lunes, 22 de octubre de 2012

Un favor inesperado, por María del Mar Quesada.


En esa edad en la que aún no eres adulto, pero los juegos de niños ya no te divierten, en la que tus amigas son las personas más interesantes y tus padres dejan de ser sabios y empiezan a no entenderte. En esa etapa de tu vida en que tu familia pasa a ser tu pandilla,  donde las discusiones en casa van en aumento, en esa edad, un lunes por la tarde en medio de una discusión, solté  la frase que últimamente siempre tenía en la punta de la lengua, pero siempre se quedaba ahí.

-          ¡Déjame en paz de una vez, tú no eres mi madre!

Todo el torbellino de miedo, dudas, confusión, incertidumbre, preguntas, respuestas que habían estado  revoloteando en mi cabeza y mi corazón desde hacía tiempo, salieron  con la misma intensidad que un  volcán, arrastrando todo a su paso, no había vuelta atrás. Yo sabía algo, pero necesitaba saber más.

Con cuatro años yo tenía una mamá, la mujer de la foto de mi mesilla, una mamá que me hablaba,  me cantaba, me daba besos, abrazos, que disponía del tiempo y lo compartía conmigo: la hora de ir a la guardería,  la de comer, la hora de la siesta, la de la merienda, la hora del parque, la hora del baño, la hora de dormir. Yo siempre sabía lo que iba a pasar porque mi mamá tenía todas las horas guardadas y las tenía ordenadas. Un día  se tuvo que ir, pero me prometió que volvería en dos días y me traería una sorpresa. Pasaron los días y mamá no volvió y empecé a ir de una casa a otra, con los abuelos, con mi tía, con otros tíos y los primos. Ninguno de  ellos ordenaba  las horas, yo nunca sabía qué comería, dónde dormiría la siesta, a qué parque iría, de quién eran los juguetes, cuándo volvería a mi casa, dónde estaba mi mamá. Estaba cansada de estar siempre por ahí  y quería irme a mi casa con mi mamá ya.



Un tarde mi papá me dijo que volvíamos a casa, pero no volvimos los tres, sino que a mi casa llegó una madre que se llamaba igual que la mía,  con una niña de tres años muy callada y asustada y un bebé. Ni mi papá, ni esa otra madre tenían  las horas ordenadas,  aunque la mayoría de noches dormía en mi casa,  las horas no tenían orden, el  ir y venir siguió durante mucho tiempo. Me cambiaron muchos hábitos que yo había aprendido, podía comer un montón de chuches antes de la comida, me dejaban  la ropa sucia, no me la cambiaban como hacía mi mamá siempre que me manchaba. Mis  juguetes y mi dormitorio ya no eran míos, ahora eran también de esa otra niña. Compartíamos la ropa aunque la suya me estuviera pequeña. Me reñían porque era la mayor y tenía que ser responsable de los otros dos. Yo solo preguntaba  por mi mamá y la única respuesta que me daban es  que se había ido a cuidar a otros niños. Yo lloraba, me sentía muy sola en mi propia casa y entre tanta personas,  de mi mamá solo quedaba  una foto en la mesilla que antes no estaba.

 El abandono impregnando mi piel, la incomprensión, la incertidumbre de no saber a ciencia cierta que había ocurrido, los silencios, las conversaciones susurradas se fueron anquilosando en las paredes del mi alma y mi corazón  y los días pasaron acostumbrándome a vivir con todo ello. Pero aquella tarde,  todos los sentimientos  salieron de golpe y no pude guardarlos. Necesitaba apaciguarlos.

Necesitaba saber aquello que se me escapaba, pero lo único que sabía es  quién no me lo iba a decir, en mi padre no podía hallar lo que necesitaba, tendría que buscar fuera, pero  a quién. Así pues, hice una lista de personas a las que les cambió la vida cuando mi mamá desapareció, fue una lista muy corta. Mis abuelos maternos ya no me servían,  el abuelo había muerto y  a la abuela se le había muerto la memoria.  Evidentemente la familia de mi padre tampoco servía, siempre habían sido una piña y no iban a romper su piña por mí.

Al día siguiente,  como cada martes la niña asustada, que se  convirtió un día  en mi medio-hermana,  estaría con su padre. Le pedí si podía ir con ella, tenía que intentar  hablar con su padre,  a fin de cuentas siempre había estado invisiblemente presente en nuestras vidas, y además no era de la familia. En la conversación con  él, pude entrever que un día él también se quedó esperando a su mujer y a su hija en casa. Estuvimos charlando  de forma adulta, lo cual agradecí aunque yo solo era un proyecto de adulto. Yo preguntaba y él contestaba, mi medio-hermana también comenzó a preguntar. De pronto la respuesta que me dio a una pregunta insignificante, me permitió dar con  la clave de lo que yo desconocía. El tiempo que pasó desde que  mi madre se fue, hasta esa otra madre, que no era la mía, entró en mi casa para quedarse. Lo que yo recordaba como  una eternidad, solo habían sido tres meses. Aunque con los años  me  contaron poco a poco  lo que había ocurrido.  Ese martes,  descubrí que el destino le hizo un favor inesperado al cabrón de mi padre: mi madre había muerto después de dar a luz al bebé, mi padre aprovechó y sacó  a  luz  su mentira.

        Los sentimientos hacia mi padre cambiaron de dirección en muy poco tiempo, el cariño se convirtió en un rencor intenso, pues me había despojado de todas los recuerdos de mi madre, me había engañado, la había  engañado a ella, me había obligado a vivir su engaño y  con toda la desfachatez del mundo le había regalado a otra, todo. Sentía odio a esa otra madre que se había quedado con mi sorpresa, el bebé, haciendo suyo  a mi hermano cuando realmente no era de ella. Odio hacia esa que se había apropiado de la vida de mi madre, de su casa, de su marido, de sus hijos, despojando a su propia hija de su vida, de su casa y de su padre.

          Y sobre todo sentía rabia y pena, porque los abuelos habían perdido a su hija, mi hermano y yo a nuestra madre, pero la que había perdido todo, incluso el tiempo, fue mi mamá.       
(Todavía hoy me pregunto qué duele más, destaparr la verdad o  la mentira)

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