martes, 4 de noviembre de 2014

Mi último clan, por Matilde López de Garayo




Creo que estoy en un refugio, si fuera la perrera ya me hubieran sacrificado.

A estas horas empieza a asomar el sol por encima del tejado. Me tumbo en una esquina del recinto donde los rayos van calentando el pelaje negro de mi lomo.  Me abandono y mi tristeza  desaparece por unas horas. He perdido la cuenta de las lunas que llevo encerrada aquí. Alguien tuvo que llamar para que me recogieran de mi último hogar ¿Hogar? Yo diría infierno... 

Sigo incomunicada, mis heridas poco a poco van cicatrizando. Las lesiones físicas, porque las mentales han ido calando dentro de mí y me están convirtiendo en un animal desconfiado y agresivo, cuando mi naturaleza como pastora belga es todo lo contrario: protectora,  sociable y leal.

Oigo pasos, mis orejas se tensan y mi rabo se esconde entre las patas. Es mi puerta la que se está abriendo, me encojo aún más, desconfío, creo que vienen a golpearme.
 
Entra un hombre regordete, que no es mi cuidador. Se acerca. Gruño y enseño los dientes. Parece que no le importa. Veo su cuerpo relajado, los brazos caídos y no esconde las manos. Como fogonazos viene a mí otras provistas de una porra, o de  unos cables que me aturden durante horas, pero el olor de este humano no desprende ni miedo ni agresividad. Me acaricia exponiéndose a que le pueda morder.

Subo a la furgoneta sin dudar, y me acurruco en un rincón lo más lejos del hombre. Tumbada tengo los oídos atentos a cualquier ruido sospechoso y  analizo todos los olores, a grasa, a tabaco a comida y tenuemente a flores. No intento zafarme del cuero que me impide morder.  Me adormezco y mis miedos parecen que también.

Cuando llegamos a la casa me quita, el bozal  y me deja libre en un patio. Me señala un plato de carne y un cacharro con agua pero me tiene que arrastrar para que me atreva a empezar a comer. Después me aventuro a inspeccionar con timidez mi nuevo lugar de acogida. Olisqueo cada rincón, cada maceta, cado bulto que veo en el espacio, pego la nariz al suelo lo olfateo persistentemente durante unos minutos hasta que me llega el olor a flores, el de la furgoneta, pero más intenso. Me doy la vuelta y veo a una mujer que  me está mirando detenidamente. Se toca la barriga abultadísima. Hace un gesto de duda y preocupación, da media vuelta y se marcha.

Pasan los días. El hombre, Pedro, me lleva al parque por la mañana y por la tarde. Me hace correr y eso me gusta. La mujer, Marta es diferente, se mantiene lejana y me observa, mientras se toca el vientre, sin embargo no percibo ningún peligro por su parte y me gusta su olor.

He aprendido a responder al nombre de Mora

Y a respetar las normas desde aquel día que intenté morderle. Marta comía y se volvió hacia mí. No reconocí sus intenciones y no le dio tiempo a nada, cuando sin avisar le marqué la mano con los dientes. Fue una reacción instintiva, mis demonios de golpe se despertaron. Se levantó torpemente, no sé de donde sacó la fuerza para levantarme  y tirame contra pared. Mi aturdimiento por la reacción de Marta no impidió que sitiera la tensión entre ellos. Veía a Pedro que alternativamente me miraba a mí y a su mujer, mientras chillaba. Marta levantó la mano comunicándole a Pedro que esperara, hablando con sosiego, y señalando su embarazo. Después le dio la espalda y me observó durante un rato.

Se acercó con decisión, yo creía que me iba a atacar, le enseñé los dientes pero ella ya estaba de rodillas, sin miedo, a mi altura. Me cogió del morro y me obligó a que le mirase, yo le obedecí. A pesar de mi confusión entre el pasado y el presente, entre mis maltratadotes y ella, a pesar de mis emociones pude deducir que su reacción anterior fue también instintiva para protegerse, pero después me empezó a marcar sus reglas. Me habló con dulzura, mientras me enseñaba sus manos y  me acariciaba por todo el cuerpo e invitándome a que se las oliera. Me quería infundir confianza, aunque yo aún recelaba y no me atreví a lamerla.

Han pasado dos meses y me siento cada vez más segura con esta familia, siento que ya soy miembro de esta manada. Hoy me han dado a conocer al bebe, Alberto. Marta, acerca cuidadosamente al niño, para que lo huela mientras que me habla con tranquilidad. En mi cerebro se despierta algo que yo creía que había muerto: Mi instinto de protección. Olisqueo a esa cría de humano, sus restos de calostros mezclados con otros olores e intento limpiarlo con la lengua, mientras la madre me acaricia la cabeza.

Ya gatea y me da mucho trabajo, siguiéndole a todas partes. Salvo cuando lo meten en una especie de jaula, entonces me acuesto a su lado y permanezco tendida mientras  se mueve a cuatro patas e intenta levantarse. Hace unos días me ha empezado a tirar sus juguetes por encima de la cerca. Entre ellos iba un zapato. Huele a él. Desde entonces permanece dentro de mi camastro. Marta no ha insistido mucho en quitármelo.

Es el día del campo, busco mi cadena y se la entrego a Pedro, moviendo efusivamente el rabo. Me da unas palmaditas en la cabeza y salto al coche.

Corro, juego sin descuidar al niño. Ahora Pedro y Marta duermen echamos sobre una manta. Yo me tumbo apoyándome en las piernas de ella. El pequeño descansa en una hamaca.

Me despierto de golpe. Algo va mal. Se me eriza el pelo del lomo y las orejas se me ponen tensas. Miro hacia donde duerme Alberto. Las correas están sueltas, el niño no está. Mis oídos se agudizan buscando algún ruido que le delate, mientras mis ojos en unos segundos le descubren  Se dirige hacia el río, con la  inconsciencia de un cachorro. Le ladro con angustia y corro hacia él. Me pongo entre el agua y el bebé y empiezo a empujarle con el hocico. Él se resiste atraído por el ruido de la corriente. No tengo más remedio que abrir mis fauces y enganchar su ropa con mis dientes. Para mí su cuerpo no pesa y comienzo a caminar. Al ver a Marta me detengo asustada, no quiero que piense que le quiero hacer daño al niño. Me extiende sus brazos que están temblado y le deposito a su hijo suavemente. Ella empieza a llorar, yo estoy agachada con las orejas retraídas, me lamo despacio el hocico y el rabo pegado entre las patas se mueve lentamente. Llega Pedro, coge a Alberto y empieza a besarlo.

Marta me mira, su expresión ha cambiado de angustia a ansiedad. Yo estoy tumbada, la observo con cierto temor. Le escucho llamarme sin que apenas le salga la voz del cuerpo. Me acerco cautelosamente, mis orejas caídas, entonces me acaricia y llora compulsivamente. Yo me despego un poco para lamerle la cara, mientras mi rabo se agita alegremente.

Se queda abrazada a mí durante largo tiempo mientras yo intento calmarla.

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