- ¿
Quien es ella?, respondió con cara pocos amigos el Choto.
-
Bien sabes tu a quien me refiero, contestó Pelusa con guasa.
-
Claro que lo se, pero paso de como se lo haya tomado. Aquí estoy como quedamos.
¿Qué más quieres?, espetó el Choto llenándose de malos humos.
- Si
yo querer no quiero nada, - siguió el Pelusa con ánimo de incordiar- sólo lo
preguntaba porque me ha extrañado que
estés esta noche aquí siendo sábado y sabiendo lo enganchado que estás con la
Magra.
- !No
la llames Magra!, joder.
-
Choto, es que si la llamo María de Gracia con lo “malaje” que es me da la risa
tonta, dijo el Pelusa mientras se doblaba como un muñeco de trapo haciendo como
si se desternillara de risa.
-
Déjalo ya que me estás cabreando, soltó el Choto cogiéndolo por la pechera
mientras lo amenazaba con el puño.
-! Ya
esta bien!, ordenó el Rubio antes de que la cosa pasara a mayores.
-
Vale, respondieron los dos casi al unísono.
- A
este mamón sólo le gusta cabrearme, - apuntó el Choto soltándole la camiseta-
cualquier día le rompo los dientes.
- He
dicho que se acabó la discusión, insistió el Rubio.
-
Pelusa, eres una mosca cojonera, ¿quieres dejarlo tranquilo de una puñetera vez
y estar en lo que estamos?, concluyó el Rubio dando por termina la cuestión.
Tras esas palabras se produzco un
silencio tenso que poco a poco se fue diluyendo como pasaba siempre en ese
grupo de amigos. Durante unos minutos sólo se oyeron las pisadas por la vereda de tierra que les
iba alejando del pueblo. Ninguno de los cuatro pasaba de los catorce años, de
ellos Rubio era el mayor de edad y tamaño; medir casi una cuarta más le
revestía de un principio de autoridad indiscutible en caso de amago de bronca.
Rubio y Cepillo, que encabezaban la
expedición, habían seguido la conversación sin intervenir aunque sabían que iba a terminar de la manera que terminó.
Tras declararse la “entente cordiale”, Rubio se puso a la altura del Pelusa y
Cepillo hizo lo propio con Choto, para evitar nuevos rifirrafes. Aunque
entonces no eran conscientes de por qué a los tres les caía tan mal Magra, algo
en su fuero interno les decía que esa chica era el comienzo del fin de aquella
amistad que había permanecido inalterable desde que tenían cinco años.
Intentando hacer el menor ruido
posible, continuaron por el camino que conducía al eucaliptal de detrás del
cementerio. Esta noche, sin luna y sin viento que pudiera ocultar a los
pajaritos en las sombras de las hojas se iban a poner las botas, iban pensando.
Contaban con dos escopetillas de plomo y sabían, porque al caer la tarde
Cepillo había dado una vuelta con la bici, que un montón de bandadas de
gorriones habían acudido a dormir allí aquella noche de verano.
Sin embargo, pasar unas horas cerca
del cementerio en total oscuridad no era algo que les hiciera gracia a ninguno
de ellos. Aunque intentaban disimularlo haciéndose los gallitos, en realidad
todos iban tan en tensión que si un perro hubiera aparecido en mitad de la
oscuridad habrían salido disparados como almas que lleva el diablo. Y no
digamos si al sepulturero le hubiera dado por dar una vuelta aquella noche, entonces el corazón hubiera entrado en
taquicardia y ni siquiera hubieran sido capaces de correr porque se habrían
cagado de miedo. Por suerte, la linterna de petaca que encendió Choto -cuando
ni con los ojos entrecerrados eran capaz de seguir el camino y el miedo
empezaba a apoderarse de sus almas desde las tapias del cementerio-, les dio
cierta tranquilidad.
