lunes, 26 de noviembre de 2012

Coloridos escaparates, por Cristina Pérez Rodríguez.



Una noche fría y cubierta por el manto blanco de la nieve, estaban las calles iluminadas por las tenues luces de las farolas mientras la gente paseaba en familia disfrutando de las mágicas fechas de la Navidad.

El olor a castañas asadas, de humildes vendedores ocupaban las aceras de adoquines grisáceos, las chimeneas echaban humo, coros navideños entonaban los más conocidos villancicos a la espera de la caída de monedas sobre sus sombreros, se podía ver cada una de las pequeñas tiendecitas, decoradas para la ocasión con luces de colores, muérdagos y algún que otro árbol de navidad, esperando a que los clientes traspasaran sus puertas e hicieran negocio.

Abundaban las tiendas de juguetes que recibían a la mayor parte de la clientela. Sus escaparates coloridos aguardan todo tipo de juguetes, esperando a estar entre los brazos de cualquier pequeño. Muchos eran los niños y niñas que se acercaban y llegaban a entrar con caras ilusionadas, para elegir la muñeca con el vestido más bonito o el trenecito más veloz.

Todos los años en la misma fecha, una niña pelirroja se asomaba y miraba con detenimiento, a través del cristal polvoriento de una pequeña artesana juguetería salvada de las grandes multitudes y agobios, sus triciclos de madera y sus marionetas sencillas de dos colores. Apoyaba sus manos gorditas abiertas sobre el cristal y acercaba su carita redonda de mofletes rosados, llegando incluso a entrar en contacto su nariz pequeña, con el frío cristal.

Con los ojos azules bien abiertos, pestañeaba tan solo cuando era necesario con aquellas largas pestañas rojizas, para no perder detalle. Siempre acudía cada tarde de invierno, vestida con leotardos de color marrón, falda de cuadros y una camiseta de mangas largas que alternaba cada día con un color distinto, escondida debajo del mismo abrigo de lana celeste.

Protegida siempre su cabeza, con un gorro orejero de color gris, a juego con una bufanda del mismo color que le rodeaba 3 veces su cuello, salía de su casa a la misma hora para ver cómo el viejecito dependiente le daba la vuelta al cartel de la puerta para indicar, un día más de la Navidad, que su tienda estaba abierto.
Jamás se había atrevido a pasar del umbral de la puerta y hacer sonar las pequeñas campanas doradas, que avisaban de que alguien entraba.

Un año tras otro, el dueño de la juguetería consiguió que aquella dulce cara se le grabara en la memoria. Le gustaba observarla desde su taburete de tres patas, justo detrás del escaparate, desde el cual tallaba sus figuras. Nunca habían cruzado mirada, nunca habían intercambiado palabra…pero ella siempre volvía a la misma austera juguetería, y eso él, lo admiraba.

En unas de las pocas corrientes tardes soleadas del invierno, la niña volvió una vez más a la tienda para volver a mirar tras el cristal. Fue entonces cuando escuchó la campana de la puerta sonar.

Tras el replique, pudo ver al viejo juguetero como se acercaba a ella con una bata blanca, sujetando una muñeca de madera entre sus débiles brazos. Se acercó a ella y extendiéndolos, la dejó caer sobre las manos, cubiertas esta vez por guantes, de la pequeña.

Con los ojos muy abiertos, dirigió la cabeza hacia arriba, lo miró y esbozó una amplia sonrisa que dejaba ver, las dos pequeñas paletas que aun le faltaban por crecer. El anciano, inclinó su cintura para acercarse a la cara de aquel angelito y le dijo:

-        Feliz Navidad princesita.

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