Creo que estoy en un refugio, si
fuera la perrera ya me hubieran sacrificado.
A estas horas empieza a asomar el
sol por encima del tejado. Me tumbo en una esquina del recinto donde los rayos
van calentando el pelaje negro de mi lomo.
Me abandono y mi tristeza
desaparece por unas horas. He perdido la cuenta de las lunas que llevo
encerrada aquí. Alguien tuvo que llamar para que me recogieran de mi último
hogar ¿Hogar? Yo diría infierno...
Sigo incomunicada, mis heridas
poco a poco van cicatrizando. Las lesiones físicas, porque las mentales han ido
calando dentro de mí y me están convirtiendo en un animal desconfiado y
agresivo, cuando mi naturaleza como pastora belga es todo lo contrario:
protectora, sociable y leal.
Oigo pasos, mis orejas se tensan
y mi rabo se esconde entre las patas. Es mi puerta la que se está abriendo, me
encojo aún más, desconfío, creo que vienen a golpearme.
Entra un hombre regordete, que no
es mi cuidador. Se acerca. Gruño y enseño los dientes. Parece que no le
importa. Veo su cuerpo relajado, los brazos caídos y no esconde las manos. Como
fogonazos viene a mí otras provistas de una porra, o de unos cables que me aturden durante horas,
pero el olor de este humano no desprende ni miedo ni agresividad. Me acaricia
exponiéndose a que le pueda morder.
Subo a la furgoneta sin dudar, y
me acurruco en un rincón lo más lejos del hombre. Tumbada tengo los oídos
atentos a cualquier ruido sospechoso y
analizo todos los olores, a grasa, a tabaco a comida y tenuemente a
flores. No intento zafarme del cuero que me impide morder. Me adormezco y mis miedos parecen que
también.
Cuando llegamos a la casa me
quita, el bozal y me deja libre en un
patio. Me señala un plato de carne y un cacharro con agua pero me tiene que
arrastrar para que me atreva a empezar a comer. Después me aventuro a
inspeccionar con timidez mi nuevo lugar de acogida. Olisqueo cada rincón, cada
maceta, cado bulto que veo en el espacio, pego la nariz al suelo lo olfateo
persistentemente durante unos minutos hasta que me llega el olor a flores, el
de la furgoneta, pero más intenso. Me doy la vuelta y veo a una mujer que me está mirando detenidamente. Se toca la
barriga abultadísima. Hace un gesto de duda y preocupación, da media vuelta y
se marcha.
Pasan los días. El hombre, Pedro,
me lleva al parque por la mañana y por la tarde. Me hace correr y eso me gusta.
La mujer, Marta es diferente, se mantiene lejana y me observa, mientras se toca
el vientre, sin embargo no percibo ningún peligro por su parte y me gusta su
olor.
He aprendido a responder al
nombre de Mora
Y a respetar las normas desde
aquel día que intenté morderle. Marta comía y se volvió hacia mí. No reconocí
sus intenciones y no le dio tiempo a nada, cuando sin avisar le marqué la mano
con los dientes. Fue una reacción instintiva, mis demonios de golpe se
despertaron. Se levantó torpemente, no sé de donde sacó la fuerza para
levantarme y tirame contra pared. Mi
aturdimiento por la reacción de Marta no impidió que sitiera la tensión entre
ellos. Veía a Pedro que alternativamente me miraba a mí y a su mujer, mientras
chillaba. Marta levantó la mano comunicándole a Pedro que esperara, hablando
con sosiego, y señalando su embarazo. Después le dio la espalda y me observó
durante un rato.
Se acercó con decisión, yo creía
que me iba a atacar, le enseñé los dientes pero ella ya estaba de rodillas, sin
miedo, a mi altura. Me cogió del morro y me obligó a que le mirase, yo le
obedecí. A pesar de mi confusión entre el pasado y el presente, entre mis
maltratadotes y ella, a pesar de mis emociones pude deducir que su reacción
anterior fue también instintiva para protegerse, pero después me empezó a
marcar sus reglas. Me habló con dulzura, mientras me enseñaba sus manos y me acariciaba por todo el cuerpo e
invitándome a que se las oliera. Me quería infundir confianza, aunque yo aún
recelaba y no me atreví a lamerla.
Han pasado dos meses y me siento
cada vez más segura con esta familia, siento que ya soy miembro de esta manada.
Hoy me han dado a conocer al bebe, Alberto. Marta, acerca cuidadosamente al
niño, para que lo huela mientras que me habla con tranquilidad. En mi cerebro
se despierta algo que yo creía que había muerto: Mi instinto de protección.
Olisqueo a esa cría de humano, sus restos de calostros mezclados con otros
olores e intento limpiarlo con la lengua, mientras la madre me acaricia la
cabeza.
Ya gatea y me da mucho trabajo,
siguiéndole a todas partes. Salvo cuando lo meten en una especie de jaula,
entonces me acuesto a su lado y permanezco tendida mientras se mueve a cuatro patas e intenta levantarse.
Hace unos días me ha empezado a tirar sus juguetes por encima de la cerca.
Entre ellos iba un zapato. Huele a él. Desde entonces permanece dentro de mi
camastro. Marta no ha insistido mucho en quitármelo.
Es el día del campo, busco mi
cadena y se la entrego a Pedro, moviendo efusivamente el rabo. Me da unas
palmaditas en la cabeza y salto al coche.
Corro, juego sin descuidar al
niño. Ahora Pedro y Marta duermen echamos sobre una manta. Yo me tumbo
apoyándome en las piernas de ella. El pequeño descansa en una hamaca.
Me despierto de golpe. Algo va
mal. Se me eriza el pelo del lomo y las orejas se me ponen tensas. Miro hacia
donde duerme Alberto. Las correas están sueltas, el niño no está. Mis oídos se
agudizan buscando algún ruido que le delate, mientras mis ojos en unos segundos
le descubren Se dirige hacia el río, con
la inconsciencia de un cachorro. Le ladro
con angustia y corro hacia él. Me pongo entre el agua y el bebé y empiezo a
empujarle con el hocico. Él se resiste atraído por el ruido de la corriente. No
tengo más remedio que abrir mis fauces y enganchar su ropa con mis dientes.
Para mí su cuerpo no pesa y comienzo a caminar. Al ver a Marta me detengo
asustada, no quiero que piense que le quiero hacer daño al niño. Me extiende
sus brazos que están temblado y le deposito a su hijo suavemente. Ella empieza
a llorar, yo estoy agachada con las orejas retraídas, me lamo despacio el
hocico y el rabo pegado entre las patas se mueve lentamente. Llega Pedro, coge
a Alberto y empieza a besarlo.
Marta me mira, su expresión ha
cambiado de angustia a ansiedad. Yo estoy tumbada, la observo con cierto temor.
Le escucho llamarme sin que apenas le salga la voz del cuerpo. Me acerco
cautelosamente, mis orejas caídas, entonces me acaricia y llora
compulsivamente. Yo me despego un poco para lamerle la cara, mientras mi rabo
se agita alegremente.
Se queda abrazada a mí durante
largo tiempo mientras yo intento calmarla.
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