Dejaron atrás la pared del
cementerio donde Pelusa intentó hacer una gracieta que la mirada de enfado de los otros tres cortó
en seco. Se introdujeron por el laberinto de eucaliptos hasta que llegaron a la zona donde según Cepillo se
habían posado la mayoría de los gorriones. Tras asegurarse por el piar de los
pájaros y el alboroto de las ramas que el lugar era el adecuado, pusieron en
marcha los mecanismos de caza.
Bajo la luz medio sin fuerzas de la
linterna de petaca, las dos escopetas salieron de entre las ropas de Rubio y
Choto. El resto de las artes necesarias fueron surgiendo de los bolsillos: la
caja con doscientos balines de plomo, la bolsa de pan, que haría de improvisada
mochila para guardar los cuerpos de los gorriones, y las linternas con pilas
nuevas que Cepillo había cogido de su casa. Cada escopetilla recibió su
plomillo y sonó su clac al cerrarse. En las bocas de las linternas colocaron
una especie de embudo de cartón que sólo dejaba salir un rayo claro y profundo
que cumplía una doble misión: poner los gorriones a la vista y evitar que la luz se hiciera visible desde la
carretera. Aquel artilugio había sido un invento de Cepillo del que alardeaba
siempre que podía.
Con los preparativos dispuestos se dispusieron
a comenzar la matanza. Todos tenían su misión perfectamente definida: la de los
dueños de las escopetas, Rubio y Choto, acertar al mayor número de pájaros
posibles, la de Cepillo, el más pequeño y a cargo de la bolsa para guardarlos,
la de hacer de perro recogiendo las presas y la del Pelusa, estar pendiente
para avisar en el caso de que alguna luz pudiera aparecer a lo lejos. Cuando
Pelusa se aburriera intercambiaría su tarea con la de Cepillo que, como no
sabía silbar, haría como si maullara un gato. Así lo habían dispuesto de común
acuerdo la noche antes y así lo hicieron.
Conocían que cazar gorriones estaba
prohibido y, aún no sabiendo el por qué de lo que pensaban que era una estúpida
prohibición, eran conscientes de que aunque la Guardia Civil en la mayoría de
los casos hacía la vista gorda, - de hecho más de una vez habían visto a alguno
de los civiles dar buena cuenta de un buen plato de pajaritos fritos que
servían sin recato en casi todos los bares del pueblo-, habían oído que cuando estaban de mala leche
requisaban las escopetas. Lo peor era que para recuperarlas tenían que ir los
padres al cuartelillo donde los guardias les ponían las orejas coloradas.
Ninguna de ellos dudaba que cuando sus padres volvieran a casa de un par de
bofetadas no les iba a librar nadie. Por eso era mejor estar prevenidos. Esa
era la misión del Choto quien, en caso de peligro, avisaría con un silbido
corto y agudo.
Sin embargo no todo era tan rígido
como pudiera parecer, el año pasado y tras mucho insistir, Choto y Rubio, les
dejaron las escopetas para que demostraran su puntería tirándo a una lata. Dado
que la falta de tino dejó a las claras que sólo eran capaces de desperdiciar
balines, aquella noche Pelusa y Cepillo solo intercambiaron sus misiones
perrunas y de vigilancia.
Siguiendo el rayo de luz en el visor
de la escopeta aparecieron los primeros gorriones con las cabezas escondida
bajo las alas. Un pequeño “plas” y el primero cayó muerto con cierto estruendo
entre la hojarasca. A continuación hubo un revuelo en las ramas de los
eucaliptos que al cabo de unos segundos se transformó de nuevo en el silencio.
Colocar el balín, cerrar la escopeta, apuntar y disparar, se repitió tantas veces
que hubo momentos que Pelusa no daba abastos para recoger a tanto cuerpo
inerte.
Cuando sonaron a los lejos las doce
en reloj de la Iglesia, supieron que era la hora de levantar el campo. Choto
intentó resistir un rato más, pero la frase que escuchó a Cepillo le convenció
al instante: “Mi hermano dice que a las doce salen los fantasmas de sus
tumbas”.
