martes, 13 de noviembre de 2012

Oferta de vértigo, por Víctor Varela.


Era una serie inagotable de ráfagas de aire helado que te dejaban sin respiración, pero al menos sirvieron para despejar mis dudas. No lo iba a hacer, de ninguna manera. ¿Que se me había perdido a mí en una avioneta a quince mil pies de altura? ¡Yo a lo mío, a mis balances, mis cuentas, mis clientes! ¡Pero si siempre he tenido vértigo, desde pequeña! Fué un impulso estúpido.
Dos semanas antes había recibido la oferta en mi correo electrónico. Aprenda a Volar, era el título del mensaje, simple y sugerente, y el precio era imposible de rechazar. Además, aquella misma mañana había desayunado con Dácil, mi mejor amiga. Entre tazas de café con leche y canela y tostadas, me contó sus dos saltos desde encima de un puente el fin de semana anterior - ¡Un chute de adrenalina y una experiencia brutal de libertad, Gema! - dijo entusiasmada. Por supuesto le dije que estaba loca, pero no podía evitar sentir envidia de su capacidad para divertirse y su arrojo. Mi vida, por contra, era monótona.

Jacobo y yo llevamos doce años casados. Nos conocimos en la Facultad de Económicas. Es bueno y cariñoso, pero en lo que respecta a pasión, diversión, locura... dígamos que es una persona de costumbres tranquilas. Y después de tanto tiempo juntos lo conozco tan bien que se lo que va a decir antes de que abra la boca. Así pues ¿para qué consultarle? No necesitaba que me llenaran la cabeza de dudas y de sentimiento de culpa por gastar el dinero en tonterías. Añoraba sentirme libre.

Hice “click” y compré dos billetes. Y ¡mira ahora dónde estoy, mirando al vacío desde la puerta abierta de esta avioneta, y con un casco y unas gafas amarillas imposibles de combinar!. Me giré buscando algo de comprensión en los ojos de mi marido.

- Gema, cielo, no te lo pienses, ¡salta! - dijo. ¡Que irónico resultaba que me llamara “cielo” a
esas alturas. No podía llamarme “cariño”, ni “mi vida”, ni “amor mío”...
- No puedo, salta tú, yo no puedo. Lo siento - le dije mientras me sentaba a su lado y trataba de
ocultar mi decepción por su falta de apoyo.
- Señora. Si no saltan en diez minutos tendremos que volver. Pero no se preocupe, no son los
primeros que se arrepienten en el último momento. ¿Usted, señor?
- ¡Vamos Jacobo! - dije desafiándolo. La verdad es que no me apetecía pasarme una eternidad
escuchando sus reproches por aquello.
- No, déjalo. Este era tu sueño, hacerlo solo no tiene sentido - dijo mientras intentaba quitarse
el casco sin desabrochar las correas con torpeza.
- ¿Y no será que no te atreves? - le pregunté con una sonrisa burlona e hiriente.

Ante mi sorpresa, Jacobo se situó junto al monitor, al borde del vacío. Parece que mis palabras habían disparado un resorte escondido dentro de su ego. ¡Cuánto les cuesta admitir que tienen miedo! El instructor comenzó a atarle los arneses, luego la mochila con el paracaídas, y durante un minuto estuvieron hablando, seguramente de algunos detalles del salto. Yo no podía escuchar nada con el ruido de los motores, pero comenzaba a sentir una extraña sensación lividinosa fruto de la absurda demostración de valor de Jacobo.

Pero se cortó de repente cuando ví que Jacobo reculó para coger impulso y saltó al vacio, solo.

- ¡¿Pero no tenían que ir juntos?! - le grité horrorizada al instructor
- ¿Cómo? ¿Que era un salto tandem? ¡Pero si no me dijo nada!
- ¡Será imbécil! ¡salve a mi marido! ¡no!

Jacobo pataleaba a 250 km/h dos kilómetros más abajo incapaz de abrir el paracaidas... Mis ojos se abrieron de par en par en la oscuridad de la habitación. Encendí la lámpara de mi mesilla y dí un suspiro de alivio al mirar al otro lado y encontrar a Jacobo... boca arriba, estirado como si acabara de caer desde gran altura... ocupando tres cuartas partes del colchón... roncando despreocupadamente.... como siempre...

El led de mi smartphone parpadeaba. Seguramente algún correo de publicidad, con suerte con ofertas para evadirse de una vida monótona.

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