martes, 27 de noviembre de 2012

El Ultimátum, por Matilde López de Garayo.


Si Celia no hubiera estado tan enamorada hubiera tomado más en serio las advertencias y consejos que toda su familia y amistades le indicaban. ¡Bueno!, Sólo las que son valientes y se arriesgan a decir lo que piensan por amor a aquella persona a la que se dirigen -no las demás- que escudándose en  el traje de la “amistad”, o en  el de “no hacer daño”, esconden ese sentimiento tan humano como es la cobardía.

Si Celia no hubiera estado tan enamorada se habría fijado en las señales que su “enamorado” Luis, y digo enamorado entrecomillas, le mandaba de manera inconsciente. Esto es un decir, ya que analizándolo fríamente, era incomprensible que una persona que se iba a casar en breve, se comportara de manera tan egoísta, indiferente y con esa delicada sutileza para desbaratar todos los planes de su novia y sólo con el propósito de  retrasar por enésima vez la boda.
Si Celia no hubiera estado tan enamorada, ¡Está claro! Que hace tiempo hubiera mandado bien lejos a Luis.

Pero CUPIDO es así, Amor con mayúscula. Que lo pintan tuerto, pero para mí que es ciego y tonto, y ya puestos a divagar hasta pienso que de vez en cuando se va de borrachera con Baco, y apuntando, apuntando  el muy alocado, por no decir otra palabra más sustancial y soez,  hace enamorarse a personas tan dispares, que su matrimonio es como“Crónica de una muerte anunciada”.

Y la de Celia lo era, ¡Vaya! Que si lo era.

El ultimátum que le dio a su “amor” hacía ya  un año, había sentenciado el desastre, o quizás no -que todo es relativo-  y en los tiempos que corren, el que una mujer se quede soltera a los treinta y cinco años no es tan traumático. Lo traumático es que a esa edad, se “quieran quedar” contigo. 

Pero ¡claro!, Hay que estar en la piel de Celia, y sentir la ilusión que produce ser la señora de  Barroso. Su primer amor, su novio desde hace  diez años.

Es mediado de agosto, menos de un mes para la boda, ¿Qué boda?, Piensa  la novia, viendo la lista  de interminables  “cosas pendientes” y sólo una menudencia tachada.

Se acuerda de la ilusión que sentía cuando buscó el cuaderno, donde iba a apuntar todos los acontecimientos que fueran sucediendo y preparativos necesarios hasta la celebración de la boda. Pensaba guardarlo, y recordar este tiempo efervescente de emociones,  con el paso del tiempo, incluso se lo podría leer a sus futuros hijos. Pero el sabor que le está dejando es más amargo cada día.

Ahora lo cierra con más tristeza y acaricia sus tapas duras, de color morado, con el incipiente convencimiento de que se está engañando. Esta sensación le está produciendo dolor de estómago e insomnio.

Lleva una semana intentando comunicarse con Luis, pero las pocas veces que lo ha conseguido, la falta de cobertura ha impedido mantener una conversación en condiciones. Por lo visto no hay buena señal en los Pirineos. Nuestro hombre se ha ido de montañismo porque se encontraba estresado. No sería por la boda, que no tiene aún ni el traje, ni los anillos ni tan siquiera han señalado un lugar idílico para pasar la luna de miel, o posiblemente de ¿hiel?, visto el panorama.

La mujer está nerviosa, todo está saliendo mal, sus amigas, esas que se callaron antes, aún viendo  la cercanía de una desgracia, le repiten una y otra vez que ya está metida en una dinámica que le aboca directamente al casamiento. Los despropósitos comentarios se parecen a la sensación que se produce cuando te rascas una costra que pica y te da cierto gustillo, así es la condición humana, así es la condición de algunas de las que se consideran amigas. El resto de la gente calla, ya no se arriesgan a que Celia, en su estado de histeria encubierta les mande a paseo y se limitan a estar ahí, observándola como sufre en silencio. Ella, por otro lado ve el horizonte cada vez más oscuro y  va creciendo en su interior una semilla de desconcierto, desilusión y abatimiento.

Su padre le llama del trabajo y le dice que tiene las invitaciones de boda. Ella va a recogerlas y se da cuenta que los pies le pesan demasiado. Cuándo se las entrega, el padre le pregunta si le gustan y ella contesta –No papá no me gustan-, -¿y que hacemos?, -Nada, no te preocupes- y vuelve a su casa pensativa. La decisión se va fraguando.

Ya en el salón, telefonea al supuesto próximo suegro y le dice – Llevo una semana queriendo hablar con Luis, y no lo he conseguido, tengo las invitaciones de boda en la mano y no las mando hasta que no me llame.

¡OH! La cobertura parece que se ha arreglado, o restablecido, Luis llama al cuarto de hora. Nota la distancia y la frialdad de su novia y empieza a persuadirla de que su actitud no es la más conveniente para el próximo evento. -¿Evento?, ¡Ha dicho evento a la boda!

Se separa el teléfono un instante, pone cara de circunstancias y  mueve el cuello para relajarse. Con tranquilidad le repite el ultimátum: Hace un año, Luis, te advertí  que llevábamos nueve años de novios, viviendo a trescientos kilómetros, y te daba dos opciones, o nos casábamos el año próximo, o te buscabas a otra mujer a quien entretener. Creo que ya lo has decidido, tu comportamiento de estos últimos meses me lo ha demostrado, podrías haber sido más valiente, y decírmelo a la cara. Y cuelga.

Luis piensa que aún puede convencer a su novia, ya la llamará cuando se calme. Siempre ha dado fruto su habilidad para deshacerle sus argumentos. Aunque quizás sea hora de asentar la cabeza, en el fondo quiere a Celia, y no le hacer gracia pensar que puede perderla.  

Pero a Celia se le ha endurecido el corazón, y despejado la mente, recoge las invitaciones de boda y sale a la calle. Pasea con una tranquilidad inusual en ella, desde hace días. Saca una invitación de la  bolsa que le han dado a su padre en la imprenta y la tira en la primera papelera que encuentra y así va recorriendo el barrio, invitación-papelera, invitación-papelera.

Como   si de un ritual se tratara, acaba con toda su ilusión y su rabia en la basura.

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