martes, 26 de noviembre de 2013

Vuelo peligroso, por Carmen Gómez Barceló


Francisco y yo acabamos de pasar el control de acceso y nos dirigimos a nuestro puesto de trabajo.

-Bueno  Conrrado, vete yendo para la central que ahora voy yo.
-Vale, pero por favor no tardes. 

Ya está Francisco como siempre. Llegará el momento en que no pueda seguir encubriéndolo.  Al principio con la visita de la mañana tenía suficiente, pero ahora esa cita tiene lugar cada dos horas y claro así cuando acaba el servicio está como está. Menos mal que hasta ahora he podido subsanar los incidentes, hemos tenido suerte, pero me temo que algún día pase lo peor y me encuentre totalmente sólo ante una emergencia y entonces no sé qué es lo que va a pasar.

Ya es demasiado, han pasado dos horas y media y aún no ha entrado por la puerta. Este Francisco no tiene nada que ver con aquel muchacho delgado y silencioso que conocí aquí, en la central eléctrica del aeropuerto donde trabajamos. La primera vez que le vi, me llamó la atención ya que si algún calificativo se le podía poner era el de insignificante, pues a lo escuchimizado de su cuerpo se unía lo parco en palabras y su exagerada timidez, vamos que estaba pero parecía que no estaba y por todo esto los compañeros le gastaban bromas que para ellos eran graciosas aunque Francisco para nada se reía, sino que cerraba los ojos  y se hacía más invisible aún.

Me di cuenta que Francisco cambió cuando descubrí hace algunos años que una cervecita o dos le sacaban un poco de ese estado casi vegetal en el que le veíamos, pensábamos que había encontrado la llave para salir de sí, la panacea a todos sus problemas. Su postura recogida se transformó en erguida y pudo mantener los ojos abiertos para mirar de frente a los demás, parecía como si la red que le oprimía se hubiese roto y se estuviera liberando poco a poco igual que la mariposa cuando culmina su metamorfosis, se desprende del capullo y comienza a desplegar sus alas. Me alegraba verle así, ya que era mi compañero durante las guardias y estas horas que pasábamos juntos, antes resultaban tediosas y ahora eran bastante más amenas.


No sé qué hubiese sido mejor, si lo invisible de antes o lo extremadamente visible que parece ahora, y es que todo en la vida tiene un precio, pobre Francisco, las dos cervecitas se convirtieron en seis tres veces al día y luego le añadió la copa de coñac matutina, el cubata en la sobremesa y las botellas apiladas en el cajón de la taquilla. Cuando acabamos el servicio, lo acomodo en el autobús que lo lleva a casa y ruego para que el próximo día no venga, que se ponga enfermo o que lo parezca, me da igual, pero la vida de mucha gente depende de nosotros y creo que por desgracia, voy a tener que elegir.

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