Francisco y yo acabamos de pasar el control de
acceso y nos dirigimos a nuestro puesto de trabajo.
-Bueno Conrrado, vete yendo para la central que ahora
voy yo.
-Vale, pero por favor no tardes.
Ya está Francisco
como siempre. Llegará el momento en que no pueda seguir encubriéndolo. Al principio con la visita de la mañana tenía
suficiente, pero ahora esa cita tiene lugar cada dos horas y claro así cuando
acaba el servicio está como está. Menos mal que hasta ahora he podido subsanar
los incidentes, hemos tenido suerte, pero me temo que algún día pase lo peor y
me encuentre totalmente sólo ante una emergencia y entonces no sé qué es lo que
va a pasar.
Ya es demasiado, han pasado dos horas y media y aún
no ha entrado por la puerta. Este Francisco no tiene nada que ver con aquel
muchacho delgado y silencioso que conocí aquí, en la central eléctrica del
aeropuerto donde trabajamos. La primera vez que le vi, me llamó la atención ya
que si algún calificativo se le podía poner era el de insignificante, pues a lo
escuchimizado de su cuerpo se unía lo parco en palabras y su exagerada timidez,
vamos que estaba pero parecía que no estaba y por todo esto los compañeros le
gastaban bromas que para ellos eran graciosas aunque Francisco para nada se
reía, sino que cerraba los ojos y se
hacía más invisible aún.
Me di cuenta que Francisco cambió cuando descubrí
hace algunos años que una cervecita o dos le sacaban un poco de ese estado casi
vegetal en el que le veíamos, pensábamos que había encontrado la llave para
salir de sí, la panacea a todos sus problemas. Su postura recogida se
transformó en erguida y pudo mantener los ojos abiertos para mirar de frente a
los demás, parecía como si la red que le oprimía se hubiese roto y se estuviera
liberando poco a poco igual que la mariposa cuando culmina su metamorfosis, se
desprende del capullo y comienza a desplegar sus alas. Me alegraba verle así,
ya que era mi compañero durante las guardias y estas horas que pasábamos juntos, antes resultaban tediosas y ahora
eran bastante más amenas.
No sé qué hubiese sido mejor, si lo invisible de
antes o lo extremadamente visible que parece ahora, y es que todo en la vida
tiene un precio, pobre Francisco, las dos cervecitas se convirtieron en seis
tres veces al día y luego le añadió la copa de coñac matutina, el cubata en la
sobremesa y las botellas apiladas en el cajón de la taquilla. Cuando acabamos
el servicio, lo acomodo en el autobús que lo lleva a casa y ruego para que el
próximo día no venga, que se ponga enfermo o que lo parezca, me da igual, pero
la vida de mucha gente depende de nosotros y creo que por desgracia, voy a
tener que elegir.
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