Por aquel
entonces yo compaginaba mis estudios de Bellas Artes con el trabajo de cocinera
en el pequeño restaurante de mis padres, ubicado a las afueras de la ciudad. En
la planta de arriba se encontraba mi apartamento. Me tenía que desplazar treinta kilómetros para poder ir a clase, y
aunque a veces acababa totalmente agotada, merecía la pena.
Hubo aquel
invierno dos acontecimientos importantes para mí: Fue una de las estaciones más
lluviosas de los últimos veinte años, y conocí a Sitael.
La
personalidad distante y a la vez cálida de nuestro nuevo modelo, era comentada
por mis compañeros, que al igual que yo nos sentíamos subyugados por la armonía
de sus rasgos, por el dominio de sí mismo, por la fuerza vital que emanaba y
por la sensación de que podía ver las imágenes de nuestras más secretas agitaciones.
Todo eso lo percibíamos sin haber
hablado nunca con él, porque cuando entrábamos en el estudio, ya estaba
sentado en el taburete, y permanecía en él hasta que nos habíamos marchado.
Después de
haber pasado tanto tiempo, aún si cierro los ojos, y rememoro aquella
época, soy capaz de seguir esbozando sus
rasgos en un papel, o en un lienzo. Reproducir sus facciones en carboncillo, o
lápiz. Colorear sus sombras con óleo, acrílico o acuarelas.
No me hace falta sacar del armario del desván mis primeros
bocetos. Ni limpiar el polvo que envidioso se hubiera adherido al dibujo como
una rectificación de última hora. No me hace falta, para acordarme del rostro
de Sitael. Pero no hago el intento de coger el lápiz, sé que no volvería a
conseguir dibujar aquella expresión que me rebeló quien era.
A lo largo
de mi vida profesional he hecho cientos de retratos de hombres, de mujeres y niños, pero la impresión que me dejó su
mirada no ha sido superada por nadie.
Se gravó
como la huella que dejan los acontecimientos significativos en el lienzo de una
vida: como el primer viaje con los amigos, el primer beso, el primer amante, la
ausencia de los seres queridos, el primer signo de vida en tu vientre...
Pinceladas de nuestra existencia, tatuajes del alma.
En mi
obstinada dedicación por realizar un trabajo perfecto, influyó –no me cabe la
menor duda- la obsesión que poco a poco fue apoderándose de mí. Obsesión por
querer plasmar en el dibujo aquella expresión de calma completa, espejo de la
tranquilidad de sus sentimientos, muestra de su vida interior, de su potencial
irradiante.
Quizás fue esa personalidad magnética, el halo de misterio
que le envolvía, la languidez con que dejaba descansar sus manos en las
rodillas. Manos que disimuladamente yo observaba cuando creía que nadie me
miraba, estilizadas y delgadas, con dedos largos, uñas bien recortadas, ninguna
mancha que indicara enfermedades en la hoja de ellas, el pliegue de la piel a
los dedos, o la región entre el extremo
de la piel sobre la superficie superior de la uña y la porción próxima a ella,
perfectamente delimitados, sin piel despegada ni excesiva. Lúnula blanca y
amplia. Las venas resaltadas por debajo de una piel pálida, sin vello y suave.
Eran unas manos que no pasaban desapercibidas fácilmente, no hacía falta
que tuvieras espíritu artístico.
Comenzaba
el encaje, primero el óvalo de la cara, después las líneas imaginarias que me
permitirían esbozar sus orejas, su nariz, sus labios, sus ojos y su cabello.
Una vez encajado con grandes trazos,
comenzaba a perfilar más detenidamente sus facciones. Conjugaba carboncillos de
distinto grosos y dureza o lápices según de que boceto se tratara, y así a base
de combinar distintas intensidades y el uso de la goma para producir brillo,
conseguía que poco a poco esas primeras líneas dieran vida a un rostro.
Pero no, no me convencía y repetía una y otra
vez el boceto, sin alcanzar a reproducir
todo lo que me transmitía su mirada.
