Hola, soy una perra Bóxer y me llamo Turca.
Me trajeron a mi nueva casa en una caja de cartón. Cuando
llegué aún estaba trastornada por el zarandeo del viaje. Tenía miedo y
temblaba. Aunque había mucha gente esperándome, no tuve ninguna duda de quién
iba a ser mi dueño. El se llama Cristo. Cuando pasó su mano por mi cabeza
desapareció el miedo y ya no temblaba. A partir de aquel día se convirtió en mi
compañero. Junto a él me encuentro tranquila y feliz. Cristo tiene una voz muy especial, o al menos a mí me lo
parece. Se entretiene enseñándome cosas
que a él le hacen feliz. Me sonríe cuando le obedezco.
Desde el momento en que llegué, los días en mi nueva casa
pasaban entre juegos y carreras, era verano y los niños disfrutaban de
vacaciones. Aquellos fueron mis mejores momentos. Lo único que tenía que hacer
para ganarme el sustento y el cariño de todos era sentarme cuando oía “sit”,
tumbarme cuando decían “plás” y saltar muy alto para coger una zapatilla que
colocaban colgada de un árbol a la voz
de “cógela Turca”.
No sabía lo poco que me quedaba de diversión y buena vida.
Para mí todo cambió cuando a Cristo se le ocurrió que ya era
hora de que tuviera cachorros. Me presentó a Apache.
Cuando le vi me gustó bastante. Apache es un bóxer guapo, fuerte y elegante. Su
mancha blanca en la nuca destacaba sobre su pelo marrón. Su olor me cautivó y… ahí me perdí. Al poco tiempo, mi vientre comenzó a cambiar.
Empezé a preparar el nido con esmero. Busqué el sitio
apropiado donde no hiciera frío ya que mi prole nacería en invierno. Pensaba en
si mis hijos se parecerían a su padre. Si tendrían el mismo lunar blanco.
Deseaba poder disfrutar de una experiencia idílica fruto del juego amoroso con
Apache el perfecto.
¡Qué equivocada estaba!El resultado de aquel juego han sido
estos siete hijos tragones. Siete hijos rechonchos que se pasan el día
enganchados a mi dolorido cuerpo. Estoy cansada y angustiada. Se pelean, se
muerden y se me escapan continuamente. Las visitas de Cristo y sus palabras de
apoyo me ayudan un poco, pero no impiden que sienta pena de mí misma al verme de esta
guisa. Pobre cuerpo ajado. Pero no solo siento dolor, cansancio, angustia y pena, me
siento engañada y estafada por la actitud indolente de Apache. Allí está
sentado como un señor, lejos de aquí, en la otra punta del jardín y como si
todo esto no tuviera nada que ver con él.
De noche, cuando mis
vástagos me dejan un poco tranquila, salgo de la caseta y miro a la luna- tan redonda y tan lejana-
cómo ilumina el árbol de la zapatilla. ¡Qué tiempos aquellos! No sabía que
fuera tan duro ser madre ni que fuera tan fácil ser padre.
Pienso en Apache, en su lunar blanco, en su porte altanero,
en su libertad y solo se me ocurre una cosa, quiero volver a ser como antes,
poder jugar, no tener preocupaciones, en resúmen… Quiero ser como él.
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