jueves, 14 de noviembre de 2013

Hierro que mata, por José Manuel Rodríguez de Haro


Yo no creo que referir todo esto le pueda servir a nadie, pero como también pienso que daño, lo que se dice daño, tampoco se va a derivar de mi relato, heme aquí dispuesto a contarles, si tienen a bien escucharme, todo lo referente a mi actual situación, sin pretender cansarles, que yo sé lo que es estar siempre cansado cuando cualquier cosa que emprendo me cuesta horrores dada mi escasa movilidad.

 Me encuentro en este estado desde hace tres años. Gracias a una pequeña pensión temporal que recibo del Estado, por mi situación física, es que, de momento, puedo seguir pagando mis facturas. Pero esta tiene fecha de caducidad y después no sé muy bien qué podría ser de mí.

Fue la noche que soñé que tenía los miembros paralizados. Y no fue solo un sueño. Cuando desperté, apenas si podía mover brazos y piernas. Era un dolor no demasiado intenso pero sí lo suficientemente molesto el que sentía, como para quitarme las ganas de emprender nada por nimio que fuera. Los médicos, y han sido muchos los que me han examinado, dicen que mi enfermedad no tiene nombre ni se le conocen remedios. A mí nadie me quita de la cabeza que esto tiene que ser algún mal de ojo o algo por el estilo, porque desde entonces no han cesado de pasarme cosas malas y ya no soy, ni por asomo, el tipo optimista y vital que antaño disfrutaba de los pequeños placeres de la vida, aunque sin excesos.

Fíjense que hasta en la manera en que tengo de escribir me he vuelto mucho más retorcido y farragoso. Aquel hombre sencillo, claro, directo, conciso, pasó a mejor vida, o a peor, si se es objetivo, como consecuencia de mi carácter agriado, mi ansiedad y nerviosismo desbocados, mi incapacidad para soportar todo el jolgorio infantil que antes me estimulaba y agradaba.

Quien me pueda ayudar no sé muy bien si exista, porque ni mi mujer ni mis hijos pueden hacer nada, por más que les angustie esta impotencia. Supongo que todos estarán ya hartos y habrán tirado la toalla conmigo, aunque son tan buenos que no me lo hacen ver ni sentir en modo alguno.

Si todo empezó con un bloqueo del cuerpo, la mente es lo que tengo ahora bloqueada, y pienso que esto es mucho peor que lo otro, pues veo casi a diario, en el centro de rehabilitación al que asisto, cómo todo tipo de inválidos, desde ciegos a paralíticos, no se arredran ante sus limitaciones y viven milagrosamente unas vidas muy satisfactorias y plenas.

Antes de seguir refiriéndoles, he de coger un nuevo papel en blanco para escribir, que ya se me ha acabado el que tengo entre mis manos. Me van a disculpar unos minutos, el tiempo que preciso para operación tan sencilla como esta.

(…)

Ya tengo un nuevo folio entre mis manos. Tiene escritas una de sus caras, porque ahora me ha dado por reciclar. Total, siempre acabo pasándolo todo al ordenador y tirando estos papeles manuscritos que no considero puedan tener valor alguno.

Como les decía, mi mayor parálisis es la mental, esa actitud que he tomado de no seguir ningún camino porque no veo por dónde, porque no sé adónde realmente pudiera llegar.

Se pensarán que todo esto me puede haber insuflado tendencias suicidas, y he de decir que sí y que no. Solo durante unos breves días desolados: el resto del tiempo sí que tengo ganas de vivir, pero no sé cómo.

He vuelto a creer en Dios, como tabla de salvación de un náufrago que tiene ante sí un inmenso océano y que no alcanza a atisbar ninguna tierra firme en la que hacer pie y salvarse. Ya sé que esto no es la mejor manera de acercarse a la religión, que debe ser alegría y gozo, no refugio de desesperados. Mas, ¿qué me queda sino este único consuelo a mis desdichas?

No echo de menos mi trabajo como comercial, que tampoco me apasionaba, aunque sí el trato con todo tipo de gentes que al menos me hacían olvidar el aislamiento que me persigue desde mi juventud.


Tengo un amigo que es una persona muy práctica y resolutiva. Quizá siga su consejo. Mañana mismo, o pasado, o el otro, me quitaré esta armadura oxidada que me puse hace tres años, aquella mañana en que me desperté de aquel sueño de inmovilización. Aquella mañana en que decidí que el mundo podía seguir corriendo sin mí. Aquella mañana en que me fabriqué mi terrible espacio de comodidad, que me tiene paralizado y que me está consumiendo. Porque lo que es la armadura de hierro, que perteneció a un antepasado mío del siglo XVI, esa no se va a consumir nunca, sino que acabará conmigo, pudriéndome.

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