viernes, 26 de octubre de 2012

Una noche de verano, por José Miguel García.



 - ¿ Cómo se lo ha tomado ella ?, interpeló el Pelusa.
- ¿ Quien es ella?, respondió con cara pocos amigos el Choto.
- Bien sabes tu a quien me refiero, contestó Pelusa con guasa.
- Claro que lo se, pero paso de como se lo haya tomado. Aquí estoy como quedamos. ¿Qué más quieres?, espetó el Choto llenándose de malos humos.
- Si yo querer no quiero nada, - siguió el Pelusa con ánimo de incordiar- sólo lo preguntaba porque  me ha extrañado que estés esta noche aquí siendo sábado y sabiendo lo enganchado que estás con la Magra.
- !No la llames Magra!, joder.
- Choto, es que si la llamo María de Gracia con lo “malaje” que es me da la risa tonta, dijo el Pelusa mientras se doblaba como un muñeco de trapo haciendo como si se desternillara de risa.
- Déjalo ya que me estás cabreando, soltó el Choto cogiéndolo por la pechera mientras lo amenazaba con el puño.
-! Ya esta bien!, ordenó el Rubio antes de que la cosa pasara a mayores.
- Vale, respondieron los dos casi al unísono.
- A este mamón sólo le gusta cabrearme, - apuntó el Choto soltándole la camiseta- cualquier día le rompo los dientes.
- He dicho que se acabó la discusión, insistió el Rubio.
- Pelusa, eres una mosca cojonera, ¿quieres dejarlo tranquilo de una puñetera vez y estar en lo que estamos?, concluyó el Rubio dando por termina la cuestión.

Tras esas palabras se produzco un silencio tenso que poco a poco se fue diluyendo como pasaba siempre en ese grupo de amigos. Durante unos minutos sólo se oyeron  las pisadas por la vereda de tierra que les iba alejando del pueblo. Ninguno de los cuatro pasaba de los catorce años, de ellos Rubio era el mayor de edad y tamaño; medir casi una cuarta más le revestía de un principio de autoridad indiscutible en caso de amago de bronca.

Rubio y Cepillo, que encabezaban la expedición, habían seguido la conversación sin intervenir aunque sabían  que iba a terminar de la manera que terminó. Tras declararse la “entente cordiale”, Rubio se puso a la altura del Pelusa y Cepillo hizo lo propio con Choto, para evitar nuevos rifirrafes. Aunque entonces no eran conscientes de por qué a los tres les caía tan mal Magra, algo en su fuero interno les decía que esa chica era el comienzo del fin de aquella amistad que había permanecido inalterable desde que tenían cinco años.

Intentando hacer el menor ruido posible, continuaron por el camino que conducía al eucaliptal de detrás del cementerio. Esta noche, sin luna y sin viento que pudiera ocultar a los pajaritos en las sombras de las hojas se iban a poner las botas, iban pensando. Contaban con dos escopetillas de plomo y sabían, porque al caer la tarde Cepillo había dado una vuelta con la bici, que un montón de bandadas de gorriones habían acudido a dormir allí aquella noche de verano. 

Sin embargo, pasar unas horas cerca del cementerio en total oscuridad no era algo que les hiciera gracia a ninguno de ellos. Aunque intentaban disimularlo haciéndose los gallitos, en realidad todos iban tan en tensión que si un perro hubiera aparecido en mitad de la oscuridad habrían salido disparados como almas que lleva el diablo. Y no digamos si al sepulturero le hubiera dado por dar una vuelta aquella noche,  entonces el corazón hubiera entrado en taquicardia y ni siquiera hubieran sido capaces de correr porque se habrían cagado de miedo. Por suerte, la linterna de petaca que encendió Choto -cuando ni con los ojos entrecerrados eran capaz de seguir el camino y el miedo empezaba a apoderarse de sus almas desde las tapias del cementerio-, les dio cierta tranquilidad.

