Desde
que era pequeño, la manada de Roi le había rechazado. Siempre sintió una gran
tristeza, por mucho que quisiera, esos ojos azules le destinaba a ser un lobo
omega, solitario. Pero en el fondo de su pequeño corazón estaba la sensación de
querer a alguien que lo guiara en su viaje.
Solo,
sin nadie que pudiera transmitirle los conocimientos que crean su naturaleza,
vagaba por el bosque hasta encontrar un camino hacia algún lugar al que llamar
hogar, pero lo que deseaba en realidad era tener una manada a la que
pertenecer. Empezó a llover. La lluvia se convirtió en una tormenta que
asustaba a Roi. Llevaba varias horas sin descansar de su búsqueda, cuando el
cansancio venció al cachorro. Inconsciente, aquel lobezno yacía desmayado en un
charco de agua y barro.
Una
mujer que vivía cerca de allí, en medio del bosque, recogió en sus brazos al
animal, lo envolvió en una toalla de secar el pelo y se lo llevó a su cabaña.
Era pequeña, pero tenía todo lo que una persona necesita para vivir. La mujer
se sentó junto a la chimenea que iluminaba el lugar mientras secaba a Roi, que
seguía inconsciente. El calor que desprendía el fuego lo despertó suavemente.
Abría los ojos lentamente y podía apreciarse que estaba mirándose el hocico,
aunque al abrirlos completamente restauró su mirada y la dirigió hacia arriba,
donde encontró la sonrisa de aquella mujer. No le importó, se acurrucó y esbozó
un sonrisa dirigida a ella. Los ojos de
Roi cambiaron de azul a amarillo. Desde ese día la mujer y el lobo compartieron
años de fidelidad y compañía. Ocasionalmente la familia de aquella mujer la
visitaba y jugaba con él aunque fuera mucho más grande que antes, no hacía
falta que Akane tuviera ojos rojos, Roi sabía que ella era su Apha y él su
Beta, a pesar de no tener la misma sangre. Compartían algo mayor, la naturaleza
que les rodeaba y de la que sacaban su supervivencia. Ya no estaba solo, era
parte de una pequeña manada a la que se unió un bebé y un hombre que les amaba
a ambos.
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