domingo, 21 de octubre de 2012

Mi pequeña Caperucita, por Susana Pacheco.


Despierta Mario, Despierta, Quark se está comiendo de nuevo tu zapatilla  y  no consigo quitársela.
Que le pasa a ese granujilla, Ay!!  qué frío, mis calcetines de nuevo no han estado atentos y directamente se han calado en este pequeño charquito!! La pata de la cama sigue siendo tu arbolito preferido ¿verdad?.
Debes tener paciencia Clara, solo es un cachorro.

Mi pequeño Quark...  tenemos tanto que aprender. Yo  te enseñaré con mis ojos, mi voz, mi tacto, mi olfato, mis emociones y tú deberás hacer lo mismo  conmigo, juntos lo conseguiremos. Cada día será una nueva experiencia, un mundo inexplorado de aprendizaje, de sabiduría, de percepciones. Seremos fieles para siempre pero un día tu destino vendrá a buscarte.

Conocí a Mario cuando mi hermana Marina cumplió 14 años, era el verano de 1979. El nacimiento de  ella me cogió por sorpresa, yo tenía cuatro años y había sido la princesa de la casa durante todo ese tiempo.  Los celos me invadieron por completo, pensando que en casa pasaría a ocupar un segundo plano,  hasta entonces para mi desconocido.
Su nombre lo escogimos entre todos,  o al menos eso pensamos, pero hoy pienso que fue el nombre el que la escogió a ella.

Crecimos jugando y riendo, nuestros padres nos mostraban cosas que hubiesen pasado desapercibidas para nosotras en otra situación distinta. Cada verano era una etapa de aprendizaje  más intensa y mis abuelos se unieron al carro de esta experiencia.

Por las tardes solíamos montar en  bicicleta, papá siempre tenía una ruta nueva por explorar, parecía  un ritual toda aquella preparación previa… nuestros cascos de color rosa, las gafas antimosquitos, las botellitas de agua y esa pizca de espíritu aventurero. A Marina siempre le gustaba ir en la bici de Papá, donde se sentía el Hada del viento cuando el aire le acariciaba la cara. Con sus brazos extendidos decía que abrazaba  fuertemente a todo ese aire que la velocidad de papá  generaba. Una de nuestras rutas nos llevó un día a visitar a los abuelos. Ellos siempre nos esperaban con los brazos abiertos y una sonrisa. Aquella tarde la abuela inventó un juego nuevo para nosotras. El abuelo era un rey que solo podía jugar sentado en su trono. A menudo nos  cogía y nos sentaba junto a él para contarnos las historias de la guerra que él había adaptado con un enfoque distinto para nuestro pequeño mundo de fantasía y de inocencia.  Mientras  permanecía en su trono, la abuela acariciaba el pelo de Marina y le hacía cosquillitas, fingiendo que eran hormiguitas andarinas en busca de nuevas sonrisitas y mi hermana le respondía con carcajadas de risas y de felicidad.
Los meses de las vacaciones nos parecían efímeros, y  con  el cambio de ropa de los armarios sabíamos que un  nuevo invierno nos esperaba. Las botas de aguas,  los impermeables  y los paraguas nos daban de nuevo la bienvenida, dejando atrás su melancolía de esos meses atrás.

Cada verano le daba la bienvenida a un nuevo invierno y cada invierno a un nuevo verano y nosotras crecíamos sin apenas darnos cuenta.


La playa estaba algo lejos de casa y por eso  la visitábamos menos. Un fin de semana,  nuestros padres nos sorprendieron con un viaje a la playa de Amarelle. Nos alojamos en un  hotel familiar, sus sábanas blancas olían como las de casa, y desde el pequeño balcón podíamos oler el agua salada del mar, que se acercaba hasta nosotros con la brisa cogida de la mano para darnos la bienvenida con cortesía.
La dueña del Hotel parecía una señora amable, nos enseñó su cocina, ella decía que allí se guisaba el secreto de la eterna juventud. La mesa parecía un arco iris de colores. Pimientos rojos, amarillos, calabacines verdes, tomates imperfectos... todos ellos tienen una misión, decía esta señora, llenaros de vida en esta mi casa. El hilo musical que escuchábamos de fondo llenaba de notas todos los rincones de aquel pequeño hotel, igual que las notas de nuestro piano llenaban las  de nuestro hogar.
Al día siguiente paseamos por  la playa, recogiendo todas las conchas que la marea había arrastrado  hasta nuestros pies y,  cuando nos bañamos, Marina experimentó algo que  a todos nos sorprendió. Al principió le dio vergüenza decirlo, pero mamá le dijo que no debía mostrar timidez a las emociones que cada día podía experimentar, porque eran un regalo.


Mamá, tu no lo escuchas.
No Marina, pero tú podrías describirlo.

Mamá he sentido que el agua me hablaba. Al principio me  asusté, pero después presté atención. Decía que no podía creerlo que siempre había querido comunicarse con cada niño que se bañaba en sus aguas pero ninguno nunca la escuchó. Me ha contado de donde viene, de los tesoros que tiene en sus profundidades, de la armonía  y respeto  que se  tienen todos los seres vivos que allí residen, y   de cómo los reflejos del sol la hacen brillar en los atardeceres, sirviéndoles de inspiración a  fotógrafos y  pintores.

