miércoles, 28 de noviembre de 2012

Turca, por Carmen Gómez Barceló.


Hola, soy una perra Bóxer y me llamo Turca. 

Me trajeron a mi nueva casa en una caja de cartón. Cuando llegué aún estaba trastornada por el zarandeo del viaje. Tenía miedo y temblaba. Aunque había mucha gente esperándome, no tuve ninguna duda de quién iba a ser mi dueño. El se llama Cristo. Cuando pasó su mano por mi cabeza desapareció el miedo y ya no temblaba. A partir de aquel día se convirtió en mi compañero. Junto a él me encuentro tranquila y feliz. Cristo tiene una voz muy especial, o al menos a mí me lo parece. Se entretiene  enseñándome cosas que a él le hacen feliz. Me sonríe cuando le obedezco.

Desde el momento en que llegué, los días en mi nueva casa pasaban entre juegos y carreras, era verano y los niños disfrutaban de vacaciones. Aquellos fueron mis mejores momentos. Lo único que tenía que hacer para ganarme el sustento y el cariño de todos era sentarme cuando oía “sit”, tumbarme cuando decían “plás” y saltar muy alto para coger una zapatilla que colocaban colgada de un árbol  a la voz de “cógela Turca”.
No sabía lo poco que me quedaba de diversión y buena vida.

Para mí todo cambió cuando a Cristo se le ocurrió que ya era hora de que tuviera cachorros. Me presentó  a Apache. Cuando le vi me gustó bastante. Apache es un bóxer guapo, fuerte y elegante. Su mancha blanca en la nuca destacaba sobre su pelo marrón.  Su olor me cautivó y… ahí me perdí. Al poco tiempo, mi vientre comenzó a cambiar.

Empezé a preparar el nido con esmero. Busqué el sitio apropiado donde no hiciera frío ya que mi prole nacería en invierno. Pensaba en si mis hijos se parecerían a su padre. Si tendrían el mismo lunar blanco. Deseaba poder disfrutar de una experiencia idílica fruto del juego amoroso con Apache  el perfecto.
¡Qué equivocada estaba!El resultado de aquel juego han sido estos siete hijos tragones. Siete hijos rechonchos que se pasan el día enganchados a mi dolorido cuerpo. Estoy cansada y angustiada. Se pelean, se muerden y se me escapan continuamente. Las visitas de Cristo y sus palabras de apoyo me ayudan un poco, pero no impiden que  sienta pena de mí misma al verme de esta guisa. Pobre cuerpo ajado. Pero no solo siento dolor, cansancio, angustia y pena, me siento engañada y estafada por la actitud indolente de Apache. Allí está sentado como un señor, lejos de aquí, en la otra punta del jardín y como si todo esto no tuviera nada que ver con él.

 De noche, cuando mis vástagos me dejan un poco tranquila, salgo de la caseta y  miro a la luna- tan redonda y tan lejana- cómo ilumina el árbol de la zapatilla. ¡Qué tiempos aquellos! No sabía que fuera tan duro ser madre ni que fuera tan fácil ser padre.

Pienso en Apache, en su lunar blanco, en su porte altanero, en su libertad y solo se me ocurre una cosa, quiero volver a ser como antes, poder jugar, no tener preocupaciones, en resúmen… Quiero ser como él.

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