Nadie podía pararla.
Buscaba con ansia y denotado interés algo. Algo que se le escapaba de su
entendimiento; algo por lo que había luchado y que ahora, el destino, ese cruel
juez que nos gobierna y nos ampara, se lo había mostrado para arrebatárselo
bruscamente.
Pero dentro de su ser
sabía que podía no lo haberlo perdido para siempre, que si intensificaba la
búsqueda, si la hacía más racional, lograría recuperar aquello que con tanto
ahínco perseguía.
Rebuscó en los papeles
amontonados de la mesa de su escritorio; en los viejos y amarillentos álbumes
de fotos; en las cartas que había recibido en su juventud. Ella intensificaba
la insaciable necesidad de encontrar lo que creía perdido sin parar, sin
detenerse un momento. Tan sólo, de vez en cuando, se permitía el lujo de
reflexionar si aquello serviría para algo. Si aquel frenesí le reportaría algún
fruto.
Sabía que podía llegar a
enloquecer, que hacer lo que estaba haciendo, era perjudicial para su salud,
pero la recompensa podía ser enorme. Lograr recuperar lo perdido era una meta
por la que sacrificarse, por la que sufrir. En ésta ocasión, el fin bien
justificaba el medio.
Tenía que seguir.
Albergaba la esperanza de recuperar su terrible pérdida, que aún se encontraba
a tiempo de encontrarla. La vida le estaba dando quizás una última oportunidad.
Sabía que era el momento de aprovecharla o arrepentirse para siempre.
María había entrado de
largo en el ocaso de su existencia, por aquella invisible barrera que separaba
el resto de la vida, de lo acontecido hasta ese momento. Todo lo que tenía o
creía tener, se basaba en unos recuerdos imborrables forjados a lo largo de
tantos años, esos que había soportado con sudor y esfuerzo. Una vida llena de
sin sabores, de angustias, de penalidades, de sufrimiento. No podía hacer otra
cosa que buscar algo que le faltaba, que le parecía perdido. Que añoraba en
definitiva. Que necesitaba.
Tras muchas idas y
venidas; tras innumerables desencantos cosechados por una labor ingrata y
desleal; María se derrumbó. Lloró como no lo había hecho en todos esos años de
sufrimientos. Aquello que ansiaba con ilusión, con pasión, con temor tal vez,
eso… sabía que no podría recuperarlo jamás, que lo había perdido para siempre.
Entonces se dirigió impasible al cajón del mueble de la entrada, lo abrió y
cogió su reloj de pulsera. Lo miró con detenimiento y obstinación. Al fin, se
decidió a preguntarle abiertamente:
―¿Por qué no vuelve el
tiempo perdido?
No hay comentarios:
Publicar un comentario