Me preguntas qué me da miedo y por qué. No me sorprende que des por sentado que todos tenemos y hemos tenido miedos. Digo miedos con intención, y lo escribo en plural porque hay muchos y muy diferentes miedos; incluso tiempos de miedo. Hay miedos sencillos como el recelo y otros que suben de nivel como el temor, algunos enfermizos como las fobias y otros que te anulan como el espanto o el terror.
Volviendo a la pregunta, la respuesta, como no podría ser de otra forma, es clara y simple: sí, he tenido miedo, miedos varios; unos matizables y otros irracionales, temporales y distintos. Los tuve, los tengo y los tendré, porque el miedo es como la palabra, parte de la condición humana. Los miedos son una segunda piel con la que nos protegemos, nos defendemos, nos engañamos y nos engañan.
Pero hablemos de mis miedos. Haciendo memoria, el primer miedo real que me viene al pensamiento fue el que viví con poco más de cuatro años y que ahora paso a relatar.
Corría el año mil novecientos cincuenta y pocos, quiero suponer que era invierno porque hacía frío e iba bien abrigado. Cierro los ojos y aún hoy me veo caminando por la calle de un pueblo del Aljarafe sevillano donde por entonces mis padres tenían fijada su residencia. En la mano, un trozo de pan y en la otra algo para acompañarlo. De ese algo no quedó retenido en el recuerdo ni olor ni sabor ni color, pero para bien del relato voy a suponer que era un trozo de chocolate de algarroba; de algarroba, sí, porque el de cacao era cosa de posibles y los de mi familia no daban para lujos.
Bueno será aclarar que esos años eran años de hambre y aunque no tuvieran como hoy la reseña de la cacareada crisis, la necesidad estaba impregnada en la piel de la mayoría de las personas de manera dolorosa y generalizada. El hambre de ese periodo de la historia de España se llamó “Silencio” y sus apellidos fueron rotundos, duros y terribles: posguerra, racionamiento y miseria.
Volviendo al relato; caminaba por la calle empedrada hacia la casa de Paquito, un amigo de mis mismas entendederas y edad. Paquito vivía al final de mi calle en una casa pequeña pegada a la iglesia, justamente pasada la escalinata por la que se accedía al templo. Iba tan campante y contento, dispuesto a montar en compañía sobre un caballo imaginario con cuerpo de escoba y crines de palma o a arrastrar, cargada de cachivaches, alguna caja de cartón que en nuestra imaginación se transformaba en un camión de carga que se movía de una ciudad a otra en el pequeño mundo del corral. Al volver la escalinata me perdí de la vista de mi madre que, como siempre, vigilaba intranquila mis pasos.
Justo al girar la cara observé cuatro perros echados en los peldaños de la escalinata y ocultos de la vista de quien no los tuviera delante. Nada más verme se alzaron sobre sus patas enseñando unos colmillos tan amarillos y terribles como la ausencia de carne de sus cuerpos.
Quedé petrificado ante la visión inesperada. Tieso como un palo, no tuve tiempo ni valor para gritar o salir corriendo antes de que uno de ellos se arrojara hacia mi mano y de un certero mordisco desprendiera de ella el trozo de pan. Casi al mismo tiempo sentí como unos dientes se aferraban a una de mis piernas hasta conseguir tirarme al suelo. Los otros dos perros me rodearon amenazantes dando vueltas a mi alrededor ladrando y gruñendo. Por instinto me tapé la cara y me encogí mientras apretaba en la mano el trozo de chocolate como si fuera un tesoro o una tabla de salvación.
