martes, 18 de noviembre de 2014

El trasfondo de un cuento, por Matilde López de Garayo




-¡Abuela! -Chilló el crío cuando se abrió la puerta y  en la penumbra, reconoció el contorno de su ser más querido – ¡Has venido, Abuela! -Se levantó de un brinco para abrazarla.
-¿Cómo iba a faltar a mi cita de los viernes? –Y le llena la cara de besos
-Pero es que papá y mamá me dijeron...   
-Tus padres a veces son unos majaderos. Bueno, no debería hablar así de ellos -Y le da unos toquecitos a modo de excusa en  la pierna escondida ya entre  el edredón de patchwork en tonos verdes.
-¿Y la luz? ¿Ya duermes a oscuras? –Pregunta Sofía al encontrarse todas las luces apagadas.
-¡No! Sigo teniendo miedo. Nuria..., ¡ Habla con ella! Por favor – Y una de sus manos busca los dedos de su abuela -Cuando viene a cuidarme..., la apaga. Dice que soy ya mayor. Luego se va al salón a mandarles mensajes con sus amigos y  no vuelve.

 Siguen hablando un rato de lo acaecido durante la semana. Sofía se fija en la otra mano que asoma por el pijama blanco con pequeños canguros de color beige. Ésta se mueve con nerviosismo, esperando una de esas historias que su abuela inventa sobre la marcha.

-Hoy va a ser de la oscuridad.- Dice por fin la abuela echando la cabeza hacia atrás concentrándose
-¡Jo! No abuela. – Protesta en niño
-No te apures que no es de miedo y además me pasó a mí -Ernesto se acomoda en la cama, su abuela tiene un no sé qué que le calma. Sus ojos negros no pueden expresar más interés.

-Fue hace muchos años cuando ingresé en aquel internado. Mi madre había muerto hacia poco y mi padre no podía atenderme adecuadamente. Pronto me hice a la rutina del colegio: A tales horas se comía. A tales otras se estudiaba,  recreo de 4 a 6... Tú sabes,  esas actividades que se hacen todos los días.
Pero había una monja..., Esa monja,  ¡Sor Agustina! Nos tenía  atemorizadas a todas las internas con “El cuarto oscuro”. Lugar de castigo. Era la alacena donde se guardaban los utensilios de limpieza: Cubos, escobas, recogedores, detergentes, batas para las limpiadoras...

Mis compañeras salían de allí con los ojos enrojecidos de tanto llorar. Después cuando nos encontrábamos a solas en el dormitorio... ¿Sabes?... Había veinte camas distribuidas en dos hileras. Nos contaban sus experiencias en el Cuarto Oscuro. Que si fantasmas, que si susurros... A mí me ponían los pelos de punta. Por nada del mundo haría algo para merecer tal castigo.

Pero un día no me levanté a mi hora. Soñaba con mi madre, con esas magdalenas rellenas de mermelada y cubiertas   de chocolate que yo le ayudaba a prepara los viernes.
-¿Las que me haces a mí? –Contesta el nieto absorto en la historia que le ocurrió ¡Nada menos que a su abuela!

-Me metió en el cuarto a la hora del recreo. Mi primera reacción fue de terror porque no veía nada en absoluto. Por la rendija de la puerta se colaba una tenue luz que hizo que poco a poco percibiera las siluetas de las escobas, dando el aspecto fantasmagórico que tanto asustaba a mis compañeras. Esto acrecentó mi miedo. La monja no abría la puerta. No sé cuanto tiempo estuve esperando y mirando de reojo los cepillos y las batas colgadas. Sentada en el suelo, con la cabeza entre las piernas, me acordé de mi madre y pensé que haría ella en mi lugar.

Entonces cogí todas las escobas y los fregones y los tiré al suelo, al lado de la pared. Algunos cubos los coloqué inmovilizando los palos y otros encima para impedir que alguna fuerza extraña los levantara. Con las batas hice una especie de camastro y reservé una para taparme. Tenía  sueño y frío, por no decir que me moría de hambre.

