Cuando volvieron de aquél viaje a Mallorca, nada volvió a
ser igual.
Manuela se había casado cincuenta años atrás con Antonio, un
hombre de complexión fuerte, famoso en el pueblo por su vehemencia y sus dotes
de mando a la hora de dirigir las tareas del campo ya que era capataz de una
gran extensión de tierra.
Fuera del trabajo, era afable con todo el mundo, aunque en
ocasiones Manuela,había notado algún gesto desconcertante para con ella, que no
comprendía muy bien. Para Manuela, salir del amparo de sus padres, que la
cuidaban con esmero, le había resultado más fácil porque vio en Antonio la
protección que necesitaba, pues ella misma se consideraba demasiado ingenua para estar casada.
Cuando acabó la boda y se quedaron solos en la alcoba, todo
cambió de repente. El hombre amable se tornó en déspota dejando bien claro
quién mandaba allí diciéndole: Ponte mis pantalones.- ¿Cómo?-Contestó ella.
Pensando que se trataba de un juego Manuela accedió a ponérselos, pero cual no
fue su sorpresa cuando se vio de pronto empujada violentamente hacia el suelo
mientras él se los arrancaba con furia.
-Que no se te olvide nunca que los pantalones en esta casa
solo los llevo yo.
Ella no tardó en
reaccionar pasando en ese instante del asombro a la sumisión, pues debido a su
falta de experiencia, pensó que eso sería lo normal en su nueva situación. Así
debían ser las mujeres casadas.
Pasaron los años y todo iba bien aparentemente, todo siempre
que ella le hiciera caso en todo, se
mantuviera siempre un paso por detrás y
hablara poco. Y que no se le ocurriera opinar en público delante de él ni mucho
menos contradecirle.- Tú no entiendes de
esto. Estás más guapa callada. Es lo que tenía que oir cada vez que ella intentaba
expresarse de alguna forma, pero lo asumía con normalidad y no se quejaba.
Antonio, que era quién disponía y organizaba todo lo que se
hacía en la casa, planificó un día un viaje a Mallorca. En el barco
coincidieron por casualidad con un antiguo compañero de Antonio que viajaba con
su esposa, Angelita.
Manuela congenió muy bién con Angelita. Esta, que era una
mujer bastante despierta, se dio cuenta enseguida que detrás de la apariencia
amable de Antonio se escondía otra persona. Pudo observar como cada vez que Manuela abría la boca, los ojos
del hombre se clavaban en ella. Él intentaba ocultar su cólera, pero el rojo
sangre iba ganando terreno en todo su rostro delatándolo sin remedio.
Una de las pocas veces que pudieron estar solas las dos
mujeres, Angelita miró a los ojos a Manuela y le dijo: Eres libre. Puedes y
debes hablar. Decir lo que piensas estés equivocada o no, da igual. No le
perteneces.
Se despidieron y volvieron a sus respectivas casas.
Eran las cinco de la tarde de un tórrido verano. Antonio como
de costumbre, se dirigió a su mujer con los ojos fijos en el televisor, pues nunca le miraba a la
cara cuando le hablaba, diciéndole:
-Niña, tráeme el café.
Se hizo el silencio.
-¿Estás sorda? Que me traigas el café.
Manuela, le miró fijamente, como no lo había hecho nunca, y
le contestó: No.
-¿Cómo dices? Le preguntó incrédulo su marido.
-No. Si quieres café,
póntelo tú.
Acto seguido, Manuela se levantó tranquilamente... dio un
paso…luego otro y otro y comprobó que no
se tambaleaba. Sintió al momento como si se hubiera despojado de pesados y
sucios harapos . Abrió la puerta de la calle mientras dejaba atrás los gritos enfurecidos
de aquella bestia. Una vez fuera, respiró profundamente y aspiró oxígeno
mezclado con libertad.
Se sintió fuerte y lo suficientemente ligera como para irse
equipando poco a poco hasta conseguir los aperos suficientes que le permitieran
recomponer su vida y andar.
A la mañana siguiente alguien encontraba en la era a una
mujer muerta y con algo parecido a un pantalón viejo, silenciando su boca.
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