miércoles, 19 de noviembre de 2014

Vendetta, por Sonia Quiveu



-¡Lord Montalto!- Agostina, su antigua amante que, catorce años atrás, descartó de su cama, le estaba mirando sorprendida. –Agradezco su atención a esta familia… pero no creo que sea bueno para usted venir a esta casa, señor.- Le susurró ella, incómoda.

Y no lo era, pero no podía quedarse en casa de brazos cruzados, necesitaba saber cómo había pasado. Quería averiguar quién había arrebatado la vida a criatura tan inocente como era Dorotea.

-Es lo menos que podía hacer, Agostina.- Lo menos que podía hacer… ¡El infierno se lo lleve si así resulta! ¡Averiguaría quién fue el desgraciado que la mató y le haría pagar con la muerte también!
Siguió a la sufrida, y envejecida por la tristeza, Agostina hasta la cama donde tenían el cuerpo de Dorotea.
 
Vestida de blanco y peinada con dos trenzas, tenía una apariencia más infantil que su edad.

Tomó una bocanada de aíre cuando sintió el escozor en los ojos. Dios… ¡Quería llorar!... y no se lo podía permitir. Si pudiese, se arrancaría el corazón para no sentir este dolor tan desgarrador. No poder llorar la pérdida de una hija que todos desconocían era el peor castigo que estaba sufriendo.

¿Por qué el destino lo trataba de este modo? ¿Castigándole, quitando de su camino la única vida que a escondidas lo había ilusionado?

Tal vez no podía ser un padre de verdad para ella, pero había planeado tantas cosas para su futuro. Le estuvo proporcionando una asignación a su madre para sus estudios con la idea de internarla en la mejor escuela de institutrices. De ese modo podría tenerla en casa, cuidando y formando a unos hermanastros que ya no conocería. Se había ilusionado pensando que, durante ese tiempo, la tendría bajo su techo, y le procuraría un marido que la dejara en una buena posición social. Un pariente lejano. De ese modo siempre estaría cerca. Y ahora nada de eso servía para sentir ese único vínculo de padre que podía permitirse. Porque un malnacido sin escrúpulos ni conciencia la había arrebatado de este mundo.

Cerró los puños por el ardor que le provocaban los deseos de cobrarse esto. Le haría pagar a ese desgraciado con la misma moneda que Dorotea. Si tenía hijos, le arrebataría uno, y si no se llevaría la suya.

Apretó la mandíbula y se acercó a los hijos mayores de Agostina. Ellos le harían saber. Lo ayudarían a coger al asesino de su hija, y una vez acabara con él, quizás, sólo quizás, consiguiera calmar esta rabia, porque el dolor nunca se iría. Su Dorotea, su niña escondida…. esa criatura buena y llena de luz que jamás sabría que tuvo un padre que velaba por ella en secreto. Un hombre con influencias, con muchas posibilidades para ella, menos el poder de mantenerla con vida. Lo único que podía hacer era despedirse, darle paz, y condenarse él con la venganza. Así lo haría, el precio era poca cosa comparado con la satisfacción de saber que el que la hace la paga.

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