Dejaron atrás la pared del cementerio donde Pelusa intentó hacer una gracieta que  la mirada de enfado de los otros tres cortó en seco. Se introdujeron por el laberinto de eucaliptos hasta que  llegaron a la zona donde según Cepillo se habían posado la mayoría de los gorriones. Tras asegurarse por el piar de los pájaros y el alboroto de las ramas que el lugar era el adecuado, pusieron en marcha los mecanismos de caza.

Bajo la luz medio sin fuerzas de la linterna de petaca, las dos escopetas salieron de entre las ropas de Rubio y Choto. El resto de las artes necesarias fueron surgiendo de los bolsillos: la caja con doscientos balines de plomo, la bolsa de pan, que haría de improvisada mochila para guardar los cuerpos de los gorriones, y las linternas con pilas nuevas que Cepillo había cogido de su casa. Cada escopetilla recibió su plomillo y sonó su clac al cerrarse. En las bocas de las linternas colocaron una especie de embudo de cartón que sólo dejaba salir un rayo claro y profundo que cumplía una doble misión: poner los gorriones a la vista y  evitar que la luz se hiciera visible desde la carretera. Aquel artilugio había sido un invento de Cepillo del que alardeaba siempre que podía.

Con los preparativos dispuestos se dispusieron a comenzar la matanza. Todos tenían su misión perfectamente definida: la de los dueños de las escopetas, Rubio y Choto, acertar al mayor número de pájaros posibles, la de Cepillo, el más pequeño y a cargo de la bolsa para guardarlos, la de hacer de perro recogiendo las presas y la del Pelusa, estar pendiente para avisar en el caso de que alguna luz pudiera aparecer a lo lejos. Cuando Pelusa se aburriera intercambiaría su tarea con la de Cepillo que, como no sabía silbar, haría como si maullara un gato. Así lo habían dispuesto de común acuerdo la noche antes y así lo hicieron.

Conocían que cazar gorriones estaba prohibido y, aún no sabiendo el por qué de lo que pensaban que era una estúpida prohibición, eran conscientes de que aunque la Guardia Civil en la mayoría de los casos hacía la vista gorda, - de hecho más de una vez habían visto a alguno de los civiles dar buena cuenta de un buen plato de pajaritos fritos que servían sin recato en casi todos los bares del pueblo-,  habían oído que cuando estaban de mala leche requisaban las escopetas. Lo peor era que para recuperarlas tenían que ir los padres al cuartelillo donde los guardias les ponían las orejas coloradas. Ninguna de ellos dudaba que cuando sus padres volvieran a casa de un par de bofetadas no les iba a librar nadie. Por eso era mejor estar prevenidos. Esa era la misión del Choto quien, en caso de peligro, avisaría con un silbido corto y agudo.

Sin embargo no todo era tan rígido como pudiera parecer, el año pasado y tras mucho insistir, Choto y Rubio, les dejaron las escopetas para que demostraran su puntería tirándo a una lata. Dado que la falta de tino dejó a las claras que sólo eran capaces de desperdiciar balines, aquella noche Pelusa y Cepillo solo intercambiaron sus misiones perrunas y de vigilancia.

Siguiendo el rayo de luz en el visor de la escopeta aparecieron los primeros gorriones con las cabezas escondida bajo las alas. Un pequeño “plas” y el primero cayó muerto con cierto estruendo entre la hojarasca. A continuación hubo un revuelo en las ramas de los eucaliptos que al cabo de unos segundos se transformó de nuevo en el silencio. Colocar el balín, cerrar la escopeta, apuntar y disparar, se repitió tantas veces que hubo momentos que Pelusa no daba abastos para recoger a tanto cuerpo inerte.

Cuando sonaron a los lejos las doce en reloj de la Iglesia, supieron que era la hora de levantar el campo. Choto intentó resistir un rato más, pero la frase que escuchó a Cepillo le convenció al instante: “Mi hermano dice que a las doce salen los fantasmas de sus tumbas”.

