En esa edad en la que aún no eres adulto, pero los
juegos de niños ya no te divierten, en la que tus amigas son las personas más
interesantes y tus padres dejan de ser sabios y empiezan a no entenderte. En
esa etapa de tu vida en que tu familia pasa a ser tu pandilla, donde las discusiones en casa van en aumento, en
esa edad, un lunes por la tarde en medio de una discusión, solté la frase que últimamente siempre tenía en la
punta de la lengua, pero siempre se quedaba ahí.
-
¡Déjame en
paz de una vez, tú no eres mi madre!
Todo el torbellino de miedo, dudas, confusión, incertidumbre,
preguntas, respuestas que habían estado revoloteando en mi cabeza y mi corazón desde
hacía tiempo, salieron con la misma
intensidad que un volcán, arrastrando
todo a su paso, no había vuelta atrás. Yo sabía algo, pero necesitaba saber más.
Con cuatro años yo tenía una mamá, la mujer de la foto
de mi mesilla, una mamá que me hablaba, me cantaba, me daba besos, abrazos, que
disponía del tiempo y lo compartía conmigo: la hora de ir a la guardería, la de comer, la hora de la siesta, la de la
merienda, la hora del parque, la hora del baño, la hora de dormir. Yo siempre
sabía lo que iba a pasar porque mi mamá tenía todas las horas guardadas y las
tenía ordenadas. Un día se tuvo que ir,
pero me prometió que volvería en dos días y me traería una sorpresa. Pasaron los
días y mamá no volvió y empecé a ir de una casa a otra, con los abuelos, con mi
tía, con otros tíos y los primos. Ninguno de
ellos ordenaba las horas, yo nunca
sabía qué comería, dónde dormiría la siesta, a qué parque iría, de quién eran
los juguetes, cuándo volvería a mi casa, dónde estaba mi mamá. Estaba cansada
de estar siempre por ahí y quería irme a
mi casa con mi mamá ya.
Un tarde mi papá me dijo que volvíamos a casa, pero
no volvimos los tres, sino que a mi casa llegó una madre que se llamaba igual
que la mía, con una niña de tres años
muy callada y asustada y un bebé. Ni mi papá, ni esa otra madre tenían las horas ordenadas, aunque la mayoría de noches dormía en mi casa,
las horas no tenían orden, el ir y venir siguió durante mucho tiempo. Me cambiaron
muchos hábitos que yo había aprendido, podía comer un montón de chuches antes
de la comida, me dejaban la ropa sucia,
no me la cambiaban como hacía mi mamá siempre que me manchaba. Mis juguetes y mi dormitorio ya no eran míos,
ahora eran también de esa otra niña. Compartíamos la ropa aunque la suya me
estuviera pequeña. Me reñían porque era la mayor y tenía que ser responsable de
los otros dos. Yo solo preguntaba por mi
mamá y la única respuesta que me daban es
que se había ido a cuidar a otros niños. Yo lloraba, me sentía muy sola
en mi propia casa y entre tanta personas,
de mi mamá solo quedaba una foto
en la mesilla que antes no estaba.
El abandono impregnando mi piel, la incomprensión, la
incertidumbre de no saber a ciencia cierta que había ocurrido, los silencios, las
conversaciones susurradas se fueron anquilosando en las paredes del mi alma y
mi corazón y los días pasaron
acostumbrándome a vivir con todo ello. Pero aquella tarde, todos los sentimientos salieron de golpe y no pude guardarlos. Necesitaba
apaciguarlos.
Necesitaba saber aquello que se me escapaba, pero lo
único que sabía es quién no me lo iba a
decir, en mi padre no podía hallar lo que necesitaba, tendría que buscar fuera,
pero a quién. Así pues, hice una lista
de personas a las que les cambió la vida cuando mi mamá desapareció, fue una
lista muy corta. Mis abuelos maternos ya no me servían, el abuelo había muerto y a la abuela se le había muerto la memoria. Evidentemente la familia de mi padre tampoco servía,
siempre habían sido una piña y no iban a romper su piña por mí.
Al día siguiente, como cada martes la niña asustada, que se convirtió un día en mi medio-hermana, estaría con su padre. Le pedí si podía ir con
ella, tenía que intentar hablar con su
padre, a fin de cuentas siempre había
estado invisiblemente presente en nuestras vidas, y además no era de la familia.
En la conversación con él, pude entrever
que un día él también se quedó esperando a su mujer y a su hija en casa. Estuvimos
charlando de forma adulta, lo cual
agradecí aunque yo solo era un proyecto de adulto. Yo preguntaba y él
contestaba, mi medio-hermana también comenzó a preguntar. De pronto la
respuesta que me dio a una pregunta insignificante, me permitió dar con la clave de lo que yo desconocía. El tiempo
que pasó desde que mi madre se fue, hasta
esa otra madre, que no era la mía, entró en mi casa para quedarse. Lo que yo
recordaba como una eternidad, solo
habían sido tres meses. Aunque con los años me contaron poco a poco lo que había ocurrido. Ese martes, descubrí que el destino le hizo un favor inesperado
al cabrón de mi padre: mi madre había muerto después de dar a luz al bebé, mi
padre aprovechó y sacó a luz su
mentira.
Los
sentimientos hacia mi padre cambiaron de dirección en muy poco tiempo, el
cariño se convirtió en un rencor intenso, pues me había despojado de todas los
recuerdos de mi madre, me había engañado, la había engañado a ella, me había obligado a vivir su
engaño y con toda la desfachatez del
mundo le había regalado a otra, todo. Sentía odio a esa otra madre que se había
quedado con mi sorpresa, el bebé, haciendo suyo
a mi hermano cuando realmente no era de ella. Odio hacia esa que se
había apropiado de la vida de mi madre, de su casa, de su marido, de sus hijos,
despojando a su propia hija de su vida, de su casa y de su padre.
Y
sobre todo sentía rabia y pena, porque los abuelos habían perdido a su hija, mi
hermano y yo a nuestra madre, pero la que había perdido todo, incluso el tiempo,
fue mi mamá.
(Todavía hoy me pregunto qué duele más, destaparr la
verdad o la mentira)
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