No hay dudas de que el amor materno además de intuición tiene alas, porque pasados pocos segundos y antes de que fuera a mayores la agresión, volaron casi al mismo tiempo unas zapatillas de estar por casa, alguna piedra y los chillidos desaforados que solo una madre sabe dar cuando ve a su hijo en peligro. Alertados, algunos vecinos salieron a las puertas, entre ellos estaba el padre de Paquito, el señor Joaquín, quien al ver lo que pasaba cogió su bastón y se dirigió a los perros sin dudar. Estos, al ver el gesto amenazante del hombre palo en alto y los gritos de mi madre -que se acercaba a todo correr-, emprendieron una veloz huida. Un instante después, mi madre me aferró entre sus brazos con la cara descompuesta, al tiempo que buscaba en mi cuerpo posibles heridas y me mojaba la cara con besos y lágrimas entre gritos de !Mi niño!, !Mi niño!
La calle se llenó de gente como si de un día de fiesta se tratara; las vecinas, al ver pasar a mi madre descalza llevándome en brazos, preguntaban qué había pasado. El señor Joaquín con buen tino, se erigió en portavoz y dio las explicaciones oportunas con su correspondiente dosis de exageración.
Hasta que no estuve sentado en el poyete de la cocina no lloré. Creo que ni respiré en todo ese tiempo. Con los ojos abiertos sin un parpadeo y el corazón dando saltos como rabo de lagartija estuve un buen rato mirando al vacío. En el instante en que mi madre, un poco más calmada, comenzó a desvestirme para comprobar si los colmillos habían traspasado el pijama, el pantalón y los calcetines que cubrían la pierna por donde me arrastraron, me derrumbé como una torre de naipes desatándose en mis ojos una tormenta de llanto. Fue un llanto silencioso y profundo, sin voces ni hipidos, algo parecido a un volcán que se derrama sin estruendos.
El torbellino de lágrimas no se debió al dolor, porque como se pudo constatar, entre el grosor de las telas y la falta de fuerzas del escuálido perro que me mordió, no habían hecho mella en mi piel infantil. Tan solo en una mano había un rasguño que apenas dejó huellas, salvo unas pocas gotas de sangre que se difuminaron ante la riada de alcohol y el algodón impoluto que usó para desinfectarlo.
La reacción tardía que me llevó a llorar de tal forma fue algo irrefrenable e instintivo que sirvió para echar fuera toda la presión vivida y arrastrarla en la cascada de lágrimas que corrió desde los ojos al suelo.
Cuando se me acabaron las lágrimas miré la mano herida y al comprobar que aún guardaba en ella “el trozo de chocolate”, lo acerqué a la boca y lo mordí, quizás triunfante.
Seguramente lo invento porque no lo recuerdo, pero quiero creer que tras la cura, el abrazo materno me consoló aquella noche hasta el sueño... que no al olvido.
Los miedos que quedaron impresos en mi mente infantil por lo acaecido fueron otro cantar. Confieso que durante muchos años no he podido evitar cambiar de acera cuando se acercaba cualquier perro, sin que importara tamaño o clase. Ahora, que convivo a tiempo parcial con tres de ellos, uno de los cuales responde al nombre de Buda - cruce de presa canario y mastín y con algo más de cincuenta kilos-, he logrado en gran parte retirar de mi ese penar y racionalizar la fobia que me produjo el suceso. También con el paso de los años se han ido alejando de mis sueños las pesadillas que sufrí durante bastante tiempo.
Ese fue mi primer miedo, después llegaron otros. No demasiados. Los justos para estar aquí habiéndolos en parte superado y ser capaz de contarlo.
Me gustaría finalizar diciendo pomposamente que si bien no soy un ejemplo de miedos extraños, sí lo he sido de emblemática valentía. Pero a fuerza de ser sincero, debo reconocer que salvo dominar los temores que me tocaron y sobreponerme a las adversidades, tampoco. Mas no todo iba a ser negativo, porque para sorpresa de los incrédulos, aún guardo en lo más íntimo de mi ser una secreta esperanza. Me ronda desde los años mozos y nació al leer una nota que figuraba en mi cartilla militar donde, refiriéndose a esa virtud, algún experimentado militar había escrito: El valor...se le supone.
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