Me tumbé y empecé a imaginarme  momentos agradables y  me fui serenando. Tuve que soñar, ya que mi madre se encontraba a mi lado dándome calor, tranquilizándome. Me había llevado magdalenas, que devoré en pocos minutos.

Me encontraron las limpiadoras a las siete de la mañana, hecha un ovillo entre sus batas. Sin poder comprender como el suelo estaba lleno de migajas de magdalenas. Sor Agustina se marchó a los dos días del colegio. Creo que la trasladaron. No se volvió a utilizar el cuarto oscuro para castigo.

-Abuela ¡Te lo has inventado! Tú nunca  has ido a un internado. Y tu madre no se te apareció... – Exclama Ernesto
-¡Si! Es verdad. – Le sonríe la abuela. –Con este cuento quiero que entiendas que puedes jugar con la imaginación y no ser ella la que te domine. En todo momento puedes tener pensamientos positivos o angustiosos.
-¿Te quedas hasta que me duerma, abuela? – Le suplica Ernesto nada convencido.

-¡Claro pequeño!, pero hora a dormir. -Mira a su nieto y  piensa si el cuento le habrá servido para tranquilizarle. Normalmente en sus historias siempre aporta algo de sus experiencias y precisamente en  la de hoy existe un trasfondo donde ella, a la edad de su nieto no se portó exactamente como una heroína

En el cuento ella ha reemplazado a Sor Agustina por su padre. Un militar de la vieja escuela. Y el cuarto oscuro por el recorrido desde el salón hasta el cuarto de matrimonio en la casa de su infancia. Todo comenzó aquel fatídico día en que llegó quejándose de que las monjas le habían hablado del pecado y de que el diablo no perdonaba ni siquiera a los niños. Que se podía aparecer en cualquier momento, incluso de noche cuando estuvieran descansando. Y una manera de protegerse era dormir con los brazos en cruz para alejar al maligno. Sofía venía tan afectada que su madre lo averiguó y se lo comentó a su marido. Su padre tomo cartas en el asunto, y con sus mejores intenciones, no tuvo otra ocurrencia que someter a la niña a una prueba de superación.

-En un mueble de nuestro dormitorio está escondido mi reloj. ¡Tráemelo! – Le decía el padre de una manera enérgica Cerraba la puerta del salón dejando a la niña a merced del pasillo interminable y de la aterradora oscuridad.

Se quedó inmóvil durante unos momentos, avanzó lentamente con la espalda pegada a la pared. No lloraba porque sabía que era peor. Ese primer día tardó media hora en encontrarlo, sintiendo como se le aceleraba su ritmo cardíaco y sudaba aún estando en invierno. El segundo, tres cuartos de hora. Por la noche se tuvo que levantar, muerta de miedo, cinco veces a orinar. El médico le diagnosticó una cistitis nerviosa. El tercer día se quedó petrificada a mitad del pasillo, sintió mareos y vomitó. Sus pies pesaban toneladas y lo peor es que escuchaba susurros y notaba como un frío le acariciaba sus brazos delgados. El demonio estaba a su lado en la densa tiniebla que la rodeaba.

Se abrió la puerta del salón de golpe y su madre corrió hacia ella abrazándola. Fue la única vez que la vio chillar a su padre. -¡Se acabó!  ¿Te enteras? Se acabó. El padre nunca le había escuchado tan tajante. - No tiene más que ocho años y esto no ayuda a nada. ¡Es una tortura!

Pero el mal estaba hecho. Sofía convirtió en una fobia, más bien un trauma, una fase normal en la evolución de la edad infantil. Hoy en día, cuando por la noche se encuentra sola siempre le acompaña una luz indirecta y por supuesto duerme con los brazos en cruz.

Su nieto se ha quedado dormido. Por nada del mundo le trasmitirá sus terrores infantiles.  Se levanta y deja la luz encendida, le mira y susurra  -Sigue tu proceso de crecimiento querido niño. Ya tendrás muchos años para que te comportes como un hombre.

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