domingo, 21 de octubre de 2012

Historia de J., por Víctor Varela.


Tengo que reconocer que era muy duro. Por más que golpeaba el cristal con la cabeza, no había manera de atravesarlo. Si al menos hubiera contado con algo de ayuda, pero mis hermanas se pasaban el día lamiéndose el pelo y mis hermanos intentando cazarme el rabo, y así no había manera de escapar.
Sorprendentemente, fuí de los últimos en salir de aquella madriguera transparente. Los cerbípedos no tienen ni idea. Vale, puede que bizqueara un poco, y también estaba el asunto de la cola en forma de gancho, pero sin duda era el mejor cazador y el que mejor se escondía de todos mis hermanos siameses.

Ya estaba aburrido de aquel lugar, así que cuando ví a mi cerbípedo grité de alegría (y de paso le clavé las uñas para que no me dejara caer). Era grande y gordo, y olía a comida, mejor imposible. Salí de la trena metido en una caja de cartón, con un pequeño agujero en la tapa superior. Yo trataba de sacar la cabeza para echar un vistazo, pero una mano pesada siempre me empujaba hacia abajo. En una de las ocasiones pude ver un enorme perro oscuro en la lejanía. Era la primera vez que veía a un perro, así que lo llamé. Y parece que me escuchó, porque la siguiente vez que me asomé estaba ladrando furioso mucho mas cerca.

Mi casa es grande y con suelos fríos y deslizantes. Cuando apoyé por primera vez mis patitas tuve que ponerme a correr para entrar en calor, y no paraba de tropezarme con patas de madera y paredes. De fondo escuchaba una discusión entre mi cerbípedo y una hembra mas bajita y voz chillona. Pero al rato se empezaron a reir mirándome. ¡Qué me estoy congelando! -- me hubiera gustado decirles. Para vengarme me lo hice allí mismo. Lo curioso es que no se enfadaron. ¡Pero si incluso me dieron un plato de leche templada!

Los cerbípedos son unos animales torpes, sin garras, muy lentos y poco ágiles. Todavía no entiendo bien para que sirven, quizá solo existan para cuidar gatos. Eso si saben hacerlo. Yo, a cambio, pensé que podía entrenarlos un poco en mis ratos libres. Les hacía emboscadas y ataques a los tobillos por sorpresa, pero no obtuve ningún resultado reseñable. Luego opté por las demostraciones de escalada por muebles y cortinas, y diversas técnicas de salto... pero no parecían estar nada interesados. Así que terminé rindiéndome y me limitaba a tumbarme encima de ellos y dejar que me acariciaran.

Pasaron los años, y aquella casa, que en principio parecía enorme, terminó por quedarse pequeña y aprendí a escaparme por la ventana del sótano. El barrio era un hervidero de felinos, todo diversión y romance. El único peligro, aparte de los perros cuidajardines, era Tigo, un gato gigante con la piel marrón ceniza. Tigo maullaba cuadrado. Pero si no marcabas en su zona y no montabas en sus novias te dejaba tranquilo, casi siempre.

Lo peor era la obsesión de mis cerbípedos por perseguirme, bañarme, curarme las heridas, llevarme a visitar la casa de las agujas, bañarme otra vez... La de explicaciones que tenía que darle a mi novia de turno cada vez que perdía mi olor.... Eran muy pesados, ¡ojalá me dejaran en paz!

Una mañana de un caluroso verano de maullidos nocturnos ocurrió la tragedia. Mi amigo Dixie -vaya nombre para un gato- me dijo que habían hecho redada en la casa abandonada del jardín frondoso. Se habían llevado a la mayoría de los gatos del clan, incluídas mis dos novias. -Lástima que no se llevaran a Tigo, le dije -No, a Tigo, no -me dijo con cara triste. Así que el barrio se quedó demasiado solitario. Eramos cuatro gatos, y ninguna gata, y tomé la decisión de buscar aventuras en el otro barrio.

Dixie iba a acompañarme, pero se acobardó cuando llegamos a la puerta de hierro. Me hubiera gustado contar con su compañía. El camino era largo y peligroso, pero conseguí llegar sin que me atropellaran. Como estaba cansado, busqué los bajos calientes de un coche y me eché una siestecita. Me despertó un rugido aterrador. Y todo empezó a moverse. Me agarré lo mejor que pude. El suelo se movía cada vez más rápido y no podía saltar. El miedo me erizaba la piel. Finalmente, aproveché un cruce para saltar y salir disparado. Estaba en un barrio desconocido. Lejos de mi casa.

Pasé hambre y frío. Por las noches tenía pesadillas con perros que me perseguían y por el día me perseguían perros irritados y con cara de dormir poco. Tuve que pedir y robar. Bueno, no era la primera vez que lo hacía, pero esta vez no era por gusto. Recuerdo un día que me ví reflejado en un charco y dije ¡sardinas, un fantasma! No se cuánto tiempo transcurrió, pero fueron muchas muchas lunas...

Así hasta que una tarde, estaba desperezándome de una siesta cuando ¡zas! Me atraparon. Solo recuerdo que traté de escapar pero me fallaban las fuerzas y me volví a quedar dormido. Al rato, me soltaron sobre un suelo helado. En el aire flotaba un aroma conocido a comida. A pocos metros de mí, mirándome con los ojos llorosos y desencajados, estaba mi cerbípedo. Yo dejé escapar un grito de alegría y caminé lentamente hacia él. Luego salté a su regazo y me quedé dormido ronroneando.


Aprendí que los cerbípedos tienen una cosa buena. No dejan de quererte a pesar de tus errores.

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