martes, 19 de noviembre de 2013

El abuelo, por José García



Nunca identifiqué en aquel ser rudo, distante, de rostro agriado y dominante, al abuelo que otros compañeros recreaban o describían en sus redacciones en el colegio.

Hoy aún recuerdo como se iluminaban sus caras y la alegría que afloraba en sus ojos cuando públicamente describían al abuelo. Para ellos, el abuelo era entrañable, un refugio donde encontrar protección, donde acurrucarse buscando seguridad y donde poder establecer ese vinculo mutuo de ternura y cariño. Un cariño relajado, de mirada serena, a veces cómplice en la justificación y mesura frente al enfado o reprimenda paterna.

Describían un mundo de interacción entre el nieto y el abuelo. Nada que ver con aquel que yo conocía, que nunca tuvo una palabra amable ni una reconfortarte caricia. Jamás entendí su indiferencia. Ni su sorna o burla irónica, cuando mi madre y la abuela reñían o se reprendían usos cotidianos producidos por la convivencia del día a día. Cuando esto sucedía mi madre le lanzaba una fría mirada, llena de desprecio y culpabilidad. Cuya transcendencia no lograba entender por aquel entonces.

El abuelo gustaba, dicho prosaicamente, “de empinar el codo.” Uno de esos días, que eran los más, se amodorró abandonado hasta el fondo en el vaso de vino y balbuceando una larga letanía de improperios. A la mañana siguiente, el abuelo tardaba más de lo habitual en despertar, por lo que la abuela extrañada por esa demora, decidió ver que le pasaba. Al momento volvió un tanto nerviosa y alertando de que algo sucedía, que no respondía a sus llamadas. Cuando penetraron en su habitación solo pudieron comprobar  que ya no despertaría jamás. Mi madre, tras suspirar profundamente, miró a la abuela y le dijo.

 “Ya no tendremos que soportar más su humillante despotismo, no se volverá a repetir. Su presencia no volverá a perturbar la convivencia en esta casa.”

Mi madre reprimió el tímido intento de padecimiento por parte de la abuela, después pasaba esa mirada inquisidora sobre la cama donde yacía el cuerpo del abuelo. Mientras, la abuela se reprochaba, resentida en parte, por esta vida desdichada.

Solo con el tiempo pude comprender todo esto, y dar sentido a esa mirada amarga, que parecía endurecer como el acero, los tristes pero hermosos ojos negros  de mi madre. Y que llena de culpabilidad, dirigía a la doblez sarcástica del abuelo.


Solo con el tiempo pude comprender por qué, aquel de quien decían ser mi abuelo, no se podía asemejar jamás, a ese símbolo emocional que mis compañeros describían. 

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