Si Celia no hubiera estado tan
enamorada hubiera tomado más en serio las advertencias y consejos que toda su
familia y amistades le indicaban. ¡Bueno!, Sólo las que son valientes y se
arriesgan a decir lo que piensan por amor a aquella persona a la que se dirigen
-no las demás- que escudándose en el
traje de la “amistad”, o en el de “no
hacer daño”, esconden ese sentimiento tan humano como es la cobardía.
Si Celia no hubiera estado tan
enamorada se habría fijado en las señales que su “enamorado” Luis, y digo
enamorado entrecomillas, le mandaba de manera inconsciente. Esto es un decir,
ya que analizándolo fríamente, era incomprensible que una persona que se iba a
casar en breve, se comportara de manera tan egoísta, indiferente y con esa delicada
sutileza para desbaratar todos los planes de su novia y sólo con el propósito
de retrasar por enésima vez la boda.
Si Celia no hubiera estado tan enamorada, ¡Está claro! Que
hace tiempo hubiera mandado bien lejos a Luis.
Pero CUPIDO es así, Amor con mayúscula. Que lo pintan
tuerto, pero para mí que es ciego y tonto, y ya puestos a divagar hasta pienso
que de vez en cuando se va de borrachera con Baco, y apuntando, apuntando el muy alocado, por no decir otra palabra más
sustancial y soez, hace enamorarse a
personas tan dispares, que su matrimonio es como“Crónica de una muerte
anunciada”.
Y la de Celia lo era, ¡Vaya! Que si lo era.
El ultimátum que le dio a su “amor” hacía ya un año, había sentenciado el desastre, o
quizás no -que todo es relativo- y en
los tiempos que corren, el que una mujer se quede soltera a los treinta y cinco
años no es tan traumático. Lo traumático es que a esa edad, se “quieran quedar”
contigo.
Pero ¡claro!, Hay que estar en la piel de Celia, y sentir
la ilusión que produce ser la señora de
Barroso. Su primer amor, su novio desde hace diez años.
Es mediado de agosto, menos de un mes para la boda, ¿Qué
boda?, Piensa la novia, viendo la
lista de interminables “cosas pendientes” y sólo una menudencia
tachada.
Se acuerda de la ilusión que sentía cuando buscó el
cuaderno, donde iba a apuntar todos los acontecimientos que fueran sucediendo y
preparativos necesarios hasta la celebración de la boda. Pensaba guardarlo, y
recordar este tiempo efervescente de emociones,
con el paso del tiempo, incluso se lo podría leer a sus futuros hijos.
Pero el sabor que le está dejando es más amargo cada día.
Ahora lo cierra con más tristeza y acaricia sus tapas
duras, de color morado, con el incipiente convencimiento de que se está engañando.
Esta sensación le está produciendo dolor de estómago e insomnio.
Lleva una semana intentando comunicarse con Luis, pero las
pocas veces que lo ha conseguido, la falta de cobertura ha impedido mantener
una conversación en condiciones. Por lo visto no hay buena señal en los
Pirineos. Nuestro hombre se ha ido de montañismo porque se encontraba
estresado. No sería por la boda, que no tiene aún ni el traje, ni los anillos
ni tan siquiera han señalado un lugar idílico para pasar la luna de miel, o posiblemente
de ¿hiel?, visto el panorama.
La mujer está nerviosa, todo está saliendo mal, sus
amigas, esas que se callaron antes, aún viendo
la cercanía de una desgracia, le repiten una y otra vez que ya está
metida en una dinámica que le aboca directamente al casamiento. Los
despropósitos comentarios se parecen a la sensación que se produce cuando te
rascas una costra que pica y te da cierto gustillo, así es la condición humana,
así es la condición de algunas de las que se consideran amigas. El resto de la
gente calla, ya no se arriesgan a que Celia, en su estado de histeria
encubierta les mande a paseo y se limitan a estar ahí, observándola como sufre
en silencio. Ella, por otro lado ve el horizonte cada vez más oscuro y va creciendo en su interior una semilla de
desconcierto, desilusión y abatimiento.
Su padre le llama del trabajo y le dice que tiene las
invitaciones de boda. Ella va a recogerlas y se da cuenta que los pies le pesan
demasiado. Cuándo se las entrega, el padre le pregunta si le gustan y ella
contesta –No papá no me gustan-, -¿y que hacemos?, -Nada, no te preocupes- y
vuelve a su casa pensativa. La decisión se va fraguando.
Ya en el salón, telefonea al supuesto próximo suegro y le
dice – Llevo una semana queriendo hablar con Luis, y no lo he conseguido, tengo
las invitaciones de boda en la mano y no las mando hasta que no me llame.
¡OH! La cobertura parece que se ha arreglado, o
restablecido, Luis llama al cuarto de hora. Nota la distancia y la frialdad de
su novia y empieza a persuadirla de que su actitud no es la más conveniente
para el próximo evento. -¿Evento?, ¡Ha dicho evento a la boda!
Se separa el teléfono un instante, pone cara de
circunstancias y mueve el cuello para
relajarse. Con tranquilidad le repite el ultimátum: Hace un año, Luis, te
advertí que llevábamos nueve años de
novios, viviendo a trescientos kilómetros, y te daba dos opciones, o nos
casábamos el año próximo, o te buscabas a otra mujer a quien entretener. Creo
que ya lo has decidido, tu comportamiento de estos últimos meses me lo ha
demostrado, podrías haber sido más valiente, y decírmelo a la cara. Y cuelga.
Luis piensa que aún puede convencer a su novia, ya la
llamará cuando se calme. Siempre ha dado fruto su habilidad para deshacerle sus
argumentos. Aunque quizás sea hora de asentar la cabeza, en el fondo quiere a
Celia, y no le hacer gracia pensar que puede perderla.
Pero a Celia se le ha endurecido el corazón, y despejado
la mente, recoge las invitaciones de boda y sale a la calle. Pasea con una
tranquilidad inusual en ella, desde hace días. Saca una invitación de la bolsa que le han dado a su padre en la
imprenta y la tira en la primera papelera que encuentra y así va recorriendo el
barrio, invitación-papelera, invitación-papelera.
Como si de un
ritual se tratara, acaba con toda su ilusión y su rabia en la basura.
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