia que, a sus espaldas, era conocida como, “las matonas.” La formaban la madre y tres hijas, entre las que eran habituales las riñas o “peleas.” Cuando esto sucedía, la casa y principalmente el corredor donde vivían se convertía en un pasillo de comedia de los hermanos Álvarez Quintero.

La gresca se originaba siempre en el interior de la vivienda, avisando de lo que ocurriría posteriormente. En un momento de la acalorada discusión, la madre o la hija mayor (ambas se llamaban Matilde) eran las que siempre salían peor paradas. Aparecían desaforadas, corriendo como alma que lleva el diablo y gritando sin consuelo por todo el corredor hasta refugiarse en el retrete de uso común para todos los vecinos. Produciéndose de forma casi calcada, una y otra vez, el mismo intercambio.

-¡Ay! ¡ay! ¡ay! ¡Dios mío que me mata! ¡que canalla pegarle a su madre! ¡socorro!
-Anda ¡grita! ¡grita! que todos se enteren. Qué vergüenza, como te gusta colgar la casa ¡eh! ¡sal de ahí!
-No. Eso es lo que tú quisiera, pa pegarme. Canalla, mala hija. Cuando venga tu hermana te vas a enterar.
-Anda y que te den, malaje, desagradecía.

Ni que decir tiene que cuando volvía la hermana, si no se había quitado de en medio, se reproducía la situación, pero ahora entre las hermanas.

Eso sí, ni se te ocurriera intervenir, como si no existieran. Una mirada, una sonrisa y todo se podía volver contra ti, olvidándose de sus rencillas.

Otra de las situaciones más pintoresca que se producía en esta casa, era cuando Manuel (el que trabajaba en el matadero), llegaba papao tras su recorridos por los “altares” o tabernas.

-Míralo, decía Luisa su mujer. Que jartible, ya viene otra vez piripi ¡ay! Que se cae, la madre que lo parió que camballá.
-¡Ole! y ¡ole! Mi Luisa. Pero no te enfades mujer, que así te pareces a tu madre, totá por una mijinina de na de vino.
- Pero no te ve como vienes, estas to guarnío.
-Sssss chitón, aquí mando yo, y si te pones pejiguera me doy media vuerta y me voy por donde he venio.
-Mira no seas saborío, a dónde vas a ir tú con lo manío que estas. Anda pasa pa dentro y duerme la mona que estás dando la nota. Mañana será otro día.
-Porque yo quiero ¡eh! porque yo quiero, que a mí nadie me manda.


Bueno, y aunque ustedes crean otra cosa, esto que acabo de contar no es ninguna tontería, sino una chuminá.

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