miércoles, 19 de noviembre de 2014

Hacha de guerra, por Juan Carlos García Reyes



Fui creado para destruir al más grande, al mito, al héroe, al poderoso rey de los sumerios. En una noche de luna llena, suavemente cubierta por un leve velo de nubes, donde aun así la luz inundaba la campiña, las expertas manos de la diosa Aruru modelaron la arcilla y me crearon. Mi nombre es Enkidu y provengo de la tierra. Soy una criatura de la naturaleza que contrarrestará la fuerza y la vanidad del gobernante que oprime a los suyos, los cuales se vieron obligados a solicitar ayuda a los dioses. He sido creado para vencerle en una guerra sin igual.
  
Me dispuse a ir a la lucha, pero antes debía saber de mi valía, de mis capacidades. Me convertí en un ser primitivo, incivilizado, practicante del bestialismo. Luché contra todas las fuerzas que me fui encontrando en mi camino hacia el decisivo encuentro. Soy un ser robusto, fuerte, esbelto y dominador de las bestias, capaz de arrebatarle la vida en cruel combate al temible Gilgamesh. Sin duda será una batalla épica, despiadada, sangrienta en busca de la supremacía.

Los dioses estaban de mi lado, me habían creado para servirles. El dirigente se había vuelto contra ellos y necesitaban de mi ayuda para volver a llevar las aguas a su cauce. Era mi destino, el que llevaba grabado a fuego. Sólo había una salida posible a tan magna empresa.

Pero una vez llegó el momento y me vi frente a frente a mi enemigo, mi oponente, mi cruel adversario, a aquel ser casi mítico y sobrehumano; un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo atravesándome como una flecha que se hunde en el agua. No era sólo su porte, su presencia, su temible fuerza. Había algo en él que lo hacía superior a los demás. Desprendía un halo de magnificencia que no había visto nunca antes. 

Entablamos una feroz pelea por demostrar quién era el más fuerte. Un garrote en mi mano izquierda y un hacha de guerra en la otra eran mis poderosas armas. El rey tan sólo llevaba su espada y su escudo. Después de mucho tiempo de enconados golpes y despiadados envites; de ver cómo el sol se ocultaba tras las colinas, de sudar por todo el cuerpo, comprendí que estábamos en el mismo punto donde habíamos empezado. No existía un claro vencedor. Ni si quiera alguien que hubiera tomado ventaja. Decidí tomar otras tácticas. Me estaba recuperando de la feroz lucha, pero algo en mi interior me incitaba a entablar conversación con él, a sacar de mis entrañas el lado humano escondido en lo más recóndito de mi ser.  

Le cuestioné con duras palabras sobre sus hechos, sobre la opresión que había llevado a sus dominios, sobre lo cruel de sus acciones. Pero de su interior no salió el gruñido terrible que esperaba, sino una voz dulce que me hablaba con cariño y con ternura. Me contaba que él era sólo un rey que iba en busca de respuestas, de aventuras que lo enfrentaran con seres poderosos, con animales fantásticos y peligrosos, donde poder demostrar su valía. Su inocencia.

¿Inocencia?, pregunté. Y la respuesta que oí me dejó sin habla. Turbó mis pensamientos desde lo más profundo haciendo salir la rebeldía, la desobediencia al poder establecido por los dioses, la desconfianza. Me contó para mi asombro, cómo la diosa Inanna, le había declarado su amor y éste lo había rechazado. Por eso y por la supuesta forma de oprimir a su pueblo fui creado, no por otra cuestión. Mi alumbramiento había surgido del despecho de un malvado ser divino.

Grité a quien pudiera escuchar el pesar de mi existencia y el poderoso dios supremo Enlil, dios del viento, recogió mis palabras llevándolas a todos los lugares de este mundo conocido. Más no obtuve respuesta. Tan sólo la cálida mirada de mi oponente, de quien había combatido fervientemente contra mí. Del héroe, de mi rey. Me ofrecía su amistad y yo tan sólo debía reconocerlo como tal.

Me encaminé hacia él, con la mirada fija en el adversario, sin bajarla, sin dudar, y con el hacha de guerra en mi mano diestra.

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