Era
el día elegido, no podía ser otro. Aquella tarde estaba reservada para el
triunfo, aunque la jornada no se había presentado del todo propicia: unos
negros nubarrones anunciaban aguacero, pero al menos el temible viento no había
hecho acto de presencia.
Subí
desde el comedor hasta su habitación y tras tocar suavemente en la puerta y sin
esperar respuesta, entré. Allí estaba él, en ropa interior, con la mirada
ausente. Me estaba esperando para comenzar con nuestro ritual. Necesitaba de
mí, de su compañero, de su amigo.
Me
acerqué a él lentamente y comencé a ayudarlo a vestirse, a ajustarse la taleguilla
y a abrocharle los cordoncillos rematados en finos machos. Le fui pasando el
fajín, la camisa, la corbatilla…
Luego
llegó el momento de recogimiento, donde yo me aparté hacia un rincón de la
habitación. Lo observé rezar en silencio, moviendo lentamente los labios,
arrodillado, con un rosario colgado de su mano derecha y las imágenes del
Cristo del Gran Poder y la Virgen de La Macarena frente a él. Fueron momentos
de concentración, de pedir ayuda divina para lo que pudiera venir. Instantes en
los que el torero, el maestro… mi amigo, estaba sólo con sus padres
celestiales.
La
habitación se quedó en penumbra porque el sol se había ocultado por las nubes,
pero Juan Torres no se inmutó, no pareció darse cuenta; tal era su grado de
concentración.
A
partir de ahí silencio, solo silencio. Salir del hotel, subirse a la furgoneta
y llegar a la plaza. Todo silencio, todo concentración. La algarabía exterior
se sometió a la calma que provocaba su actitud callada y serena.
El
paseíllo lo llevó a cabo de la misma forma en que había vivido toda la tarde.
Tan sólo, cuando recibió el capote de mis manos, un leve movimiento de
agradecimiento en su cabeza se atisbó. Era la forma de reconocer la amistad que
nos unía. Pero nuestros destinos eran diferentes: uno en la arena sacando a
relucir el arte que atesoraba, el otro tras el burladero dispuesto al quite.
La
plaza gritaba ensordecida y volvió a rugir al ver salir al adversario, un toro
negro zaíno, de quinientos noventa kilos. Un difícil rival para el maestro, que
embestía con nobleza y sentido. Tan sólo un aspecto empañaba la estampa que
estaban fabricando juntos: el toro era bizco y esa disparidad de cuernos
alteraba el orden establecido.
Pronto
llegó el primer capotazo, la primera verónica, los primeros lances… y el primer
y único descuido. Su cuerpo salió volteado por los aires y cayó a plomo. No se
movía, no respiraba. Silencio en la plaza tras un primer grito de horror. El
mundo se acababa. Salí corriendo y un silencio sepulcral me inundó.
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