Fui
creado para destruir al más grande, al mito, al héroe, al poderoso rey de los
sumerios. En
una noche de luna llena, suavemente cubierta por un leve velo de nubes, donde
aun así la luz inundaba la campiña, las expertas manos de la diosa Aruru
modelaron la arcilla y me crearon. Mi nombre es Enkidu y provengo de la tierra.
Soy una criatura de la naturaleza que contrarrestará la fuerza y la vanidad del
gobernante que oprime a los suyos, los cuales se vieron obligados a solicitar
ayuda a los dioses. He sido creado para vencerle en una guerra sin igual.
Me
dispuse a ir a la lucha, pero antes debía saber de mi valía, de mis
capacidades. Me convertí en un ser primitivo, incivilizado, practicante del
bestialismo. Luché contra todas las fuerzas que me fui encontrando en mi camino
hacia el decisivo encuentro. Soy un ser robusto, fuerte, esbelto y dominador de
las bestias, capaz de arrebatarle la vida en cruel combate al temible
Gilgamesh. Sin duda será una batalla épica, despiadada, sangrienta en busca de
la supremacía.
Los
dioses estaban de mi lado, me habían creado para servirles. El dirigente se
había vuelto contra ellos y necesitaban de mi ayuda para volver a llevar las
aguas a su cauce. Era mi destino, el que llevaba grabado a fuego. Sólo había una
salida posible a tan magna empresa.
Pero
una vez llegó el momento y me vi frente a frente a mi enemigo, mi oponente, mi
cruel adversario, a aquel ser casi mítico y sobrehumano; un escalofrío recorrió
mi cuerpo de arriba abajo atravesándome como una flecha que se hunde en el agua.
No era sólo su porte, su presencia, su temible fuerza. Había algo en él que lo
hacía superior a los demás. Desprendía un halo de magnificencia que no había
visto nunca antes.
Entablamos
una feroz pelea por demostrar quién era el más fuerte. Un garrote en mi mano
izquierda y un hacha de guerra en la otra eran mis poderosas armas. El rey tan
sólo llevaba su espada y su escudo. Después de mucho tiempo de enconados golpes
y despiadados envites; de ver cómo el sol se ocultaba tras las colinas, de
sudar por todo el cuerpo, comprendí que estábamos en el mismo punto donde
habíamos empezado. No existía un claro vencedor. Ni si quiera alguien que
hubiera tomado ventaja. Decidí tomar otras tácticas. Me estaba recuperando de
la feroz lucha, pero algo en mi interior me incitaba a entablar conversación
con él, a sacar de mis entrañas el lado humano escondido en lo más recóndito de
mi ser.
Le
cuestioné con duras palabras sobre sus hechos, sobre la opresión que había
llevado a sus dominios, sobre lo cruel de sus acciones. Pero de su interior no
salió el gruñido terrible que esperaba, sino una voz dulce que me hablaba con
cariño y con ternura. Me contaba que él era sólo un rey que iba en busca de respuestas,
de aventuras que lo enfrentaran con seres poderosos, con animales fantásticos y
peligrosos, donde poder demostrar su valía. Su inocencia.
¿Inocencia?,
pregunté. Y la respuesta que oí me dejó sin habla. Turbó mis pensamientos desde
lo más profundo haciendo salir la rebeldía, la desobediencia al poder
establecido por los dioses, la desconfianza. Me contó para mi asombro, cómo la diosa
Inanna, le había declarado su amor y éste lo había rechazado. Por eso y por la
supuesta forma de oprimir a su pueblo fui creado, no por otra cuestión. Mi
alumbramiento había surgido del despecho de un malvado ser divino.
Grité
a quien pudiera escuchar el pesar de mi existencia y el poderoso dios supremo
Enlil, dios del viento, recogió mis palabras llevándolas a todos los lugares de
este mundo conocido. Más no obtuve respuesta. Tan sólo la cálida mirada de mi
oponente, de quien había combatido fervientemente contra mí. Del héroe, de mi
rey. Me ofrecía su amistad y yo tan sólo debía reconocerlo como tal.
Me
encaminé hacia él, con la mirada fija en el adversario, sin bajarla, sin dudar,
y con el hacha de guerra en mi mano diestra.
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