Aquella noche mamá también nos sorprendió con un cuento que jamás habíamos escuchado. Al principio nos pregunto que era el agua. Yo respondí lo que en el colegio me habían enseñado, dos moléculas de hidrógeno y una molécula de oxigeno. Marina lo amplió diciendo que las tres siempre iban cogidas de la mano y que eran inseparables. Aquella noche mamá nos presentó en su historia al autor del libro “Los mensajes del agua”. El japonés Masuro Emoto, que mostró al mundo con sus experimentos el efecto que tienen  las ideas, las palabras y la música sobre  las moléculas del agua.

Las dos quedamos fascinadas, pero Marina le preguntó a mamá por qué todas las veces que ella se había bañado en una piscina no había sentido lo mismo. Ella siempre tenía respuestas sorprendentes para preguntas inexplicables.

Las moléculas de agua de las piscinas han sido tan generosas con nosotros,  que han renunciado a su libertad para satisfacernos en los días calurosos de verano. A cambio ellas reciben con los brazos abiertos a los niños que aprenden  a nadar  y las risas que en ellas se producen. Quizás hablen entre ellas, pero es más difícil escucharlas.

Fueron unas vacaciones inolvidables y pronto llegaría  de nuevo el cambio de la ropa en los armarios, y con él,  un nuevo invierno.

El 28   de Agosto de 1979 llamaron al timbre de casa. Fue la primera vez que vi a Mario. Su pelo largo cubría los hombros, los pantalones le arrastraban dando una imagen de descuido que no parecía importarle. Detrás de esa imagen había un hombre joven con un halo de misterio y de serenidad. Mis padres lo conocieron dos años antes,  y cuando lo visitaron por primera vez, supieron que era la persona que habían estado buscando para modelar el regalo más grande que  Marina recibiría jamás.

Cierra los ojos Marina, tenemos una sorpresa para ti.
Pero si no es mi cumpleaños.
Cualquier día es bueno para hacer un regalo, dijo papá.

Con sus manos tocó el regalo… pelo corto, denso, sin ondulaciones, tamaño mediano, cuerpo musculoso, cabeza ancha, hocico alargado y una cola gruesa que no dejaba de moverse mostrando sus nuevas inquietudes.

Mario pasó aquella tarde con nosotros y muchas más. Enseñó a Marina los secretos de una profunda amistad y de la relación tan extraordinaria que  ella podría  mantener con
Quark, así le llamaba él.

Caminaban siempre del mismo modo, Quark a la izquierda, Marina en el centro y  Mario a su derecha. Recorrieron juntos lugares conocidos y otros desconocidos. Cuando los veía paseando recordaba mi definición del agua. Al principio pensaba que Mario y Quark eran las moléculas de hidrógeno y Marina la de oxígeno, pero en pocos días Mario se transformó en oxígeno, cediendo su molécula de hidrógeno a Marina.
Conmigo también pasó algunas tardes. No era muy conversador. Siempre estaba atenta a cada palabra que decía.  Hablaba  brevemente de física cuántica, de partículas, del poder de la mente y de otros  temas que yo me afanaba por entender.

Los días pasaron rápidamente y el nuevo curso nos esperaba con gran entusiasmo.
La noche antes del primer día de clase, mamá nos contó un nuevo cuento “Mi pequeña Caperucita”. Cuando terminó la historia, Marina y yo dijimos lo mismo ¿Y dónde está el lobo, mamá?... ella sonrió y dijo  que pronto lo entenderíamos.

El despertador sonó puntual. Mamá nos preparó la mochila, y le dijo a  Marina que en la suya había  metido una manzana, unas almendras, una botella de agua y una “porción de madurez” envuelta en papel transparente. A Quark, en su pequeño arnés, le cedió una “porción de independencia”
Estás preparada Marina, le preguntaron mis padres.

He tenido los mejores maestros todos estos años. El abuelo me enseñó a caminar desde su silla de ruedas. La abuela me enseñó a hablar  y oír sin tener que pronunciar ni escuchar una  sola palabra. Vosotros me habéis enseñado a desarrollar todos mis sentidos hasta un lugar donde no existen fronteras y Estela,  mi hermana mayor, mi más preciado sentido.

Los tres nos quedamos en la puerta viéndola caminar. Ella y Quark eran las dos moléculas de  hidrógeno y mis padre y yo,  el oxígeno que en ese momento nos faltaba. Entonces lo entendí todo. El lobo ya no estaba.  Se quitó el disfraz de protección y se vistió de autonomía. Y yo había desarrollado una visión muy particular de ver el mundo. Pude ver sin utilizar la vista. Sentir sin tacto. Oler sin  olfato. Escuchar sin mis  oídos y  hablar tan solo con mis pensamientos. Entendí la física cuántica de Mario… Quark era  una partícula indivisible que no podía vivir aislada.  Que  se unió a Marina para guiarla por este mundo en el plano físico porque en el otro… ella ya no encontraría obstáculos. 

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