En cada clase me
preguntaba como podía dormir con la cara
tocando aquella mesa de color verde pálido,
sin clavarse aquellas gafas de
patillas finas y lentes redondas, el
pelo la ocultaba casi por completo, incluso cuando parecía que estaba
despierta. Todas coincidíamos en su extravagante personalidad; un aire
hippy, mezclado con una incorfomidad parecían su ficha de
identidad, constantemente solía decir palabras extrañas sobre la forma
de ver la vida, sobre su familia, su novio,
incluso sus dotes de pitonisa, que yo no alcanzaba a comprender.
Una mañana llegó a clase más habladora de lo que normalmente
solía serlo, su hermano había invitado a un amigo a casa que despertó
en ella un interés que resultaba
preocupante.
Su descripción fue exacta, pudimos comprobarla al salir de clase. La esperaba en su
motocicleta de gran cilindrada, nunca había visto a un hombre con unos
pantalones de color negro tan ajustados en aquellas largas piernas que definían su corpulencia, parecía ser mayor que ella, calculé
unos diez años más, pelo rizado largo color castaño, piel morena, acento del norte, del que no podría adivinar su ciudad natal.
Cinco días le bastaron para tomar una decisión, dejar todo
su mundo, montar en su motocicleta y recordar nuestra ciudad como un punto de
partida, después no supimos más de ella.
Antes de su marcha,
una tarde de invierno mientras hacíamos algunas prácticas con el
microscopio en el laboratorio, en uno de
sus juegos futuristas, me cogió la mano
y me dijo: Tengo que decirte algo, tu línea de la vida es corta, morirás joven
siendo una infeliz y desgraciada. Yo
zarandeé la mano como si aquello pudiera anular lo que sus palabras
significaron en ese momento para mi que
fueron breves y demasiado contundentes.
A lo largo de los años he podido experimentar el sentimiento
de inferioridad, el desanimo y el miedo, aquellas frases renacían algunas veces
como el zarandeó que un día le otorgué
con la mano.
Llegué a confundir el instinto maternal con el miedo,
pensando que no tenía lo primero y resultó que tenía lo segundo. Cuando nació Iris comprendí que el
trabajo del miedo es robar felicidad , que somos nuestros pensamientos, vivimos
con ellos constantemente, que son ellos los que dirigen nuestras vidas, crean
limitaciones y no nos dejan ser creadores.
Un día me contaron que las personas en su cerebro
tienen dos hemisferios, el derecho y el
izquierdo y que en el hemisferio derecho se encontraban la creatividad, la
percepción, la fantasía y la expresión de las emociones, pero para
desarrollarlos tenías que hacer cambios en tu vida.
.. dejé de ver tanto
polvo en las ventanas, las arrugas de una cama imperfecta, las hojas en el
patio después de un día de viento. Empecé a intentar hablar menos y escuchar más, a intentar no querer tener siempre la razón, a
dar gracias por lo que tenía, mi casa espejo, se convirtió en un hogar y todo
lo ordinario poco a poco se fue convirtiendo en extraordinario.
Puede que muera joven o puede que no, pero aquella
predicción si se cumpliera no sería completa
porque he podido apreciar la
felicidad con pequeñas cosas cotidianas, con el amor de mi familia, de mi
marido y de mi preciosa hija y sé que algún día escribiré algo extraordinario,
algo que marque un antes y un después en la vida de algunas personas, y con solo una bastará.
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