-¡Abuela! -Chilló el crío cuando se
abrió la puerta y en la penumbra,
reconoció el contorno de su ser más querido – ¡Has venido, Abuela! -Se levantó
de un brinco para abrazarla.
-¿Cómo iba a faltar a mi cita de
los viernes? –Y le llena la cara de besos
-Pero es que papá y mamá me
dijeron...
-Tus padres a veces son unos
majaderos. Bueno, no debería hablar así de ellos -Y le da unos toquecitos a
modo de excusa en la pierna escondida ya
entre el edredón de patchwork en tonos verdes.
-¿Y la luz? ¿Ya duermes a oscuras?
–Pregunta Sofía al encontrarse todas las luces apagadas.
-¡No! Sigo teniendo miedo.
Nuria..., ¡ Habla con ella! Por favor – Y una de sus manos busca los dedos de
su abuela -Cuando viene a cuidarme..., la apaga. Dice que soy ya mayor. Luego
se va al salón a mandarles mensajes con sus amigos y no vuelve.
Siguen hablando un rato de lo
acaecido durante la semana. Sofía se fija en la otra mano que asoma por el
pijama blanco con pequeños canguros de color beige. Ésta se mueve con
nerviosismo, esperando una de esas historias que su abuela inventa sobre la
marcha.
-Hoy va a ser de la oscuridad.-
Dice por fin la abuela echando la cabeza hacia atrás concentrándose
-¡Jo! No abuela. – Protesta en niño
-No te apures que no es de miedo y
además me pasó a mí -Ernesto se acomoda en la cama, su abuela tiene un no sé
qué que le calma. Sus ojos negros no pueden expresar más interés.
-Fue hace muchos años cuando
ingresé en aquel internado. Mi madre había muerto hacia poco y mi padre no
podía atenderme adecuadamente. Pronto me hice a la rutina del colegio: A tales
horas se comía. A tales otras se estudiaba,
recreo de 4 a 6... Tú sabes, esas
actividades que se hacen todos los días.
Pero había una monja..., Esa
monja, ¡Sor Agustina! Nos tenía atemorizadas a todas las internas con “El
cuarto oscuro”. Lugar de castigo. Era la alacena donde se guardaban los
utensilios de limpieza: Cubos, escobas, recogedores, detergentes, batas para
las limpiadoras...
Mis compañeras salían de allí con los
ojos enrojecidos de tanto llorar. Después cuando nos encontrábamos a solas en
el dormitorio... ¿Sabes?... Había veinte camas distribuidas en dos hileras. Nos
contaban sus experiencias en el Cuarto Oscuro. Que si fantasmas, que si
susurros... A mí me ponían los pelos de punta. Por nada del mundo haría algo
para merecer tal castigo.
Pero un día no me levanté a mi
hora. Soñaba con mi madre, con esas magdalenas rellenas de mermelada y
cubiertas de chocolate que yo le
ayudaba a prepara los viernes.
-¿Las que me haces a mí? –Contesta
el nieto absorto en la historia que le ocurrió ¡Nada menos que a su abuela!
-Me metió en el cuarto a la hora
del recreo. Mi primera reacción fue de terror porque no veía nada en absoluto.
Por la rendija de la puerta se colaba una tenue luz que hizo que poco a poco
percibiera las siluetas de las escobas, dando el aspecto fantasmagórico que
tanto asustaba a mis compañeras. Esto acrecentó mi miedo. La monja no abría la
puerta. No sé cuanto tiempo estuve esperando y mirando de reojo los cepillos y
las batas colgadas. Sentada en el suelo, con la cabeza entre las piernas, me
acordé de mi madre y pensé que haría ella en mi lugar.
Entonces cogí todas las escobas y
los fregones y los tiré al suelo, al lado de la pared. Algunos cubos los coloqué
inmovilizando los palos y otros encima para impedir que alguna fuerza extraña
los levantara. Con las batas hice una especie de camastro y reservé una para
taparme. Tenía sueño y frío, por no
decir que me moría de hambre.
