El sol caía a plomo confirmando con los últimos rayos su muerte anunciada. A lo lejos se distinguía, a pesar de la hora, el bullicio del puerto. Desde la orilla, en el viejo paseo marítimo, un hombre parecía observar el paso de los cargueros grises que iban y venían por la bahía de Glaveston. Arropado en un abrigo largo con el cuello subido, John Caroll miraba displicente hacia el horizonte sin prestar atención al fenómeno natural ni a las olas que rompían mansamente contra el espigón.
Un cigarrillo humeaba entre los dedos de una de sus manos, que enrojecía por el frío de aquella tarde de febrero. Estaba tan sumido en sus pensamientos, que aunque le hubiera estallado una bomba a cinco metros no se habría sobresaltado. Con gesto mecánico, acercó lentamente el cigarrillo a los labios y aspiró profundamente hasta sentir sus pulmones plenos de humo. Su rostro, envejecido en pocas horas, mostraba el rictus hierático e indefinible de una estatua.
Sin duda habían sido dos semanas para borrarlas del calendario. Andrea había roto definitivamente con él y, a pesar de lo que eso suponía, no era en estos momentos el peor de sus problemas: había matado a un hombre pocas horas antes.
Intentó recordar cómo había escapado del garito donde ocurrió, pero no había nada en su memoria desde que sonó el disparo hasta que se encontró sentado contemplando la bahía. Sin ningún esfuerzo recordó la partida de cartas, las muchas copas bebidas, sus manos que ocultaron la escalera de color que iba a cambiar su fortuna; los más de mil dólares sobre el tapete verde y la cara de aquel tipo que se desencajaba por momentos mientras arrojaba sus cartas sobre la mesa llamándole tramposo. Después la discusión y al jugador que sacó una pistola de la sobaquera. Se vio abalanzándose sobre él para defenderse de lo que sabía una muerte segura. Oyó el estruendo y el grito de dolor de su oponente al mismo tiempo que percibió un profundo y picante olor a pólvora. Recordó claramente al tahúr cayendo a plomo contra el suelo con la cara destrozada y, como en un flash, el espesor de la sangre que manaba alrededor de la cabeza inerte y se extendía pesadamente a su alrededor.
Al recordar la sangre no pudo reprimir que un escalofrío le subiera por la espalda. Notó que se le ponían los vellos de punta y que en la boca se le agolpaba un sabor metálico y amargo.
Le resultaba inexplicable que desde ese momento no tuviera ningún recuerdo. Su mente se la había jugado quedándose en blanco; supuso que el deseo de escapar le había llevado a recalar en aquel paseo abandonado adonde su padre le llevaba a pescar y que desde hacía años no visitaba nadie.
John se asombró de no tener remordimientos. Se justificó afirmando que aquel tipo lo merecía, era un fanfarrón que no sabía perder y, además, había intentado matarle. Creyó que todo había sido un encadenamiento de circunstancias imprevisibles y de mala suerte.
Algo más calmado, se propuso considerar lo que debía hacer para salvar el pellejo. Analizó las probabilidades de que la policía diera con él. Concluyó que si le encontraban tenía a su favor que había sido en defensa propia. De todas formas sería muy complicado que alguien le reconociera ya que nunca antes había estado en aquel garito de la calle Pinemont. Cuando entró, solo tenía intención de tomar una copa más, - lo de la partida surgió más tarde cuando aquellos tipos pensaron que era un pardillo a quien se podía desplumar-.
No tenía antecedentes ni nada pendiente con la justicia – al menos no lo tenía hasta hacía unas horas-, y aunque sus huellas estuvieran en la pistola no constarían en ningún archivo. Era cierto que hubo cinco testigos, sin embargo no daban la impresión de ser de los que van con cuentos a la policía sino mas bien de los que huyen de ella. Se sintió aliviado al entender que aquellas consideraciones le daban un respiro y algo de tiempo. También supuso que, en el mejor de los casos, era posible que el muerto terminara en cualquier esquina o en un contenedor de basuras para evitar complicaciones al local.
Tras esas reflexiones, dio por sentado que lo más inteligente sería marcharse por un tiempo indefinido a la otra punta del país.
Se acordó de su hermano Robert, de Nevada; tal vez era hora de hacerle una visita. Como Robert no era precisamente memo, le sorprendería aquella visita. Cuando preguntara por el motivo, que lo haría, porque no era normal que se presentara allí por las buenas, y menos cuando la relación fraternal que mantenían no pasaba de una llamada de compromiso en el día de Acción de Gracias, se inventaría que venía sufriendo un lamentable estado depresivo por su reciente separación. Eso supuso que sería suficiente para que le recibiera, si no con entusiasmo, al menos con cierta comprensión.
Sonrió al pensar que la depresión era la coartada perfecta. Al fin y al cabo para algo le iba a servir el motivo de sus desgracias.
Tiró la colilla que dormía en su mano. Miró al cielo, donde comenzaban a vislumbrarse algunas estrellas. El viento trajo el rugir de los motores de un avión que despegaba del aeropuerto próximo. Lo siguió en la oscuridad que ya se había apoderado de aquella parte del mundo.
- ¿ Que más puede pasar?, se preguntó.
Decidido a llevar a cabo los planes que había trazado, se incorporó del banco, cubrió su cabeza con un gorro y se alisó las arrugas del pantalón. Al hacerlo notó que algo le pesaba en el bolsillo del abrigo, introdujo la mano y sintió abrumado el frío metálico del cañón de la pistola y, junto a ella, lo que le pareció un fajo de billetes. Se alegró de ambos hallazgos. El dinero le daba la posibilidad de acelerar sus planes. Respecto al arma, decidió que, tras borrar sus huellas, la tiraría a la ría para hacer desaparecer la única prueba que podría incriminarle. Después se marcharía a pie hasta el aeropuerto para intentar coger el primer vuelo al desierto de Nevada.
Asió la pistola con energía dispuesto a arrojarla lo más lejos posible cuando una potente luz blanca le cegó. Ocultando los ojos con la mano comprobó que un coche de policía, a menos de cuarenta pasos, dirigía su foco exterior hacia él. Se quedó quieto con la esperanza de que no lo hubiera visto. No entendía cómo no lo había oído llegar. Recordó el avión y lo maldijo.
-Eh amigo, ¿ qué hace ahí?, oyó decir al policía.
Pasaron algunos segundos sin que hubiera respuesta. John seguía absolutamente quieto pensando qué hacer. Entonces el policía sacó la pistola de su cinto y ordenó:
- Dese la vuelta, levante las manos sobre la cabeza y camine lentamente hacia el coche. No haga tonterías. Le estoy apuntando- apostilló-.
John comprendió que iba en serio y que aquel tipo tendría tanto miedo que lo haría de gatillo fácil. Levantó las manos con lentitud, disimuló la pistola lo suficiente para que no se notara que la estaba ocultando tras la cabeza. Caminó despacio con todos los músculos de su cuerpo tensados dispuesto a no dejarse atrapar. Pensó que, efectivamente, había días en los que más valdría no despertarse.
Al cabo de unos segundos, sonó un estampido seco y rotundo que nadie oyó.
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