Siento una sombra que se expande en mi cerebro, y digo
cerebro porque el dolor me taladra la cabeza, hasta tal punto que he dejado sin
calmantes el botiquín de mi casa.
Y digo cerebro, porque siento que mis
conocimientos y mis recuerdos se están derritiendo como mantequilla.
Hoy en el ambulatorio, donde
prácticamente vengo todos los días, no he reconocido a una amiga, y siento que
mis piernas comienzan a quedarse sin fuerzas. Hace días pensé que era cansancio
debido al estrés, pero sospecho que es algo más serio, y me da miedo, mucho
miedo.
Recuerdo hace años que empecé con
un dolor intenso en la cabeza, no lo diagnosticaron hasta que el herpes se
había extendido por la parte izquierda de mi cara. Me quedé ciega y monstruosa, me sentí Cuasimodo, ya
que la hinchazón me ocupaba solo una parte de mi cara y el ojo izquierdo
desapareció bajo ella. Los niños de mis vecinos se asustaban al verme, y en el
autobús la gente evitaba sentarse a mi lado.
El herpes de Zoster, es de los más virulentos
que existen, me pude quedar ciega de ese ojo.
Pero lo de ahora es otra cosa, no son cervicales, ni una
subida de tensión, es algo más peligroso, lo intuyo, y entro en un estado de
alerta y temor que hoy se acentúa cuando empiezo a ver doble. Los médicos no me
hacen caso, salvo una doctora en prácticas, me manda un escáner. Sale limpio y
de nuevo en casa, me refugio en la oscuridad.
Llevo días sin comer, y apenas bebo, he adelgazado tres
kilos en cuatro días, y no me importa, porque el dolor me ocupa todo mi tiempo.
Me encojo en mi cama con las luces apagadas, la puerta cerrada y un silencio
absoluto. Cuando consigo levantarme mi hijo me comenta que parezco un zombi,
arrastrando los pies y apoyándome en las paredes.
Pasan unos diez días desde que empecé a encontrarme mal.
Hoy me levanto mareada, me zumban los oídos y la cabeza me pesa toneladas. Me
visto para ir a urgencias, y en un instante me falla todo el cuerpo y acabo
derrumbada en la cama. Vomito, y los espasmos me impiden contenerme, me orino,
y no controlo el esfínter. Viene una ambulancia y me da unos calmantes, dicen
que dormiré hasta media tarde. A las tres horas, el dolor me despierta de mi
superficial sueño..
Es lunes y tengo cita dentro de tres horas, pero la
impresión de que me muero, me empuja a
irme sola al ambulatorio que está enfrente de mi casa. Tardo casi media hora en
llegar, las muletas no me sostiene.
Mi hermana, que ya sabe que estoy mal, me encuentra
cabizbaja una hora antes de que empiece la consulta. Me pregunta por qué no la
he esperado, y le contesto que creo que me estoy muriendo. Esta vez la médico
escribe un informe urgente para el hospital, hace cinco días que veo doble. Me
ayudan a meterme en el coche.
Después de ocho horas de espera me recibe una joven
neuróloga. Me doy cuenta en mi espeso entendimiento, que es grave. Es como si
una pelota se estuviera inflando en mi cabeza licuando todo el contenido. Ya casi no soy capaz de articular las
palabras, no me acuerdo de detalles elementales como la fecha de mi nacimiento,
y no consigo contar de siete en siete, hacia atrás. Me orino en la consulta, es
cuando mi hermana se percata que estoy grave de verdad..
¡Por fin!, Me ingresan en la sala de observación, me meten
unos tubos por la nariz, me colocan el aparato de la tensión, y de una percha
cuelgan cuatro botes, tres de ellos de
antibióticos. Van vaciándose gota a gota con una lentitud desesperante,
que no sé si es real o motivada por mi delirio.
Noto la primera punción lumbar, y las palabras “quedate
quieta, no te muevas para nada”, me hacen fundirme al colchón. El alivio que siento en mi cabeza,
supera el dolor de la columna y la inmovilización a la que me someten después.
Es una noche horrorosa. Sólo puedo decir, que si existe el
purgatorio, lo estoy visitando en este momento. Los chillidos de mis dos
compañeros laterales penetran en mi cabeza como agujas. Y el dolor y el miedo
se palpan fácilmente al igual que el olor a antisépticos y comida.
En mi nebulosa de pensamientos me martillea la
incertidumbre de si llegaré a mañana.
No me asusta morirme, sino la forma en que lo haces.
Pienso que puedo dejar a mi hijo solo, o peor aún, con mi carga y las secuelas
que no han valorado todavía.
Tumbada en la cama, después de pasar por un cateterismo, donde te meten una
fina cánula por la femoral hasta detrás de los ojos, me desmorono cuando me
pica un dedo del pie y no me lo puedo rascar, es la situación llevada al
límite. Estoy inmovilizada durante veinticuatro horas por temor a desangrarme.
No puedo evitar que las lágrimas me caigan por los lados de la cara, y lloro,
lloro intentando que se escape con ellas todo el sufrimiento y el miedo.
Miedo a los pinchazos, las venas que se rompen y o me
causan flebitis. Miedo a mi deterioro físico, el hígado que se ha inflamado
disparándose todos los niveles.
Miedo a las repercusiones que puede tener mi enfermedad en
el futuro.
Miedo a no haber realizado la mitad de lo deseado y cómo he malgastado mi vida.
Miedo a aceptar que la meningitis, si es que es
meningitis, aún no me lo han diagnosticado con seguridad, me ha entreabierto
una puerta hacia una nueva forma de vivir, y sólo en mí está la decisión de
cerrarla, siguiendo como hasta ahora, o abrila de par en par.
Estos son los pensamientos y las sensaciones que se perfilan con más nitidez en mi mente.
Voy articulando cada vez mejor las palabras, y he empezado a leer.
Se apaga la luz del
pasillo del hospital, y se escuchan a lo lejos los pasos del personal
sanitario, más lentos, a veces más rápidos. Y otros sonidos que ahora me son familiares, y que antes desconocía:
unos susurros, un objeto que se cae, quejidos...
Hoy espero la llegada de uno de los ATS, ha sido mi
consuelo durante estos días. Me ha asombrado su gran humanidad. En silencio
entra, para cambiarme los botes que cada vez son menos y más distanciados en el
tiempo. A un lamento mío, me presiona el brazo con extrema suavidad y me
susurra: “ tranquila, ya estoy aquí para cuidarte”.
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