lunes, 12 de noviembre de 2012

La Promesa, por Matilde López de Garayo.


Me parece mentira, que yo, una fría, práctica y calculadora empresaria,  vuelva a mi tierra a cumplir una promesa que hice hace, ¿treinta, años?, a un ser inexistente..

A lo largo de estos años, mi intuición o mi sexto sentido, como dicen algunos, me ha servido para salir airosa de muchas situaciones, por eso creo que mi memoria guarda de alguna manera, la evidencia  de que aquel suceso no fue fruto de mi imaginación, sobre todo cuando toco el colgante que desde entonces llevo al cuello.

Recuerdo que no paré de incordiar a mi madre hasta que conseguí que me lo engarzaran y le gravasen una fecha: cuatro de junio de 2012, ¡Hoy! Mi madre decía que en las inscripciones se ponen fechas de momentos importantes, que deseas recordar, nunca, una fecha de dentro de treinta años, pero tanto insistí que al final se rindió ante mi tozudez.

Las personas creen en amuletos, talismanes, u objetos que le trasmiten un efecto mágico que aleja el mal o atrae el bien. El mío es un trozo de esquisto con dos pequeñísimos  granates. Me dijeron que procedía de la sierra. Cuando lo llevaron al joyero no permití que los tocaran, la piedra en sí no vale nada, ¡Pero en el catálogo del "valor" de las cosas, existen muchos  capítulos como el comercial, el artístico, o el que cada uno le otorga a aquello que le acontece en la vida, o que le rodea. Para mí, el colgante que llevo al cuello, me ha aportado, a veces, la fuerza suficiente para  abordar la vida. Por lo menos eso he estado creyendo yo.

Salí esta mañana de Madrid. Mi marido Oscar, y Gema de seis años se quedaron durmiendo en la cama de matrimonio, Nuestra hija acurrucada contra su padre, el gran osito, como lo llama ella, me imagino que por el vello que tiene. Últimamente la niña tiene pesadillas, creo que es por su gran imaginación. Su padre dice que ha salido a mi.

Ya veo Sierra Nevada, ¡Cuántos años desde que me fui de mi tierra! Me hubiera gustado que me acompañara mi familia pero hay asuntos que una debe resolver sola, y uno de ellos es enfrentarse a determinadas fantasías y demostrarse que sólo son fantasías. Nada más. ¡Bueno! Esto lo  pienso mientras acaricio el talismán, gesto que acostumbro hacer  cuando necesito concentrarme.

Ahora camino por mi antiguo barrio, la Plaza de la Trinidad, con sus dibujos de piedra, su fuente, y los gigantescos árboles, que ahora que los veo, no son tan gigantes. Después subo por la cuesta de Gomérez  que me llevará a la Alhambra  y no la encuentro tan  empinada como cuando era niña,  pero sí cargada de recuerdos.

Recuerdos que se agolpan en mi cabeza y fluyen como el agua que baja por las acequias, a ambos lado de la carretera, queriéndome mostrar que están ahí, saltando en mi cabeza, como las gotas que chocan con las piedras, debido a la fuerza que adquiere la corriente por  el desnivel de la cuesta.

Y veo a una niña de diez años, con un vestidito  amarillo, las manos metidas en los bolsillos, mirando a un lado y otro, llorando.

Esa niña soy yo, perdida en el laberinto que hay en el Generalife. En ese momento  quiero  que mis hermanos me encuentre, ya no me gusta jugar al escondite. Me siento en un banco de espaldas a los setos, cansada de correr a ver si reconozco entre la gente despreocupada  a mis padres o mis hermanos.

Noto una brisa que se levanta con suavidad, trayendo un intenso olor a rosas y jazmines. En ese momento escucho un llanto más fuerte que el mío, vuelvo la cabeza y está ahí. Y me sorprendo, como únicamente lo puede hacer un niño, que aún la fantasía ocupa gran parte de sus pensamientos: estoy viendo, un viejo, viejísimo de unos doscientos o trescientos años. Viste una túnica marrón y un turbante negro,  arrastra unas alforjas de muchos colores. Me restriego los ojos y sigue detrás del banco, agachado y recogiendo con sus pequeños dedos, una a una,  piedrecitas blancas que se encuentra repartidas por todo el suelo. Las mete en las bolsas.

