domingo, 18 de noviembre de 2012

El Pacto, por José Miguel García.



Creo que ocurrió una tarde de noviembre, en el instante justo en que las sombras se entrelazan. Aquel día yo estaba mal -decaído...casi laxo- después de un largo fin de semana de intensas y dolorosas discusiones con mi ex hasta altas horas de la madrugada. Demasiados arañazos morales, una enormidad de reproches y una interminable relación de los pecados del pasado – para eso las mujeres tienen una memoria prodigiosa- habían conseguido que nadara entre el abatimiento y la displicencia. Tras el daño mutuo que nos habíamos infligido era evidente que aquella situación no tenía otra solución que la separación. Tras horas de silencio tenso, como calma que precede a la tormenta, afirmó con contundencia que no había vuelta atrás, lo dijo tranquila como si no le importara (o al menos así me lo pareció), y con tal seguridad que comprendí que cualquier intento de arreglo por mi parte no sería mas que una pérdida de tiempo. Aunque aún me resistía, los dos sabíamos que seguir juntos sería solo una manera ficticia de prolongar algo acabado que de prolongarlo solo nos conduciría a mayor dolor y a nuevas frustraciones. Por lógica todo tiene un principio y un fin, el amor también lo tiene, pensé. Seguro de que ella tenía razón, admití sin ganas que así sería y que me marcharía el próximo lunes. Aunque lo había dicho aún me costaba aceptarlo y si lo hice fue a regañadientes, pero al cabo de una par de horas lo tragué de golpe como una de esas medicinas que si pretendes beberla despacio te hacen vomitar. 

Como soy una persona fría y me gusta relativizar en lo posible lo que sucede, pensé que no era algo anormal lo que nos había ocurrido, incluso podía ser lógico; lo extraño sería continuar juntos después de tantos años, así lo confirmaban las estadísticas: más de la mitad de las parejas que llevan entre quince y veinte años juntos se divorcian. Un ensayo que sobre  el tema que había leído meses atrás por el interés que para vi vida personal suponía, aseguraba que el periodo de enamoramiento dura, en el mejor de los casos,  dos años y en el peor sólo tres meses – nosotros no habíamos batido ningún récord, pero tampoco había estado tan mal,  dije como para justificarme-. Para subsistir juntos, continuaba el estudio, requería de un esfuerzo común en el que el amor apasionado debía irse trasmutando en empatía, comunicación, comprensión y ganas de complacer. Tuve la seguridad de que nosotros no nos hallábamos entre las parejas que estuvieran dispuestas a tal cambio. Así que ante la perspectiva de vivir entre reproches, maltratos psicológicos y chantajes emocionales en resto de la vida, la solución que habíamos tomado era la más inteligente.

         Sentado en el sofá del salón, aunque a menos de diez metros de la habitación donde  mi  ex mitigaba su sincero dolor con lágrimas y suspiros, di, con amargura, un repaso a mi vida, - no a la que compartimos, sino a la que era mía e independiente-, con la esperanza de encontrar fuerzas para sobrellevar el fracaso con la mayor dignidad posible. 

Suelo hacer esto cuando las cosas van mal, una especie de autoterapia sin explicación   científica pero que me sirve para superar los malos tragos sin que queden heridas perennes. Cuando lo hago, hay cinco o seis recuerdos en los que me centro. Después de recorrer los pocos detalles que quedan de mi mas tierna infancia volé hacia mi juventud, el periodo mejor de mi vida. En es instante sentí la boca seca y un pellizco punzante en el estómago producto de no haber comido prácticamente nada en los tres días que llevábamos dándole vueltas al tema; fui  al frigorífico a rescatar una bebida para calmar lo que no era sed realmente sino necesidad. Alcancé una cerveza de tercio, una nacional  en vez de la Schmucker alemana que esperaba encontrar como otras veces. 

