viernes, 7 de noviembre de 2014

Reloj, por Juan Carlos García Reyes




Nadie podía pararla. Buscaba con ansia y denotado interés algo. Algo que se le escapaba de su entendimiento; algo por lo que había luchado y que ahora, el destino, ese cruel juez que nos gobierna y nos ampara, se lo había mostrado para arrebatárselo bruscamente.

Pero dentro de su ser sabía que podía no lo haberlo perdido para siempre, que si intensificaba la búsqueda, si la hacía más racional, lograría recuperar aquello que con tanto ahínco perseguía.

Rebuscó en los papeles amontonados de la mesa de su escritorio; en los viejos y amarillentos álbumes de fotos; en las cartas que había recibido en su juventud. Ella intensificaba la insaciable necesidad de encontrar lo que creía perdido sin parar, sin detenerse un momento. Tan sólo, de vez en cuando, se permitía el lujo de reflexionar si aquello serviría para algo. Si aquel frenesí le reportaría algún fruto.

Sabía que podía llegar a enloquecer, que hacer lo que estaba haciendo, era perjudicial para su salud, pero la recompensa podía ser enorme. Lograr recuperar lo perdido era una meta por la que sacrificarse, por la que sufrir. En ésta ocasión, el fin bien justificaba el medio.

Tenía que seguir. Albergaba la esperanza de recuperar su terrible pérdida, que aún se encontraba a tiempo de encontrarla. La vida le estaba dando quizás una última oportunidad. Sabía que era el momento de aprovecharla o arrepentirse para siempre.

María había entrado de largo en el ocaso de su existencia, por aquella invisible barrera que separaba el resto de la vida, de lo acontecido hasta ese momento. Todo lo que tenía o creía tener, se basaba en unos recuerdos imborrables forjados a lo largo de tantos años, esos que había soportado con sudor y esfuerzo. Una vida llena de sin sabores, de angustias, de penalidades, de sufrimiento. No podía hacer otra cosa que buscar algo que le faltaba, que le parecía perdido. Que añoraba en definitiva. Que necesitaba.

Tras muchas idas y venidas; tras innumerables desencantos cosechados por una labor ingrata y desleal; María se derrumbó. Lloró como no lo había hecho en todos esos años de sufrimientos. Aquello que ansiaba con ilusión, con pasión, con temor tal vez, eso… sabía que no podría recuperarlo jamás, que lo había perdido para siempre. Entonces se dirigió impasible al cajón del mueble de la entrada, lo abrió y cogió su reloj de pulsera. Lo miró con detenimiento y obstinación. Al fin, se decidió a preguntarle abiertamente:

―¿Por qué no vuelve el tiempo perdido?

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