Se han escrito muchas historias
y leyendas sobre mí. Historiadores, periodistas, políticos incluso el mismo
vulgo se han atrevido a rebuscar en mi vida, meter el dedo en la llaga,
exprimirla, sacarla de contexto y echar por tierra mi intimidad y mis defectos.
Pero ¡Claro! Es difícil pasar inadvertida cuando una tiene las dimensiones que
tiene, está predestinada a situarse en lo más alto y mirar a todos por debajo
de una misma. Quizás sea el pago de la fama. ¡Más me hubiera convenido pasar
desapercibida y no ser víctima de la vanidad humana!
O tal vez... mi existencia hubiera sido de otra manera si
no hubiera tenido mal agüero desde el
principio. Pero la vida es así y no hay que flagelarse. ¿Qué digo flagelarse?
¡No por Dios¡ Bastante he tenido que aguantar con mi monstruosa cicatriz,
prácticamente desde que me crearon.
Me podían
haber llamado, “La Grande”, “La Imperial”, “La Toledana” o incluso “Eugenia”
Son nombres elegantes, con carácter, pero ¿”La Gorda”? Hay que tener mala
leche. Han pasado cerca de cuatro siglos y me siguen conociendo como “La Gorda”
Incluso Bécquer me menciona con ese sobrenombre dos veces en la leyenda del
Beso.
Pero a estas
alturas del relato, aún no me he presentado y ustedes estarán diciendo ¿Quién
es ésta que está tal malhumorada? Así que empezaré por el principio.
Soy
una campana. La campana de San Eugenio. Exactamente la tercera más grande del
mundo. Me aventajan la gran campana del Zar, en Moscú, con sus gigantescas 216
toneladas, aunque rota y fuera de servicio; y la de la catedral de Colonia, con
24 toneladas.
Todos los
habitantes de Toledo, sufrieron la espera de mi fundición y colocación. El
arzobispo pensó que un colosal esquilón era lo más apropiado para la Catedral,
templo Primado de las Españas. Y mi creador, “de cuyo nombre no quiero
acordarme” llevaba en su haber ya tres
campanas defectuosas en Madrid, y
por desgracia yo iba a ser una más.
El 30 de septiembre de 1755 me terminaron de
fabricar. Decían que en mí cabían “Siete sastres y
un zapatero, también la campanera y el campanero”.
En
mi costado que mira al norte tengo una cruz con una Virgen del Sagrario encima
y una inicial del nombre de María en la peana; en el occidente la efigie de San
Eugenio, y en el Oriente un escudo grande con las armas de la catedral primada
y otros dos más pequeños; y por todo mi cuerpo cinco largas inscripciones
latinas.
Pero nací con un defecto de fábrica, un
pequeño “pelo” que lo atribuyeron a haberse revuelto el metal liquidado con la
tierra del macho o alma del molde, produciendo varias deformidades en mi
interior y algunas cavernas cerca de mis asas que se macizaron de estaño.
No quiero acordarme del traslado
desde la cuesta de San Justo a la
plazuela del Ayuntamiento. Tardaron siete días. ¡Siete largos días! Atada con
cuatro maromas y dos cuerdas de cáñamo que pesaban dos mil kilos, me subieron a
una rampa y mediante dos carriles que habían construido ex-proceso llegué a la
torre de la catedral. Me izaron con una garrucha lentamente arrastrada por una
pareja de bueyes. Y no me sentí orgullosa como si fuera una de las piedras de
las pirámides de Egipto. Me sentí ultrajada ya que los protagonistas de tal
hazaña no eran sino 22 marineros, 3 guardiamarinas y 1 alférez de fragata,
toqueteándome y sobándome por todas mis redondeces.
Y para incrementar mi complejo de
ballena, tuvieron que romper un muro para colocarme a dónde ahora me encuentro.
Pero
sólo era el principio de mi desgracia. Dicen que el 8 de diciembre de ese mismo
año en mi estreno, Toledo retumbó con mi bronco tañido. Como la pólvora se
extendió las injurias de que mi alarido se escuchó a varios kilómetros de
distancia, que se rompieron los cristales de las manzanas cercanas al templo y
que hice malparir a las embarazadas. ¡Mentira! Todo mentira, salvo los signos
de mi incipiente rotura y mi defectuosa sonoridad.
No
habían pasado tres meses, la Ciudad Imperial celebraba las fiestas de Santa
Leocadía cuando al primer repique me
resquebrajé del todo. Mi grieta mide 1,5 metros. Me sometieron a una
intervención propia para motores de barcos con lo cual lo único que
consiguieron fue aumentar mi mala resonancia y dejarme con unos tornillos en mi
base. No me extrañaría que Mary Shelly se hubiera inspirado en mi al escribir
su célebre libro Frankenstein
Pero
mi monumental volumen, el ultraje que sufrí en mi traslado, mi afonía, no son
las heridas que más me duele. ¡No! La que más me hiere es que me arrebataron mi
badajo, una parte tan íntima, tan interior, construido de acorde con mi tamaño,
de bronce, como yo. Le echaron la culpa...
Desde ese día se encuentra caído en
el suelo, como arrodillado, mirándome como si me estuviera pidiendo perdón por
haber sido el culpable de mi cicatriz !Pobre cabeza de turco! Siempre hay algún
inocente recogiendo la mierda que esparcen los demás... Con perdón.
No quiero aburriros más con mi
historia, sólo deciros que fue sustituido por uno de hierro, de dimensiones
enanas, comparado con mi voluminoso cuerpo. ¡Que vergüenza! Ustedes me
entienden...
Así me quedé, quebrada, mancillada,
afónica, atornillada y castrada.
Y... hasta pronto...
Sólo espero queridos lectores que cuando visiten Toledo y
vayan a verme me vean con otros ojos. Que piensen que cómo muchos de ustedes
quizás he tenido que vivir y viviré una existencia no elegida por mí.
Imagínenme, convertida en cuatro, ocho campanas, colgadas
en una torre de la iglesia de un pueblo en una perdida sierra, despertando a
los aldeanos con mi alegre y sonoro tañer. Y... siendo participe cercana y
activa de todos los eventos de la comarca, porque ¡Eso sí! Ya no me importaría que se me oyese en la
lejanía del valle.
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