Con el mismo sigilo que habían entrado salieron de entre la arboleda pero esta vez  alejándose lo más posible del cementerio. El pueblo a los lejos aparecía difuminado entre las luces amarillentas de las pocas farolas que a esa hora quedaban encendidas. Entre sonrisas y gestos triunfantes cada vez que sopesaban el volumen de la bolsa, se fueron acercando siguiendo el rumbo establecido. En silencio y buscando las sombras pasaron desapercibidos a los ojos de las viejas que dormitaban sentadas en las puertas sobre sillas de enea. Caminaban escondiendo las escopetillas entre las ropas que cantaban a lo lejos que algo ocultaban; igual ocurría con los bultos de los bolsillos donde guardaban las linternas. Pero lo que no era posible disimular en aquella estampa de furtivos, era el grosor de la barriga que ha Cepillo le había crecido envuelta con la bolsa con de pajaritos hasta tal punto que parecía que estuviera embarazado de muchos meses.

Aquella noche fue una noche de suerte, lograron llegar a la puerta del corral de la casa del Rubio sin que nadie les viera, o al menos eso es lo que ellos pensaron. Éste movió con suavidad la pequeña aldabilla metálica que la encajaba y aunque abrió la puerta con máximo cuidado, no puedo evitar que un pequeño chirrido rasgara la noche.

    ¿Eres tu?, se oyó decir a una voz femenina desde la ventana de la habitación que daba al corral.
    Sí, estoy aquí con mis amigos, madre. Sigue durmiendo, respondió el Rubio bajando la voz para que su padre no se enterara.
    Cuando se vayan echa la tranca. Que no se te olvide, le recordó su madre.
     Vale, madre, dijo el Rubio dando por concluida la conversación.

Entraron en la habitación de ladrillos sin enlucir que el padre de Rubio había  construido con  la intención de albergar a dos cerdos que aportaran algún ingreso al pecunio mensual de la familia, exiguo como la de todos los temporeros, pero una epidemia de peste porcina le habían quitado las ganas. Entonces el Rubio supo que esa sería su refugio, espacio que luego hizo extensivo al grupo.

En ese pequeño cuarto fueron creciendo y madurando. Lo llenaron de pequeños tesoros y recuerdos y pasaron muchas horas de su vida proyectando aventuras y construyendo sueños; se hicieron hermanos de sangre y medio aprendieron a tocar la guitarra mal entonando canciones protestas. También amaron y odiaron a las chicas que les fueron gustando en cada momento, se alegraron con los triunfos de los demás y sufrieron las derrotas propias y ajenas.  Incluso una vez en navidad montaron una fiesta con un picú y discos Adamo para bailar lento, con coca-cola para las niñas y coñac para los más lanzados. Lamentablemente no acudió ni una, pero ya se sabe, las chicas de entonces eran así.

Esa noche contaron 124 gorriones, aunque alguien dijo que al menos habían cazado 150, porque seguramente muchos se habían perdido en la hojarasca. Cepillo no estuvo de acuerdo. Después de desplumarlos, prepararon cuatro montones con docena y media de gorriones para llevarlos a casa. Con el resto decidieron que el domingo los asarían en una hoguera en el campo.

Tras quemar las plumas en una pequeña hoguera improvisada en la calle, quedaron para el día siguiente y cada uno encaró hacia su casa con sus trofeos a buen recaudo. En el reloj de la torre de la Iglesia sonaron las dos; el Pelusa pensó en regalarle media docena a María de Gracia, pero rechazó la idea con un expresivo: !anda y que le den!.

1 comentario:

  1. Jajaja... Genial, entrañable y evocadora la historia de estos amigos. ¿Tendrá continuación?

    José Miguel, de tus historias no sé si destacar tu facilidad narrativa, la riqueza de tu vocabulario, la nitidez de tus entornos... Es tu estilo. Supongo que es cuestión de gustos. A mí me gusta.

    Lo único que puedo echar en falta es algo mas de acción o de tensión. Algo que mantenga al lector pegado al renglón.

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