Sin embargo, el alivio fue tan
grande que se volvió a la cama, de puntillas, eso si. Ya no hay remedio- pensó-
¡a dormir!.
De repente se despertó en medio
de la noche fría de invierno. Estaba tapadita hasta los ojos con una manta y el
nuevo edredón tan bonito que su madre le compró al señor Ventura. Notaba el
fresco en la nariz y en la frente, así que no se atrevía a destaparse. Deslizó
una mano por encima de la ropa a ver si se iba acostumbrando al relente.
Después asomó la otra, pero las volvió a
refugiar rápidamente entre las sábanas calentitas. Aunque tenía muchas ganas
pensó que podría esperar unos minutos aún. La habitación estaba totalmente
negra.
-
Cuando se me acostumbren los ojos a la oscuridad
podré distinguir mis Barbies de la estantería- pensó.
Sin embargo, el tiempo pasaba y
todo seguía muy oscuro. Dirigió la mirada hacia la derecha donde estaba la ventana,
esperanzada, pero tampoco se veía claridad alguna. Abrió los ojos con fuerza,
como platos se le pusieron, pero no hubo manera. Extrañamente no se veía nada,
ni siquiera podía distinguir el amarillo chillón y el rosa capote con que la
primavera pasada había pintado su madre las paredes. ¿Estarían las
contraventanas cerradas?. Pero no recordaba haberlas visto cerradas al
acostarse.
Se removió en la amplia cama,
encogió las piernas haciéndose un ovillo a ver si así se le pasaban las ganas.
Pero no fue así y no tuvo más remedio que levantarse. Con la mano izquierda
pulsó el interruptor de la lamparita rosa intenso y forma de osito tipo Tous
que tenía en la mesita de noche, pero no se encendió. Qué casualidad! -dijo con
escasa voz. Se aventuró a sacar primero una pierna y después la otra, despacio,
sin mucho interés. Buscó las zapatillas con la punta de los dedos gordos de los
pies y después de palpar bien las lozas de
barro que estaban heladas, encontró una y luego otra. ¡Menos mal! Se las puso,
retiró despacito las capas de abrigo que tapaban su cuerpecillo y a tientas
hizo el primer intento de llegar hasta la puerta. Con los brazos extendidos y
las manos estiradas anduvo unos pasos hacia la salida de la estancia, justo al
lado del blanquecino armario empotrado. Pero donde debía estar el hueco de la
puerta había algo de madera que nunca había estado allí. Al principio pensó -
es la puerta del armario, me he desviado hacia la izquierda, como no se ve nada
de nada. ¡Vaya noche tan oscura!. Dio un par de pasos hacia la derecha, buscó
la llave de la luz pero tampoco estaba en su sitio y ni podía salir ni
alumbrarse. Volvió la cabeza hacia la ventana buscando algo de luz. Nada, ni un
ápice de claridad.
Las ganas iban en aumento y llamó
a su madre para que la ayudara a ir al baño. Nadie respondía. Llamó a su padre.
Tampoco contestó. Gritó más fuerte sin obtener respuesta alguna. Llamó a su
hermano, a pesar de que sabía que ese no se despertaba así le cayera un piano
encima. La presión en el bajo vientre se estaba haciendo insoportable y su
nerviosismo también. Gritó más, todo lo que daba de sí su garganta de niña. Todos
parecían no oír sus llamadas. Siguió tentando aquella inoportuna madera y moviéndose de un lado a otro, tocando la
pared por todos lados, intentaba encender la luz y salir, salir, salir. Hasta
que no pudo más. Se agachó sin pensarlo, descompuesta por la rabia de saber lo
que iba a hacer. En un gesto preciso se desprendió de la ropa interior y dejó
que la fisiología siguiera su camino. En
un instante el charco se extendió por todos lados y con ira golpeó con una mano
aquella maldita barrera que no la había dejado salir. Con impotencia se
preguntó por sus padres ¿Dónde estarían? Era imposible que no la hubieran
escuchado.
Aquella noche quedaría en la joven
mente de Juana como una de las peores situaciones que tendría que vivir. Cuando
decidió acostarse antes de lo normal porque sus clases de gimnasia rítmica la
habían dejado agotada ese viernes de enero, no podía ni imaginar el trago que
le esperaba. Ella, que a sus 12 años era una preadolescente coqueta que
comprobaba al pasar por todos los espejos que su rizada melena de miel
estuviera bien colocada. Ella, que disfrutaba perfumándose con la última
fragancia de Zara y salía de la ducha oliendo la mar de bien, lista para ir a
clase o simplemente para estar en casa. Ahora que sentía cómo se iban transformando
sus hechuras y le encantaba estar siempre de punta en blanco a la última moda.
Justo ahora, se iba a encontrar con esa
inexplicable y absurda situación que le mostraba una realidad tan poco glamurosa.
Un salto más hacia la madurez. Otros muchos estarían por llegar aún.
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