-¡Lord Montalto!-
Agostina, su antigua amante que, catorce años atrás, descartó de su cama, le
estaba mirando sorprendida. –Agradezco su atención a esta familia… pero no creo
que sea bueno para usted venir a esta casa, señor.- Le susurró ella, incómoda.
Y no lo era, pero no
podía quedarse en casa de brazos cruzados, necesitaba saber cómo había pasado.
Quería averiguar quién había arrebatado la vida a criatura tan inocente como
era Dorotea.
-Es lo menos que podía
hacer, Agostina.- Lo menos que podía hacer… ¡El infierno se lo lleve si así
resulta! ¡Averiguaría quién fue el desgraciado que la mató y le haría pagar con
la muerte también!
Siguió a la sufrida, y
envejecida por la tristeza, Agostina hasta la cama donde tenían el cuerpo de
Dorotea.
Vestida de blanco y
peinada con dos trenzas, tenía una apariencia más infantil que su edad.
Tomó una bocanada de aíre
cuando sintió el escozor en los ojos. Dios… ¡Quería llorar!... y no se lo podía
permitir. Si pudiese, se arrancaría el corazón para no sentir este dolor tan
desgarrador. No poder llorar la pérdida de una hija que todos desconocían era
el peor castigo que estaba sufriendo.
¿Por qué el destino lo
trataba de este modo? ¿Castigándole, quitando de su camino la única vida que a
escondidas lo había ilusionado?
Tal vez no podía ser un
padre de verdad para ella, pero había planeado tantas cosas para su futuro. Le estuvo
proporcionando una asignación a su madre para sus estudios con la idea de internarla
en la mejor escuela de institutrices. De ese modo podría tenerla en casa,
cuidando y formando a unos hermanastros que ya no conocería. Se había
ilusionado pensando que, durante ese tiempo, la tendría bajo su techo, y le
procuraría un marido que la dejara en una buena posición social. Un pariente
lejano. De ese modo siempre estaría cerca. Y ahora nada de eso servía para
sentir ese único vínculo de padre que podía permitirse. Porque un malnacido sin
escrúpulos ni conciencia la había arrebatado de este mundo.
Cerró los puños por el
ardor que le provocaban los deseos de cobrarse esto. Le haría pagar a ese
desgraciado con la misma moneda que Dorotea. Si tenía hijos, le arrebataría
uno, y si no se llevaría la suya.
Apretó la mandíbula y se
acercó a los hijos mayores de Agostina. Ellos le harían saber. Lo ayudarían a
coger al asesino de su hija, y una vez acabara con él, quizás, sólo quizás,
consiguiera calmar esta rabia, porque el dolor nunca se iría. Su Dorotea, su
niña escondida…. esa criatura buena y llena de luz que jamás sabría que tuvo un
padre que velaba por ella en secreto. Un hombre con influencias, con muchas
posibilidades para ella, menos el poder de mantenerla con vida. Lo único que
podía hacer era despedirse, darle paz, y condenarse él con la venganza. Así lo
haría, el precio era poca cosa comparado con la satisfacción de saber que el
que la hace la paga.
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