domingo, 21 de octubre de 2012

Historia de Navidad, por José Miguel García López.



Una máquina de escribir sonaba cantarina por los pasillos vacíos de la redacción. Roberto Galindo, cronista novato del periódico semanal El Caso, dio por concluida la redacción de la noticia menor que le habían encargado. Levantando el papel sin retirarlo de la máquina, empezó a revisarlo antes de pasarlo a la rotativa.

Comenzaba así: Madrid, 27 de diciembre de 1980. A las nueve y cinco de la mañana un mendigo muere atropellado al huir de un agente de seguridad del Banco de Santander. Se cree que... 

Satisfecho con lo leído, Roberto tiró del folio desenganchándolo de la máquina. Miró el reloj de la redacción y supo que su novia se enfadaría. En ese  instante sonó urgente el teléfono que reposaba sobre su mesa. Lo descolgó y la voz del director sonó al otro lado preguntando por el artículo.

 -Ya está terminado, ahora mismo lo envío al corrector, contestó Roberto.
-Has tenido suerte chaval, me huele que esta historia irá en portada,... pero no será hoy, dejó caer el director.
- ¿ Que es lo que ocurre con  la historia?, preguntó sorprendido Roberto.
- Ocurre que, al revisar las ropas del mendigo ha aparecido un documento notarial de últimas voluntades y algo muy importante en el forro de la chaqueta, respondió el director dejando aún más intrigado a Roberto.
 - ¿ Qué es eso tan  importante?, interpeló.
- De eso es de lo que tienes que enterarte tú. No se lo que han encontrado, pero si la mitad de Madrid está buscando a dos colegas del muerto, tiene que ser algo gordo. Así que, ve cuanto antes al depósito y habla con todos nuestros contactos a ver que sacas en claro, le ordenó.
- De acuerdo, ahora mismo me pongo en movimiento, respondió Roberto decidido.
- En cuanto sepas algo llámame, apostilló su jefe.
Roberto, tiró de abrigo, encendió un cigarrillo y marchó presuroso a buscar un taxi. Había que llegar al fondo de esa historia. Era su primer trabajo serio, si resultaba que era algo importante y lo hacía bien a partir de ahora dejaría de ser “el novato”. Pensó en Ana y torciendo la boca musitó: !Esta noche hay bronca!.  
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Para Juan la aventura de cada día era sobrevivir; en especial durante en los días de invierno en los que Madrid se convierte en un campo helado y sucio que mata inmisericorde a los olvidados. Hacía mas de diez años que subsistía pidiendo caridad sentado en su vieja maleta en la puerta de la Iglesia de San Cayetano, Barrio de Lavapiés. Colocaba entre sus manos un cartel, en el que había escrito  deliberadamente con faltas de ortografía y letra indecisa, frases que despertaran la caridad entre los transeúntes. Casi nunca fallaban dos o tres señoras que, con pieles de conejo sobre el cuello, dejaban sobre el platillo una peseta o, en el mejor de los casos, un duro.

Aunque lo habitual al terminar la jornada era gastar lo recaudado en una botella de vino- para calentarse el cuerpo y compartirla con los amigos, aquella tarde de finales de noviembre decidió, sin razón aparente, que iría a comprar un billete de lotería a Doña Manolita. 

Sacó de la maleta  la chaqueta -única herencia que le quedaba de su padre- y la bolsa de plástico donde guardaba cien duros para casos de emergencia. Cambió sus pantalones raídos por otros que, aunque no coincidían ni de lejos con el color de la chaqueta, estaban mas o menos limpios. Ir decentemente vestido te abre puertas, pensó recordando los consejos de los jesuitas.

Con la maleta en una mano y la otra en el bolsillo apretando la bolsa de monedas se dirigió a la Puerta del Sol a hacer cola en la calle del Carmen. Cuando le tocó el turno, miró con detenimiento los billetes que estaban a la vista colgados con pinzas de la ropa. Ése, dijo señalando con el dedo el número 57.455. El lotero lo miró con resignación, cortó el décimo con cuidado y esperó para entregárselo los cincuenta duros que costaba. Juan dejó en la ventanilla el importe en moneda suelta. 

Satisfecho, guardó el billete en el bolsillo interior de la chaqueta y cerró el botón. A continuación se dio la vuelta sin observar que el lotero en vez de contar la calderilla cogía un trapo y se envolvía la mano para no rozarlas.

Juan de todos los Santos, rondaba los cuarenta y cinco años, era alto y moreno y a pesar de que su rostro aparecía cubierto de una barba rala, que empezaba a canear, podía decirse que era un hombre atractivo. Su historia, una mas entre las miles de historias de los mendigos que pululaban por Madrid, era como todas: lamentable y triste. 

Aún con los ojos cerrados, esbozó una amplia sonrisa removiéndose bajo la húmeda manta en aquella noche de finales de diciembre. Pensó que  los giros que da la vida son imprevisibles; concluyó que era una verdad  incuestionable que nadie sabe como es la suerte que espera al doblar la próxima esquina. Cierto era que la mayor parte de las veces las sorpresas que aguardan son desagradables, sin embargo a él algún ángel le había reservado, a esta altura de su vida, una mayúscula y positiva que le convertiría en un hombre... nuevo. 