Con la cerveza en la mano, volví a sentarme en el sofá pero esta vez acomodé un par de cojines en el cuello, las cervicales en la oficina habían sufrido lo suficiente como para necesitarlos. Tras colocarlos convenientemente, escuché por si me ex seguía llorando y al no oírla imaginé que se habría quedado dormida – las discusiones interminables cansan hasta el agotamiento-, bebí un largo trago con satisfacción y volví a enfrascarme en los recuerdos. 

          Supongo que mi amigo Alex  llegó a mi pensamiento porque un rato antes al empezar reunir algunas de las cosas personales que iba a llevarme del hogar común el próximo lunes, encontré algo que fue suyo. Recreé su recuerdo con placer mientras cerraba los ojos. Apareció como lo conocí, delgado hasta lo inverosímil, colgado de una nariz ganchuda que le daba el aire judío del prestamista del cuadro de Massys, aunque nada más lejos de la realidad lo de prestamista y lo de judío, salvo por su apéndice que era una nariz delatadora, algo así como un carné de identidad sin números que le precedía. Lo recuerdo como un ser especial, mañoso hasta lo sublime, compañero solidario y como una de las personas que mas ha influido en ser como soy. 

Como si quisiera pedirle consejo en este momento doloroso, pensé por un instante llamarlo por teléfono, supongo que la cerveza ya agotada, el candancio y el estómago vacío influyeron porque Alex había muerto. Su muerte ocurrió hacía ya más de quince años y aunque seguía vivo en mi memoria, no me cupo dudas de que había sido una absurda la ocurrencia. No pude evitar que una mueca triste acudiera a mis labios al memorar su amistad, una amistad que fue intensa y continua, interrumpida exclusivamente por las obligaciones y la distancia que el trabajo nos imponía. Sólo la inexorable muerte que lo arrebató del mundo puso en ella un hasta luego, que no punto y final, pues le sigo queriendo como entonces. 

En nuestra relación de juventud hubo muchas cosas sorprendentes, algunas típicas de la edad y otras no tanto, pero de ellas la que me llegó en un relámpago  fue el pacto que una hicimos una noche. Fue un pacto que habíamos visto en alguna película y que reprodujimos, de la manera mas fiel de la que fuimos capaces, una madrugada, de las muchas que pasábamos en el garito de su casa divagando sobre la vida y sus misterios cuando a alguien del grupo se le ocurrió. No se como fui capaz de hacerlo, porque no me distingo por mi valentía hacia estos temas, pero a pesar del miedo que a todos nos producía, me ofrecí a que lo hiciéramos Alex y yo y él no se negó. Procedimos a cortamos con una navaja las palmas de las manos – en la película se cortaban las muñecas, pero tal corte nos dio un desasosiego que no era otra cosa que miedo a desangrarnos, así que aprovechando que alguien del grupo afirmó, no sin razón, que la misma sangre era si salía de las palmas de las manos o de las muñecas-, tomamos la opción menos traumática. Tras herirnos en las manos, no sin aprensión, y desde luego con un corte poco profundo, lo justo para que algunas gotas brotaran, las juntamos con solemnidad sellando un pacto que llamamos, como no, de sangre. Tras hacerlo, juramos los dos que el que muriera primero volvería para comunicarle al otro lo que había después de es tránsito y a anunciarle que se preparara porque pronto acabaría su tiempo en el mundo de los vivos.

