Nunca identifiqué en
aquel ser rudo, distante, de rostro agriado y dominante, al abuelo que otros
compañeros recreaban o describían en sus redacciones en el colegio.
Hoy aún recuerdo como
se iluminaban sus caras y la alegría que afloraba en sus ojos cuando
públicamente describían al abuelo. Para ellos, el abuelo era entrañable, un
refugio donde encontrar protección, donde acurrucarse buscando seguridad y
donde poder establecer ese vinculo mutuo de ternura y cariño. Un cariño
relajado, de mirada serena, a veces cómplice en la justificación y mesura
frente al enfado o reprimenda paterna.
Describían un mundo de
interacción entre el nieto y el abuelo. Nada que ver con aquel que yo conocía,
que nunca tuvo una palabra amable ni una reconfortarte caricia. Jamás entendí
su indiferencia. Ni su sorna o burla irónica, cuando mi madre y la abuela reñían
o se reprendían usos cotidianos producidos por la convivencia del día a día.
Cuando esto sucedía mi madre le lanzaba una fría mirada, llena de desprecio y culpabilidad.
Cuya transcendencia no lograba entender por aquel entonces.
El abuelo gustaba, dicho
prosaicamente, “de empinar el codo.” Uno de esos días, que eran los más, se
amodorró abandonado hasta el fondo en el vaso de vino y balbuceando una larga
letanía de improperios. A la mañana siguiente, el abuelo tardaba más de lo
habitual en despertar, por lo que la abuela extrañada por esa demora, decidió
ver que le pasaba. Al momento volvió un tanto nerviosa y alertando de que algo
sucedía, que no respondía a sus llamadas. Cuando penetraron en su habitación
solo pudieron comprobar que ya no despertaría
jamás. Mi madre, tras suspirar profundamente, miró a la abuela y le dijo.
“Ya no tendremos que soportar más su
humillante despotismo, no se volverá a repetir. Su presencia no volverá a
perturbar la convivencia en esta casa.”
Mi madre reprimió el
tímido intento de padecimiento por parte de la abuela, después pasaba esa
mirada inquisidora sobre la cama donde yacía el cuerpo del abuelo. Mientras, la
abuela se reprochaba, resentida en parte, por esta vida desdichada.
Solo con el tiempo pude
comprender todo esto, y dar sentido a esa mirada amarga, que parecía endurecer
como el acero, los tristes pero hermosos ojos negros de mi madre. Y que llena
de culpabilidad, dirigía a la doblez sarcástica del abuelo.
Solo con el tiempo pude
comprender por qué, aquel de quien decían ser mi abuelo, no se podía asemejar
jamás, a ese símbolo emocional que mis compañeros describían.
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