lunes, 19 de noviembre de 2012

Una especie protegida, por Cristina Pérez Rodríguez.


Al lado de la barra de madera oscura, con una taza de café aromando mi ropa, me disponía a leer otro de los numerosos artículos que por la carrera que elegí, me obligaban a leer, en la más frecuentada cafetería de todo el campus universitario, cuando un chico situado que pasaba detrás de mí me empujó con su torpeza e hizo que el café caliente terminará por derretir cada una de las letras de aquellos folios.

Con los ojos como platos apreciando aquel río que terminaba por volver ilegibles mi montón de folios, volví rápido la cabeza y allí lo encontré. Vestía de deporte, con una sudadera azul marina y pantalón gris. El pelo estaba despeinado y en su mentón pronunciado lucía una barba de varios días. Nada más mirarle, mis ojos apuntaron directos a un pequeño lunar justo encima de sus labios que lo hacían irresistible. Pese a la torpeza con la que había llamado mi atención, acepté encantada sus numerosas disculpas y su invitación a otro nuevo café pero disfrutando ahora de su compañía.

No paró de hablarme ni un instante. Parecía nervioso y seguro al mismo tiempo. Como si ya me conociera de antes, no dejó a un lado ningún detalle de su vida. A penas podía hablar…no me quedaba más remedio que terminar por escucharle la infinidad de cosas que le gustaban hacer y los planes de futuro que tenía en su cabeza.

No obstante, era inevitable que por mi cabeza rondara otra pregunta, que ahora no era adecuado preguntar…pero que sin duda era muchísimo más interesante.

¿Tendría novia? No lo parecía, tenía pinta de un chico ligoncete y sin ataduras, queriendo experimentar antes de llegar a enamorarse de una chica y que ya no tuviera ojos para ninguna otra. Aun así su atractivo no dejaba indiferente a cualquiera...quién sabe… Seguía sacando mis propias conclusiones cuando me tocó el hombro mientras me preguntaba: ¿Cuál me has dicho que era tu nombre?

Gracias a Dios que mis oídos identificaron aquel tono de pregunta y pude salir de aquella nube en la que me había inmerso yo solita, mientras él no paraba de hablar y hablar. Le conteste aún un poco aturdida y sin poder decirle nada más, se despidió de mi con una amplia sonrisa en su cara y dándonos dos besos en las mejillas. Eres encantadora…me ha gustado mucho hablar contigo. Me apetece verte más…dejemos que el destino decida. Hasta luego Carola. Sin más se marchó.

¿Perdona?  “Dejemos que el destino decida”. Pero este tío es ¿tonto?

No podía salir de mi asombro. Ya no existían hombres así…románticos. De esos que se pueden pasar la noche haciéndote un masaje en los pies porque después de una noche fantástica de fiesta, en la que tú, ideal, te calzas unos tacones de 14 cm así como la que no quiere la cosa. O de  esos que te despiertan con el aroma a pan tostado con mermelada  y mantequilla en la cama. De los que son capaces de no quedarse dormidos justo después de una apasionada noche, porque quieren abrazarte entre sus fuertes brazos. Los hombres que te invitan al cine sin tener que pasar por la incómoda situación de a ver quién maldita seas paga la cara entrada. Los que en la primera cita te acompañan hasta casa y en la puerta de dan ese dulce beso de las películas americanas que deja con ganas de más a cualquiera…

Ese tipo de hombres están en peligro de extinción, una especie protegida. Pero aquella frase de despedida, me dejó descolocada y más cautivada aún por sus encantos. Los días no pudieron pasar de otra forma. Me parecía estar volviéndome loca. Lo buscaba siempre a la misma hora en la misma cafetería.

No sabía realmente en qué podría desembocar aquella conversación que mantuvimos aquella tarde…pero era la curiosidad y las ganas de vivir una típica película de Hollywood, las que me hacía buscarle en no sé dónde y no sé cuándo. La torpeza con la que lo escuche aquel día, preocupándome más por cuántas arrugitas se le formaba en su entrecejo al reírse, que por lo que realmente me contaba, hacían que no tuviera ninguna pista a la que aferrarme y por lo tanto tendría que dejar las cosas en manos del destino…
Empezaba a odiar aquella palabra y aquella idea de que no podría controlar mis propios pasos si aquel destino existía.

Seguía acudiendo a clase aquel largo otoño…ya ni siquiera recordaba aquel misterioso lunar, aquella voz grave que no paró ni un segundo de hablarme, aquel pelo despeinado…se iban olvidando detalles y me iba olvidando de pensar en él y preocuparme por mirar atenta a cada ratito de la vida.

Volvía a casa, un jueves más, andando con mis inseparables cascos de música en mis oídos. Aquel día no quise cambiar de camino, deseaba llegar lo antes posible y darme una ducha de agua caliente para relajar mis músculos, por esa razón había salido de clase un cuarto de hora antes y mi paso era más acelerado de lo habitual.

Inmersa en el ritmo de la música, que me hacía caminar por la acera como si de una pasarela de moda se tratara, tropecé con una loseta sobresaliente que provocó que la modelo perdiera el equilibrio y cayera al suelo delante de todos aquellos flashes. Avergonzada, miré para todos los lados para asegurarme de que no había testigos de mi gran torpeza y así poder levantarme lo antes posible del suelo. Me sacudí el polvo de la calle que se apoderó de mi pantalón negro por unos instantes, y levanté la mirada hacia el frente cuando ahí estaba él. Una vez más vestido de deporte. Con la misma barba, el mismo corte de pelo…como si no hubieran pasado los días y estuviéramos en aquella cafetería.

Nerviosa recogí los auriculares del suelo y los guardé en el bolso. No fui capaz de pronunciar palabra…esperé a que él dijera algo después del numerito de la caída. Te veo muy guapa- me dijo con aquella voz que por fin volvía a escuchar- ¿Quieres ir a tomar un café? Esta vez prometo dejarte hablar…la otra vez no paré ni un segundo.

-        La verdad es que me apetece…hace tiempo que no te he vuelto a ver después de tu torpeza con el café. Ya he visto que no soy el único…- se le arrugaba el entrecejo y podía volver a contar las 5 arrugas que se le formaban- ¿Estás bien?

El destino y yo estábamos mejor que nunca.

1 comentario:

  1. Estas torpezas como la de tu protagonista, a veces dan para mucho. Debe ser que en verdad la perfección absoluta no nos gusta casi a nadie. Cristina,creo que tus relatos nos rejuvenecen. Me gusta esa manera tan fresca que tienes de contar historias.

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