    Alex murió en un accidente de carretera con veintiséis años, una desgracia inimaginable siempre y más en él, que como experto conductor de motos había participado en algunas carreras oficiales, pero lamentablemente ocurrió. Asistimos los cinco a su entierro, él de cuerpo presente y los cuatro a los que se había quedado reducido el grupo. Tras las exequias los cuatro  fuimos a su casa para intentar consolar a su desolada madre, cosa imposible porque era hijo único de padres mayores.  Doña Araceli, de la que Alex era una copia masculina, con una fortaleza que aquel tiempo no supe medir, nos acompañó a la puerta de su habitación y con lágrimas reprimidas nos dijo que cogiéramos de entre las cosas de su hijo todo lo que quisiéramos, porque no habría mejor lugar que nuestras manos para seguir manteniendo vivo el recuerdo de su hijo. Solos en aquella habitación donde tantas horas habíamos pasado, aún sin creernos que ya no volveríamos a estar juntos, los cuatro decidimos repartimos los discos que tantas veces habíamos escuchado y que eran parte de nuestras vidas, por supuesto discos de vinilo,  LP de 33 revoluciones para tocadiscos de aguja. 

Cuando me tocó el turno escogí uno de la banda de rok  americana Iron Butterfly, que en la cara A tiene una canción que dura cerca de veinte minutos a la que Alex tenía especial devoción y a todos nosotros nos encantaba - desde aquel día hice lo posible para no volver a oírla-.  In-A-Gadda-Da-Vida se llamaba y a pesar de que ninguno entendíamos su letra en inglés -entonces era el francés el idioma que nos obligaban a estudiar en bachillerato-, habíamos pasado tantas horas oyéndola y cantándola que se convirtió en el himno del grupo, una especie de seña de identidad para nosotros. 

    Estaba en esa meditación cuando sentí una presencia en la habitación, supuse que sería mi mujer que iba o venía de algún lugar de la casa y como andábamos como andábamos y estaba la luz apagada, no habría dicho nada al pasar. No le di mas importancia e intenté seguir con mis cavilaciones. 

No puedo explicar por qué, quizás por instinto volví la cabeza hacia la terraza y lo vi. Estaba de pié con la ventana a su espalda y sentí que me miraba. Cualquiera en mi lugar  hubiera tenido miedo, pero no fue mi caso al menos en ese momento. Lo observé muy despacio como quien mira a un paisaje o un cuadro con detalle sin que nada le apremie. Desde la calle entraba la escasa luz de una farola lejana, insuficiente incluso para que de fotografiar la escena apareciera algo más de una mancha difuminada a contraluz, sin embargo a pesar de no verlo con claridad, una leve sombra en lo que parecía ser su rostro delataba una nariz prominente. No me hizo falta mucha imaginación para saber que era él; cuando digo él, quiero decir el fantasma de Alex porque como un rumor empezaron a sonar tímidamente los primeros compases de In-A-Gadda-Da-Vida. 

Me quedé quieto con la mente en blanco, cerré los ojos y los abrí varias veces asegurándome de que aquello no era fruto de mi imaginación o de la bebida. Efectivamente seguía allí, detenido en el tiempo y levitando sobre el suelo. Así estuvo hasta que al cabo de lo que yo interpreto por unos segundos, pero que quizás fueran varios minutos, una ráfaga de aire movió la cortina de la ventana. Como de una señal inexplicable se tratara, una más, su figura se fue difuminando como el humo junto con el sonido de la canción. 

Al desaparecer me levanté, me acerqué, ahora nervioso, a la ventana con la esperanza de encontrar alguna señal, algún detalle que me confirmara su presencia y quizás su mensaje. Miré en el espacio que ocupó, lo traspasé con las manos de arriba abajo y de derecha a izquierda, busqué por toda la zona de alrededor sin encontrar la más mínima huella ni sentir el frío helado que dicen acompaña a las apariciones. 

Descompuesto pensé despertar a  Marta para comentarle lo sucedido, pero rechacé la idea, no estábamos para temas fantasmagóricos  ni ella me iba a creer. Volví al sofá y me dejé caer a todo lo largo mientras el desconcierto me iba invadiendo. En ese instante mi razón se negó a  preguntar por las consecuencias del pacto que un día concertamos ni mucho menos lo que su aparición podría suponer. 

A la mañana siguiente pedí cita a un notario para redactar mi testamento del que estas páginas son su introducción. 

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