Son casi las nueve de la mañana, acabamos de desayunar, y nos
disponemos a disfrutar de un nuevo día de las
vacaciones estivales, estamos en Trevélez en las Alpujarras granadinas, aproximadamente a unos 1.500 metros de
altitud, situado en la falda sur del Mulhacén, por donde se desparraman hacia
el barranco del rio del mismo nombre, Trevélez, sus escalonadas casas blancas,
como si de un resistente nevero de las últimas nevadas se tratase. Dicen que
debe su nombre a tres hermanos, los Vélez (tres- vélez) que en el tiempo se
asentaron allá pero en distintos lugares originando la creación de tres
barrios, Barrio Bajo, Barrio Medio y Barrio Alto, conformando en su conjunto
Trevélez y una orografía complicada pues de los limites de uno y otro barrio
hay aproximadamente un desnivel de 300 metros. Desde la terraza de la casa
observamos inmenso el barranco, de frente al fondo, con la que parece chocar, la sierra de la Contraviesa que separa las
Alpujarras de la costa mediterránea, una vista que invita a perderse en la
misma. Pese a que el día es pleno y claro el pueblo se mantiene a la sombra del
Piedra Ventana de unos 2.200 metros de altitud ya que el sol aún no ha cogido
altura suficiente para llenar de luz el blanco encalado de sus casas, esta
circunstancia junto a que por el oeste está el Chorrillo o Mirador de Trevélez
de algo más de 2.900 metros de altitud hace que Trevélez disfrute de pocas
horas de sol al día.
Bien, aviamos la mochila con fruta y algunos dátiles, agua y por
supuesto la indispensable cámara fotográfica, salimos de casa para disfrutar
del paseo e iniciamos éste por la calle Cuesta, hacia arriba, a pocos metros
nos cruza la calle Pereza, con este nombre y el esfuerzo de los primeros pasos
subiendo casi nos mina la moral, pero no, estamos decididos, continuamos a la
derecha y seguimos subiendo, antes hemos visto como regaban en unos balcones
repletos de macetas en flor, geranios, rosas, hortensias o unas especies de
campanitas colgantes que llaman “sarcillos de la reina” y entre tanta maceta un
azulejo de San Antonio, patrón de la localidad, llegamos a la calle Cárcel, que
nos llevará a la salida del pueblo por la Cañada Real, al final de la calle
bajo un soportal una antigua fuente con un chorro continuo y cristalino que
invita a beber e inmediatamente un buen nogal que marca el inicio del camino,
nogales y castaños junto a una especie silvestre de aromático poleo y zarzas,
nos acompañaran durante el primer tramo que discurre entre pequeños huertos
familiares, donde predominan árboles frutales como el cerezo, manzano, peral o
melocotón junto a calabazas, calabacines, pimientos, tomates, judías (las
habichuelas de siempre) y algo que va a menos en su cultivo, la frambuesa,
todos estos huertos que se encuentran abancados son regados por acequias,
sistema de regadío de origen árabe, continuamos andando hasta coincidir más arriba
con el rio, al llegar a este punto observamos al otro lado del rio las ruinas
del viejo molino Altero que en tiempos pasado molió trigo, son varios los
molinos que como este acompañaban al rio en su cauce hasta la desembocadura en
el Guadalfeo. Seguimos con una pequeña subida por la cañada, en la que aún
quedan vestigio de lo que se dice fue parte de una calzada romana, bien
continuamos por ésta rio arriba acompañados del rumor que las aguas producen al
deslizarse entre las rocas, y que no dejaremos de percibir aunque en algunos
momentos desde el camino se pierda de vista el rio, bien al tener que coger
altura, bien al quedar oculto tras esas crecidas vegetales denominadas bosques
de galerías que se forman sobre los cauces de los ríos, álamos, alisos, mimbres,
así como plantas enredaderas, helechos o zarzas, al tiempo que la vegetación
del camino ha ido cambiando y surgen en
el paisaje pequeñas encinas que son autóctonas del terreno y matorral como el “rascavieja”, también los
pequeños huertos han dado paso a cortijillos o refugios de uso para los
pastores en el cuidado de los animales, es decir el paisaje ha ido modificando
su fisonomía haciéndose cada vez más abrupto pues en nuestro caminar hemos ido
cogiendo altura.
Llegamos al
punto que los lugareños denominan “la presa”, pues desde ahí desvían agua para
la Acequia Nueva que surtirá de agua a Trevélez, el rio llega a éste punto
encañonado y sus aguas un poco bravas para pasar bajo un pequeño puente que nos
permitiría (si así lo consideráramos) continuar el camino por la otra orilla
del rio, una pequeña arboleda hace del lugar un remanso de tranquilidad y donde
el único sonido es el que produce de forma acompasada el agua a su paso. Aquí
hemos repuesto un poquitín de energía, comiendo fruta y refrescándonos en el
agua, con la cámara repleta de fotos, paisajes, plantas, insectos (como
mariposas, libélulas o abejas recolectando el polen), y algún que otro reptil
como un solitario y escurridizo lagarto, nos proponemos desandar el camino,
buscando otra perspectiva a todo lo que hemos visto en la ida y en el que es
habitual cruzarse o coincidir en el mismo con algún vecino, que con su montura
(único medio si no quieres hacerlo a pie) y otra de carga va o viene del
cuidado de su huerto o ganado, en esta llegamos de nuevo a donde lo iniciamos y
es cuando realmente disfrutamos de la sombra del buen nogal que hablamos al
principio y poco después de la fuente de agua fresca donde sumergimos la cabeza bajo el chorro y saciamos, esta vez
sí, la sed del camino. Pensando que después del pequeño esfuerzo no nos quedará
ningún remordimiento de dar cuenta en el almuerzo de unas buenas migas de
sémolas o un buen plato alpujarreño. Este tipo de recompensa gastronómica
siempre es un buen final y estimulo para querer repetirlo.
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