jueves, 18 de octubre de 2012

Mis no miedos, por Susana Pacheco.


En cada clase   me preguntaba como  podía dormir con la cara tocando aquella mesa de color verde pálido,  sin clavarse aquellas gafas  de patillas finas  y lentes redondas, el pelo la ocultaba casi por completo, incluso cuando parecía que estaba despierta. Todas coincidíamos en su extravagante personalidad;   un aire  hippy, mezclado con una incorfomidad parecían su ficha de identidad,  constantemente  solía decir palabras extrañas sobre la forma de ver la vida, sobre su familia, su novio,   incluso sus dotes de pitonisa, que yo no alcanzaba a comprender.

Una mañana llegó a clase más habladora de lo que normalmente solía serlo, su hermano había invitado a un amigo a casa  que despertó  en ella un interés   que resultaba preocupante.

Su descripción fue exacta, pudimos comprobarla  al salir de clase. La esperaba en su motocicleta de gran cilindrada, nunca había visto a un hombre con unos pantalones de color negro tan ajustados en aquellas largas piernas que definían  su corpulencia,  parecía ser mayor que ella,  calculé  unos diez años más, pelo rizado largo color castaño, piel morena,   acento del norte,   del que no podría adivinar su ciudad natal.
Cinco días le bastaron para tomar una decisión, dejar todo su mundo, montar en su motocicleta y recordar nuestra ciudad como un punto de partida,  después  no supimos más de ella.

Antes de su marcha,  una tarde de invierno mientras hacíamos algunas prácticas con el microscopio  en el laboratorio, en uno de sus juegos  futuristas, me cogió la mano y me dijo: Tengo que decirte algo, tu línea de la vida es corta, morirás joven siendo una infeliz y desgraciada.  Yo zarandeé la mano como si aquello pudiera anular lo que sus palabras significaron en ese momento para mi que  fueron breves y demasiado contundentes.

A lo largo de los años he podido experimentar el sentimiento de inferioridad, el desanimo y el miedo, aquellas frases renacían algunas veces como el zarandeó que un día le otorgué  con la mano.
Llegué a confundir el instinto maternal con el miedo, pensando que no tenía lo primero y resultó que tenía lo  segundo. Cuando nació Iris comprendí que el trabajo del miedo es robar felicidad , que somos nuestros pensamientos, vivimos con ellos constantemente, que son ellos los que dirigen nuestras vidas, crean limitaciones y no nos dejan ser creadores.

Un día me contaron que las personas en su cerebro tienen  dos hemisferios, el derecho y el izquierdo y que en el hemisferio derecho se encontraban la creatividad, la percepción, la fantasía y la expresión de las emociones, pero para desarrollarlos tenías que hacer cambios en tu vida.

..  dejé de ver tanto polvo en las ventanas, las arrugas de una cama imperfecta, las hojas en el patio después de un día de viento. Empecé a intentar  hablar menos y escuchar más, a  intentar no querer tener siempre la razón, a dar gracias por lo que tenía, mi casa espejo, se convirtió en un hogar y todo lo ordinario poco a poco se fue convirtiendo en extraordinario.

Puede que muera joven o puede que no, pero aquella predicción si se cumpliera no sería completa  porque he podido apreciar  la felicidad con pequeñas cosas cotidianas, con el amor de mi familia, de mi marido y de mi preciosa hija y sé que algún día escribiré algo extraordinario, algo que marque un antes y un después en la vida de algunas personas,  y con solo una bastará.

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