lunes, 22 de octubre de 2012

Los Pantalones, por Carmen Gómez Barceló.


Cuando volvieron de aquél viaje a Mallorca, nada volvió a ser igual.

Manuela se había casado cincuenta años atrás con Antonio, un hombre de complexión fuerte, famoso en el pueblo por su vehemencia y sus dotes de mando a la hora de dirigir las tareas del campo ya que era capataz de una gran extensión de tierra.

Fuera del trabajo, era afable con todo el mundo, aunque en ocasiones Manuela,había notado algún gesto desconcertante para con ella, que no comprendía muy bien. Para Manuela, salir del amparo de sus padres, que la cuidaban con esmero, le había resultado más fácil porque vio en Antonio la protección que necesitaba, pues ella misma se consideraba  demasiado ingenua para estar casada.

Cuando acabó la boda y se quedaron solos en la alcoba, todo cambió de repente. El hombre amable se tornó en déspota dejando bien claro quién mandaba allí diciéndole: Ponte mis pantalones.- ¿Cómo?-Contestó ella. Pensando que se trataba de un juego Manuela accedió a ponérselos, pero cual no fue su sorpresa cuando se vio de pronto empujada violentamente hacia el suelo mientras él se los arrancaba con furia.

-Que no se te olvide nunca que los pantalones en esta casa solo los llevo yo.

 Ella no tardó en reaccionar pasando en ese instante del asombro a la sumisión, pues debido a su falta de experiencia, pensó que eso sería lo normal en su nueva situación. Así debían ser las mujeres casadas.

Pasaron los años y todo iba bien aparentemente, todo siempre que ella  le hiciera caso en todo, se mantuviera  siempre un paso por detrás y hablara poco. Y que no se le ocurriera opinar en público delante de él ni mucho menos contradecirle.-  Tú no entiendes de esto. Estás más guapa callada. Es lo que tenía que oir cada vez que ella intentaba expresarse de alguna forma, pero lo asumía con normalidad y no se quejaba.
Antonio, que era quién disponía y organizaba todo lo que se hacía en la casa, planificó un día un viaje a Mallorca. En el barco coincidieron por casualidad con un antiguo compañero de Antonio que viajaba con su esposa, Angelita.

Manuela congenió muy bién con Angelita. Esta, que era una mujer bastante despierta, se dio cuenta enseguida que detrás de la apariencia amable de Antonio se escondía otra persona.  Pudo observar como  cada vez que Manuela abría la boca, los ojos del hombre se clavaban en ella. Él intentaba ocultar su cólera, pero el rojo sangre iba ganando terreno en todo su rostro delatándolo sin remedio.

Una de las pocas veces que pudieron estar solas las dos mujeres, Angelita miró a los ojos a Manuela y le dijo: Eres libre. Puedes y debes hablar. Decir lo que piensas estés equivocada o no, da igual. No le perteneces.

Se despidieron y volvieron a sus respectivas casas.
Eran las cinco de la tarde de un tórrido verano. Antonio como de costumbre, se dirigió a su mujer con los ojos fijos  en el televisor, pues nunca le miraba a la cara cuando le hablaba, diciéndole:

-Niña, tráeme el café.
Se hizo el silencio.
-¿Estás sorda? Que me traigas el café.
Manuela, le miró fijamente, como no lo había hecho nunca, y le contestó: No.
-¿Cómo dices? Le preguntó incrédulo su marido.
-No.  Si quieres café, póntelo tú.

Acto seguido, Manuela se levantó tranquilamente... dio un paso…luego otro y  otro y comprobó que no se tambaleaba. Sintió al momento como si se hubiera despojado de pesados y sucios harapos . Abrió la puerta de la calle mientras dejaba atrás los gritos enfurecidos de aquella bestia. Una vez fuera, respiró profundamente y aspiró oxígeno mezclado con libertad.

Se sintió fuerte y lo suficientemente ligera como para irse equipando poco a poco hasta conseguir los aperos suficientes que le permitieran recomponer su vida y andar.

A la mañana siguiente alguien encontraba en la era a una mujer muerta y con algo parecido a un pantalón viejo, silenciando su boca. 

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