Aunque parecía dormido, soñaba despierto. Se dijo a si mismo que aquella había sido su última noche a la intemperie y que a partir de aquel día, ni él ni sus dos amigos pasarían  más frío bajo sábanas de cartón ni hambre disimulada con  insípidas sopas de caridad. Estaba seguro de que el día que esperaba para amanecer, sería final y principio de un nuevo Juan de todos los Santos Ramírez y Toro, natural de Fuentes del Maestre, Badajoz. Se juró que no quedaría en Madrid un restaurante de categoría, un hotel de  de cinco estrellas o una tienda de moda donde no le recibieran con actitud servil.

Por el ruido del camión de la basura supo que debían ser las seis de la mañana. Abrió un ojo como para asegurarse de que la noche aún reinaba en la calle. Levantó levemente la cabeza hasta que logró ver uno de esos aparatos que indican la hora y la temperatura: marcaba las cinco y cincuenta y cinco y unos tristes tres grados. Se alegró sobremanera: de nuevo el cinco, se dijo. 

 Debía prepararse porque  los bancos suelen abrir sus puertas a las ocho y media y él, que estaba en disposición de convertirse en un hombre rico, no quería hacerlos esperar. Se levantó con dificultad, quedando sentado sobre lo que sólo un optimista hubiera confundido con un colchón; a continuación se estiró todo lo que pudo y sus músculos lo agradecieron dejando poco a poco la contracción de una noche sin movimiento y tiritera. Ya de pié, alargó la mano y sujetó la chaqueta que, para perdiera parte las arrugas, había dejado toda la noche colgada en la reja de la ventana bajo la que dormía. Una vez puesta, golpeó  suavemente dos veces sobre el bolsillo externo hasta asegurarse de que seguía allí su tesoro.  Sacó de debajo de la manta dos folios timbrados en los que figuraba su decisión de que, en caso de algo le pasara, sus amigos de mendicidad -Chico y Genaro- serían sus herederos.  Los dobló dos veces y los guardó. Miró todo lo que eran sus posesiones dispersas por el suelo y haciendo con ellos un ovillo las acercó a un contenedor arrojándolos dentro. 

La pantalla anunció con un pitido el número de orden y la mesa a donde debía acudir el siguiente cliente que había solicitado atención personalizada. Juan de todos los Santos miró algo nervioso el suyo. Aún faltaban dos para que llegara su turno. Cuando en el reloj del Banco marcó las ocho y cincuenta y dos minutos, su número apareció . Comprobó con agrado que su aliento ya no guardaba el olor a anís que bebió como desayuno. Se levantó acercándose sin prisa a la empleada que, tras unos segundos sin levantar los ojos del ordenador, los alzó  por encima de sus gafas de concha escrutando al cliente. Se sorprendió al ver un hombre alto cuyo rostro mostraban tanta dejadez como antigüedad  anunciaba la chaqueta oscura y raída que vestía.

Buenos días señor. Siéntese por favor, dijo con un tono  mecánico y a la vez molesto.!Vaya tipo!, pensó.
Cuando Juan ocupó el cómodo asiento, remató mientras sonreía con un falso. ¿en que puedo ayudarle?
-Buenos días señora, respondió Juan con educación blandiendo una amplia sonrisa. 

A continuación y sin decir palabra la miró a los ojos mientras iba desabrochando el botón del bolsillo interior de la chaqueta. Se regocijó al pensar en la cara de sorpresa que pondría aquella mujer que le miraba expectante y con desagrado.  Introdujo la mano suavemente, como con mimo, moviéndola con lentitud en busca del billete. Sintió el tacto del papel y lo presentó exultante mirando de frente a la empleada. Ésta bajó los ojos hacia lo que le mostraba, al verlo no pudo reprimir una sonrisa burlona; le había tocado el loco del mes, se dijo.  Pensó llamar a seguridad y no complicarse la vida lo más mínimo. Bastantes problemas tenía ya.

Ante la falta de respuesta de la empleada Juan miró perplejo lo que tenía en su mano. Cuando vio el recorte de papel de revista, desde los dedos sintió su corazón acelerarse y amanecer en su  pecho una angustia pesada y nerviosa. 

Lo arrojó al suelo y volvió a buscar en el bolsillo palpando una vez y otra, sin obtener mas respuesta que el roce suave del nailon de la tela y el vacío. Se quitó la chaqueta con nerviosismo y le dio la vuelta al bolsillo. No pudo reprimir un no gutural y profundo mientras sus ojos se agrandaban como platos al comprobar que estaba roto o rajado. Recordó a Chico y a Genaro y gritó:

- !Canallas, me han robado! ! Los mataré ! ! Los mataré! ! Los mataré!, repitió con el rostro tenso.
Se levantó de un salto que hizo que la silla rodara a sus espaldas. La empleada, también sorprendida y a la vez temerosa, volvió la cabeza buscando al guardia de seguridad que ya acudía presuroso.
- ¿ Que le ocurre ?.- Preguntó el guardia con voz desabrida poniéndose a la altura del alborotador.

Juan apretó los puños, abrió la boca más aún que sus ojos y dejó escapar un grito animal y terrible. Todos los clientes, que miraban curiosos, instintivamente retrocedieron. La empleada perpleja levantó sus brazos ocultando su cara para resguardarse de lo que imaginó una agresión. El guardia de seguridad al intentar sujetarlo recibió un empujón que le hizo caer al suelo. 

Mientras se incorporaba sacando la porra de su funda gritó: !Quieto o te vas a enterar!
Juan, presa de la desesperación, corrió como un poseso hacia la puerta sin que nada ni nadie pudiera detenerlo. Al salir del Banco la luz del sol de diciembre le cegó, tropezó con algo que no supo distinguir y calló rodando en medio de la calle. 

Lo último que oyó fue el chirrido de los frenas del camión de la basura.

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