Con el mismo sigilo que habían
entrado salieron de entre la arboleda pero esta vez alejándose lo más posible del cementerio. El
pueblo a los lejos aparecía difuminado entre las luces amarillentas de las
pocas farolas que a esa hora quedaban encendidas. Entre sonrisas y gestos
triunfantes cada vez que sopesaban el volumen de la bolsa, se fueron acercando
siguiendo el rumbo establecido. En silencio y buscando las sombras pasaron
desapercibidos a los ojos de las viejas que dormitaban sentadas en las puertas
sobre sillas de enea. Caminaban escondiendo las escopetillas entre las ropas
que cantaban a lo lejos que algo ocultaban; igual ocurría con los bultos de los
bolsillos donde guardaban las linternas. Pero lo que no era posible disimular
en aquella estampa de furtivos, era el grosor de la barriga que ha Cepillo le
había crecido envuelta con la bolsa con de pajaritos hasta tal punto que
parecía que estuviera embarazado de muchos meses.
Aquella noche fue una noche de suerte,
lograron llegar a la puerta del corral de la casa del Rubio sin que nadie les
viera, o al menos eso es lo que ellos pensaron. Éste movió con suavidad la
pequeña aldabilla metálica que la encajaba y aunque abrió la puerta con máximo
cuidado, no puedo evitar que un pequeño chirrido rasgara la noche.
– ¿Eres tu?, se oyó decir a una voz femenina desde
la ventana de la habitación que daba al corral.
– Sí, estoy aquí con mis amigos, madre. Sigue
durmiendo, respondió el Rubio bajando la voz para que su padre no se enterara.
– Cuando se vayan echa la tranca. Que no se te
olvide, le recordó su madre.
– Vale, madre, dijo el Rubio dando por concluida
la conversación.
Entraron en la habitación de
ladrillos sin enlucir que el padre de Rubio había construido con la intención de albergar a dos cerdos que
aportaran algún ingreso al pecunio mensual de la familia, exiguo como la de
todos los temporeros, pero una epidemia de peste porcina le habían quitado las
ganas. Entonces el Rubio supo que esa sería su refugio, espacio que luego hizo
extensivo al grupo.
En ese pequeño cuarto fueron
creciendo y madurando. Lo llenaron de pequeños tesoros y recuerdos y pasaron
muchas horas de su vida proyectando aventuras y construyendo sueños; se
hicieron hermanos de sangre y medio aprendieron a tocar la guitarra mal
entonando canciones protestas. También amaron y odiaron a las chicas que les
fueron gustando en cada momento, se alegraron con los triunfos de los demás y
sufrieron las derrotas propias y ajenas.
Incluso una vez en navidad montaron una fiesta con un picú y discos
Adamo para bailar lento, con coca-cola para las niñas y coñac para los más
lanzados. Lamentablemente no acudió ni una, pero ya se sabe, las chicas de
entonces eran así.
Esa noche contaron 124 gorriones,
aunque alguien dijo que al menos habían cazado 150, porque seguramente muchos
se habían perdido en la hojarasca. Cepillo no estuvo de acuerdo. Después de
desplumarlos, prepararon cuatro montones con docena y media de gorriones para
llevarlos a casa. Con el resto decidieron que el domingo los asarían en una
hoguera en el campo.
Tras quemar las plumas en una
pequeña hoguera improvisada en la calle, quedaron para el día siguiente y cada
uno encaró hacia su casa con sus trofeos a buen recaudo. En el reloj de la
torre de la Iglesia sonaron las dos; el Pelusa pensó en regalarle media docena
a María de Gracia, pero rechazó la idea con un expresivo: !anda y que le den!.
Jajaja... Genial, entrañable y evocadora la historia de estos amigos. ¿Tendrá continuación?
ResponderEliminarJosé Miguel, de tus historias no sé si destacar tu facilidad narrativa, la riqueza de tu vocabulario, la nitidez de tus entornos... Es tu estilo. Supongo que es cuestión de gustos. A mí me gusta.
Lo único que puedo echar en falta es algo mas de acción o de tensión. Algo que mantenga al lector pegado al renglón.