Me tumbé y empecé a imaginarme momentos agradables y me fui serenando. Tuve que soñar, ya que mi
madre se encontraba a mi lado dándome calor, tranquilizándome. Me había llevado
magdalenas, que devoré en pocos minutos.
Me encontraron las limpiadoras a
las siete de la mañana, hecha un ovillo entre sus batas. Sin poder comprender
como el suelo estaba lleno de migajas de magdalenas. Sor Agustina se marchó a
los dos días del colegio. Creo que la trasladaron. No se volvió a utilizar el
cuarto oscuro para castigo.
-Abuela ¡Te lo has inventado! Tú
nunca has ido a un internado. Y tu madre
no se te apareció... – Exclama Ernesto
-¡Si! Es verdad. – Le sonríe la
abuela. –Con este cuento quiero que entiendas que puedes jugar con la
imaginación y no ser ella la que te domine. En todo momento puedes tener
pensamientos positivos o angustiosos.
-¿Te quedas hasta que me duerma,
abuela? – Le suplica Ernesto nada convencido.
-¡Claro pequeño!, pero hora a
dormir. -Mira a su nieto y piensa si el
cuento le habrá servido para tranquilizarle. Normalmente en sus historias
siempre aporta algo de sus experiencias y precisamente en la de hoy existe un trasfondo donde ella, a
la edad de su nieto no se portó exactamente como una heroína
En el cuento ella ha reemplazado a
Sor Agustina por su padre. Un militar de la vieja escuela. Y el cuarto oscuro
por el recorrido desde el salón hasta el cuarto de matrimonio en la casa de su
infancia. Todo comenzó aquel fatídico día en que llegó quejándose de que las
monjas le habían hablado del pecado y de que el diablo no perdonaba ni siquiera
a los niños. Que se podía aparecer en cualquier momento, incluso de noche
cuando estuvieran descansando. Y una manera de protegerse era dormir con los
brazos en cruz para alejar al maligno. Sofía venía tan afectada que su madre lo
averiguó y se lo comentó a su marido. Su padre tomo cartas en el asunto, y con
sus mejores intenciones, no tuvo otra ocurrencia que someter a la niña a una
prueba de superación.
-En un mueble de nuestro dormitorio
está escondido mi reloj. ¡Tráemelo! – Le decía el padre de una manera enérgica
Cerraba la puerta del salón dejando a la niña a merced del pasillo interminable
y de la aterradora oscuridad.
Se quedó inmóvil durante unos
momentos, avanzó lentamente con la espalda pegada a la pared. No lloraba porque
sabía que era peor. Ese primer día tardó media hora en encontrarlo, sintiendo
como se le aceleraba su ritmo cardíaco y sudaba aún estando en invierno. El
segundo, tres cuartos de hora. Por la noche se tuvo que levantar, muerta de
miedo, cinco veces a orinar. El médico le diagnosticó una cistitis nerviosa. El
tercer día se quedó petrificada a mitad del pasillo, sintió mareos y vomitó.
Sus pies pesaban toneladas y lo peor es que escuchaba susurros y notaba como un
frío le acariciaba sus brazos delgados. El demonio estaba a su lado en la densa
tiniebla que la rodeaba.
Se abrió la puerta del salón de
golpe y su madre corrió hacia ella abrazándola. Fue la única vez que la vio
chillar a su padre. -¡Se acabó! ¿Te
enteras? Se acabó. El padre nunca le había escuchado tan tajante. - No tiene
más que ocho años y esto no ayuda a nada. ¡Es una tortura!
Pero el mal estaba hecho. Sofía
convirtió en una fobia, más bien un trauma, una fase normal en la evolución de
la edad infantil. Hoy en día, cuando por la noche se encuentra sola siempre le
acompaña una luz indirecta y por supuesto duerme con los brazos en cruz.
Su nieto se ha quedado dormido. Por
nada del mundo le trasmitirá sus terrores infantiles. Se levanta y deja la luz encendida, le mira y
susurra -Sigue tu proceso de crecimiento
querido niño. Ya tendrás muchos años para que te comportes como un hombre.
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