Cuando los
profesores me daban el visto bueno, yo les rebatía su decisión diciéndoles que
no, que mi retrato sólo representaba los rasgos físicos y no los emocionales,
los psicológicos, o internos, que había algo más que no acababa de captar. Se
daban por vencidos, y me dejaban ante el caballete, delante de un retrato casi prefecto, de un rostro
casi perfecto.
Una noche
salí antes de clase, las lluvias torrenciales amenazaban el desbordamiento del
arroyo que tenía que atravesar para ir a
mi casa. El agua me impedía ver con claridad, y me tuve que salir del empedrado
que hacía de puente. Mi 4x4 no pudo
aguantar la fuerza del torrente. Me vi arrastrada hasta que se detuvo cerca de
la orilla. Atrapada en el coche y el agua que llegaba a la altura de media
puerta creí que había llegado mi hora. Puedo asegurar que yo no salí por mis
propios medios de allí, por mucho que me dijeran que me habían encontrado sola.
Recuerdo con toda nitidez unos brazos que me sacaban del coche.
La sangre
de mi cara me impedía ver a la persona
que me estaba ayudando. Una vez fuera, echada en el suelo y apoyada la cabeza
en sus rodillas, comenzó a limpiarme la cara, reaccioné impulsivamente
agarrándole una mano y a pesar de que
tenia los ojos manchados sangre, barro y agua, pude reconocer esos dedos
largos, esas manos casi marmóleas a pesar de la tibieza de su roce. Era Sitael.
Desorientada
levanté un poco la cabeza y comprobé que sus ojos me observaban fijamente. A
pesar del mareo que estaba sintiendo, noté que aquella mirada me traspasaba.
Sus ojos me llevaron a épocas remotas, al principio de los tiempos, a su
existencia de equilibrada soledad, a la
misión encomendada por no sé quien, “la custodia y ayuda al ser humano”.
Me sumergí
en su mirada, y percibí momentos de mi más tierna infancia, de mi adolescencia,
de mi juventud. Aunque su presencia hasta ese momento, nunca la había percibido, él había estado siempre a
mi lado. De no ser por su intervención en algunos momentos de mi vida, hoy
posiblemente no podría estar
contado esta historia.
Me desmayé,
el último sonido que recuerdo antes de recobrar el conocimiento fueron las
sirenas de la ambulancia.
Después del
accidente Sitael no volvió por clase. Un mes más tarde, en el silencio de mi
estudio, conseguí por fin dibujar la mirada
de un ángel.
Hay un
cuadro en el salón de exposiciones de la Escuela de Bellas Artes de mi ciudad
natal. Es una composición de varios bocetos que representan a un varón de unos
veinticinco años.
En el
catálogo de la exposición se puede leer:
"Cara
ovalada, sin arrugas, pelo hasta los hombros, negro, ondulado y suelto. Pegadas
a la cabeza, las orejas nacen a la altura de los ojos y terminan en la base de
la nariz. Cuello largo, nariz recta.
Boca de labios finos y cerrados. Parece un retrato teórico, todos los rasgos son perfectamente
proporcionados, dando una sensación de equilibrio natural. El cuadro representa
el rostro de un hombre bello, en varias posiciones, frontal de perfil,
escorzo... Sin embargo los ojos parecen difuminados en todos menos en el
central. La cabeza un poco bajada, mirada
al frente, y con los ojos bien
abiertos, el iris parece prisionero por las pestañas, que espesas y negras le
rodean.
En una
primera impresión su mirada es dulce, franca, abierta. Y el brillo de sus pupilas
transmite honestidad e inocencia.
Pero hay
algo más, si se fija con detenimiento en su rostro, los ojos muestra lo que con
palabras nadie puede imaginar, se percibe
un influjo de vitalidad, la calma
como reflejo de la tranquilidad de sus sentimientos, de la nobleza de su
corazón, apacible siempre, seguro de sí mismo"
En la parte
baja del cuadro, a la derecha en una pequeña placa reza lo siguiente: “Mirada
del ángel Sitael” – Curso 1984-1985 – Por Nuria Vela Luque