Una
noche fría y cubierta por el manto blanco de la nieve, estaban las calles
iluminadas por las tenues luces de las farolas mientras la gente paseaba en
familia disfrutando de las mágicas fechas de la Navidad.
El
olor a castañas asadas, de humildes vendedores ocupaban las aceras de adoquines
grisáceos, las chimeneas echaban humo, coros navideños entonaban los más
conocidos villancicos a la espera de la caída de monedas sobre sus sombreros, se
podía ver cada una de las pequeñas tiendecitas, decoradas para la ocasión con
luces de colores, muérdagos y algún que otro árbol de navidad, esperando a que
los clientes traspasaran sus puertas e hicieran negocio.
Abundaban
las tiendas de juguetes que recibían a la mayor parte de la clientela. Sus
escaparates coloridos aguardan todo tipo de juguetes, esperando a estar entre
los brazos de cualquier pequeño. Muchos
eran los niños y niñas que se acercaban y llegaban a entrar con caras
ilusionadas, para elegir la muñeca con el vestido más bonito o el trenecito más
veloz.
Todos
los años en la misma fecha, una niña pelirroja se asomaba y miraba con
detenimiento, a través del cristal polvoriento de una pequeña artesana juguetería
salvada de las grandes multitudes y agobios, sus triciclos de madera y sus
marionetas sencillas de dos colores. Apoyaba
sus manos gorditas abiertas sobre el cristal y acercaba su carita redonda de
mofletes rosados, llegando incluso a entrar en contacto su nariz pequeña, con
el frío cristal.
Con
los ojos azules bien abiertos, pestañeaba tan solo cuando era necesario con
aquellas largas pestañas rojizas, para no perder detalle. Siempre
acudía cada tarde de invierno, vestida con leotardos de color marrón, falda de
cuadros y una camiseta de mangas largas que alternaba cada día con un color
distinto, escondida debajo del mismo abrigo de lana celeste.
Protegida
siempre su cabeza, con un gorro orejero de color gris, a juego con una bufanda
del mismo color que le rodeaba 3 veces su cuello, salía de su casa a la misma
hora para ver cómo el viejecito dependiente le daba la vuelta al cartel de la
puerta para indicar, un día más de la Navidad, que su tienda estaba abierto.
Jamás
se había atrevido a pasar del umbral de la puerta y hacer sonar las pequeñas campanas
doradas, que avisaban de que alguien entraba.
Un
año tras otro, el dueño de la juguetería consiguió que aquella dulce cara se le
grabara en la memoria. Le gustaba observarla desde su taburete de tres patas,
justo detrás del escaparate, desde el cual tallaba sus figuras. Nunca habían
cruzado mirada, nunca habían intercambiado palabra…pero ella siempre volvía a
la misma austera juguetería, y eso él, lo admiraba.
En
unas de las pocas corrientes tardes soleadas del invierno, la niña volvió una
vez más a la tienda para volver a mirar tras el cristal. Fue entonces cuando
escuchó la campana de la puerta sonar.
Tras
el replique, pudo ver al viejo juguetero como se acercaba a ella con una bata
blanca, sujetando una muñeca de madera entre sus débiles brazos. Se acercó a
ella y extendiéndolos, la dejó caer sobre las manos, cubiertas esta vez por
guantes, de la pequeña.
Con
los ojos muy abiertos, dirigió la cabeza hacia arriba, lo miró y esbozó una
amplia sonrisa que dejaba ver, las dos pequeñas paletas que aun le faltaban por
crecer. El
anciano, inclinó su cintura para acercarse a la cara de aquel angelito y le dijo:
-
Feliz
Navidad princesita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario