jueves, 14 de noviembre de 2013

Como un corazón: roto, por Sonia Quiveu


Cuando fui creado me llevaron a mis primeros dueños. Una familia de alto estatus social que presumían de mí a cada oportunidad que tenían, era halagador ver cómo los invitados te admiraban. No quiero presumir de belleza y calidad, pero con esa familia mi carrera de fama arrancó, incluso fui expuesto durante unos años preciosos en los mejores museos de la ciudad.

Pero mis dueños murieron y pasé a ser parte de la herencia que quedó repartida entre sus hijos. Cada uno había embarcado en destinos diferentes y todos estaban muy ocupados con el trabajo y el éxito como para reparar en mí.

Me dejaron con el más pequeño de los tres hermanos, y este vivía la vida hasta el último centavo, con lo que acabé en la tienda de un anticuario.

Al contrario de lo que pudiera ser, aquello no me disgustó. El hombre era un personaje culto, gran pensador y filósofo en los ratos en los que la tienda estaba vacía. Y se preocupaba de mantenerme limpio para cuando entrara algún experto en arte y supiera valorarme. Me gustaba estar allí, recibir sus atenciones y que conversara conmigo, aunque yo no pudiera contestarle.

Pero aquellos tiempos con el tendero terminaron, ningún experto llegó a comprarme porque el hombre se encariñó tanto conmigo que nunca me entregó a nadie.

Ahora pertenezco a su hijo. Cuando su padre murió me llevó con él a casa y me dejó junto a una chimenea que tenía pinta de no haber sido encendida nunca, se veía todo tan oscuro y frío que de haber podido me hubiese estremecido.

Con el tiempo trajo una mujer a casa, y ella se ocupaba de mí, limpiándome y colocándome unas flores. Era insultante ver a lo que me había rebajado, a un florero cualquiera que estaba valorado en más de treinta mil euros, pero que ahora solo servía para sujetar unas flores. Y posteriormente serían unas flores marchitas.
Hace semanas que mi nuevo dueño no viene a casa y ella está cada vez más decaída. La veo sentarse en el sofá y fumarse un cigarro mientras mira el móvil, esperando una llamada que nunca llega. Cuando por fin llegó, había conseguido disgustarla más. Llorando se fue hacia la habitación, podía oír cómo abría puertas y cajones, y el sonido de una cremallera. Al cabo de unas horas regresó al salón con dos maletas.

Mi dueño apareció para recogerlas, discutieron, se gritaron y lloraron los dos. Cada vez estaban perdiendo más los estribos, él empezó a esquivar proyectiles de todo tipo que ella empezó a lanzarle, y yo estaba allí sin poder hacer nada más que observar y rezar porque no se acercara.

Pero fue irremediable, me cogió entre sus manos y me lanzó contra él, que en lugar de agarrarme me esquivó y dejó que me estampara contra la terraza.


Terminé esparcido en pedacitos de todos los tamaños. Y aunque ella barrió la mayoría de los trozos cuando el huracán pasó y él se marchó, aún quedan trocitos de mí bajó los muebles.  

Desde ahí veo cómo a veces ella se viene abajo y se apoya en las rodillas para esconder la cabeza y llorar por un corazón tan roto como yo estoy ahora.


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