Me bajo del banco de un salto, y me acerco a esa persona tan pequeña. Le pregunto que qué hace, y cuando se percata de mi presencia se cae de culo, con lo que me provoca mi risa, mi miedo ha desaparecido, todo lo que me rodea se ha alejado de golpe, sólo él, el aroma a flores y yo.

Le pregunto que porqué llora de esa manera, y él me contesta que está maldito, castigado, corrige cuando ve mi expresión de ingenuidad. Qué hace muchos, muchos años, fue un gran mercader que prestaba dinero y después le tenían que devolver muchísimo más, qué con su egoísmo hizo mucho daño a sus vecinos. El mago de la corte del sultán, alertado de su avaricia, le maldijo, a recoger tantas piedras como lágrimas había provocado. Sólo tendría un día, ¡Un día cada treinta años!., el resto del tiempo deambularía como alma en pena por aquel palacio Desde entonces había conseguido acumular un buen montón de piedras, pero no era suficiente, y estaba cansado, quería dormir de una vez. Le pregunto si yo le puedo ayudar mientras que le lleno las alforjas de piedras.

Anochece y me coge  las manos con las suyas callosas, al tiempo que me dice -Lleva esta piedra contigo, y devuélvemela en este mismo sitio, dentro de treinta años- Sus ojos se agrandan y brillan, noto  como la fuerza de sus manos se debilita, y su cuerpo va desapareciendo, le contesto con determinación ¡Vale!..,

Me encontraron dormida encima del banco. No  hubo regaños, sólo besos y abrazos. Cogida de las manos de mis padres  salí de la Alhambra. Detrás se quedaba el Generalife, sus fuentes, sus flores, sus  leyendas.

¿Leyendas?..,  De vez en cuando, camino de mi casa, me soltaba de la mano de mi madre y metía la mano en el bolsillo, agarraba con fuerza una piedra que desprendía calor..,

Se hace tarde, llevo dos horas esperando, en el mismo banco de aquella vez, miro a mi alrededor escéptica y resignada.

¡No vendrá!, ¡Todos estos años, amasando la duda...!, Ha sido un bonito sueño, ¡Pero era de suponer, que aquella historia la soñé!. De todas formas me lo tenía que demostrar y además lo había prometido aunque fuera a mi misma. Si algo me ha hecho digna de confianza en el mundo empresarial es que soy consecuente con mis actos, y rara vez incumplo una promesa.

¡Es la hora! Me late el corazón, me tiemblan  las manos cuando abro el broche del colgante de mi amuleto. No me extraña la  fuerza que desprende, casi me quema la piel, y la atracción que emana la piedra actúa como un imán en mi cuerpo. Sospecho que es energía, estoy segura que  no es ninguna figuración. La sostengo durante un rato en mi mano, mirándola por última vez. Está muy caliente. La deposito a mi lado encima del banco, miro al frente pero  mi mano apoyada en el frío mármol no acababa de alejarse de ella,  al final me levanto lentamente.

Me va a costar acostumbrarme a su ausencia, sin embargo no tengo miedo a que me abandone la suerte. Seguirán habiendo momentos buenos y otros no tan buenos, pero soy una luchadora, no me rindo fácilmente porque la fuerza no está en la piedra,  está en mi interior y en los que me rodean. Me coloco en el cuello un pequeño corazón de oro, dentro dos minúsculas fotos con las imágenes de mis talismanes reales, mi marido y mi hija, esos dos granates que están fundidos con mi corazón, que son el eje de mi vida. 

Sopla una tenue brisa que hace moverse levemente los setos que tengo detrás, y bailar los papelillos que duermen en el suelo, desde el fondo de mis recuerdos se despierta una suave fragancia a rosas y jazmines.

Es entonces cuando vuelvo la cabeza.

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