jueves, 29 de noviembre de 2012

La Escalada, por José Miguel García.



Desde hacía unos minutos mostraba signos de cansancio y respiraba con dificultad; aquella subida en vertical, que ya superaba los mil metros, se estaba complicando mucho más de lo esperado. De cualquier manera no había vuelta atrás, la tarde caía y el equipo de apoyo no tenía forma de ayudarlo: el móvil estropeado había sido la penúltima desgracia del día. Tendría que centrarse en la grieta que vislumbraba a diez metros sobre su cabeza, pasar la noche como pudiera y esperar a que en el día siguiente la diosa fortuna le fuera propicia.


Tras asegurar un par de picas, hizo un alto necesario para darse un respiro: no detenerse unos minutos a evaluar la situación con frialdad podría llevarle a cometer errores que lo arrastrarían al desastre. No era la primera vez que se enfrentaba a una situación parecida, pero esta superaba con creces a todas las anteriores lo que le obligaba a ser en extremo prudente.

Xavier, a pesar de contar escasamente con treinta y cuatro años y estar en su plenitud física, sabía que sólo si mantenía su mente clara y evitaba que el pánico le invadiera podría contar dentro de unos días esta aventura a sus alumnos del Centro de Escalada de Ayud.

Cerró por un instante los ojos e hizo un esfuerzo mental para concentrarse en lo que en esos momentos era importante. El entrenamiento y el propio sentido de la supervivencia lograron que se pusieran en alerta todos sus instintos; mesó su barba sopesando la situación cuando fue consciente de que la temperatura había bajado de golpe: en la poblada barba que cubría gran parte de su cara, las gotas de sudor, que por el esfuerzo le habían caído desde la frente, comenzaban a tomar la sólida consistencia del hielo. Giró el cuerpo hacia el oeste, se subió las gafas dejando ver unos ojos profundos y expresivos que a la luz de los últimos rayos recordaban el tono verdoso de los pinos; respiró lenta pero intensamente, tensó por partes cada músculo del torso y de la espalda para un instante después abandonarse durante unos segundos a un relax que preludiaba el esfuerzo que le esperaba.

 La experiencia adelantaba a Xavier que en el mismo momento en que la luz se marchara, una fría mano de hielo complicaría hasta lo indecible la subida. La noche siempre llega demasiado presurosa en la montaña, pensó.

Conocía que estos eran los peores instantes de una escalada en solitario. Consciente de la gravedad de la situación, como también lo era de que, aunque sus músculos estaban al borde de la extenuación, el cerebro le seguía funcionando correctamente, volvió a mirar al oeste y no pudo evitar embelesarse con el espectáculo del sol despidiéndose entre los picos cuajados de nieve: era el momento mágico que desde siempre le había impulsado a ser escalador, la causa de estar allí hoy y no lo iba a perder por nada del mundo. Unos segundos después el cielo estalló en una apoteosis de naranjas y rojos rompiendo la armonía del azul cristalino que envolvía las cumbres de la cordillera.

Un clic imperceptible le trajo de nuevo a la realidad, calculó que aproximadamente  faltaban veinte minutos para que la oscuridad y el hielo hicieran acto de presencia. Había que actuar rápido: soltar cuerda de los arneses cuando la hubiera asegurado a otro punto, buscar un saliente de sujeción para agarrarse a él con dedos de hierro, subir, volver a clavar,  repetir sin prisas cada gesto, huir del pánico y tener la seguridad de conseguirlo, eran las claves para sobrevivir.

            Volvió la mirada hacia el punto por donde la luz huía en el horizonte, miró hacia arriba  y calculó la distancia que le quedaba para llegar a la grieta. Decidido y sin perder tiempo trasteó en los laterales de la mochila hasta encontrar la linterna. La aseguró a su frente y  pulsó el interruptor de encendido. La clara luz de la potente bombilla iluminó con un círculo fantasmagórico su entorno. Una mirada hacia arriba le sirvió para determinar el mejor camino  a seguir hasta la oquedad que ahora aparecía como una mancha difusa.
            Desató una de las cuerdas de seguridad, con mano firme colocó un reluciente clavo en la roca treinta centímetros más arriba, tres golpes dados con toda su alma fueron suficiente para encastrarlo. Con el pie derecho apoyado y la mano izquierda sujeta a un minúsculo saliente logró que el resto del cuerpo se izara hacia arriba. Golpe a golpe y repitiendo sin  error cada gesto comenzó a luchar contra la noche y la montaña.

            El equipo de apoyo situado en el valle gritó de júbilo al descubrir la minúscula luz sobre la pared desnuda. Julia acudió ante el alborozo y tomó los prismáticos enfocándolos hacia la visión. A pesar de lo mucho que lo intentó, la oscuridad no le dio oportunidad de ver el estridente atuendo que Xavier vestía. Diez horas antes lo había visto partir envuelto en un traje rojo chillón para que pudiera distinguirse en cualquier punto de la grisácea roca, sin embargo la noche lo hacía invisible. Nerviosa, insistió moviendo de aquí a allá las ruedas de los prismáticos sin conseguir ver, a pesar de casi los dos metros que medía Xavier, algo más que un círculo diminuto de claridad que se movía lentamente.

            Desechó las dudas: era Xavier, el chico rebelde y decidido que conoció en los tiempo de instituto. Recordó su despedida por la mañana: Hasta luego dijo al equipo con la sonrisa franca que siempre le precedía y que a ella le recordaba la majestuosidad de las esculturas clásicas . El pasado acudió de golpe y en ese instante la piel de su vientre se erizó al imaginar  los poderosos brazos de aquel hombre cerrando su cuerpo y su feminidad. Sintió los labios sobre su cuello y el cabello moreno que, abierto en canal, rozaba sobre su hombro mientras le besaba con la pasión de los dieciocho años. Notó su presencia grande como la montaña que hoy le tenía preso y sonrió llena de ternura al imaginar el hoyuelo, que en medio del mentón, concentraban las miradas de todas las compañeras de clase y que ahora cubría una espesa barba negra. La lengua le trajo sabores de miel mientras el pensamiento le sumergía en la vorágine de piel morena que había sido suya y que tiró por la borda cuando no pudo, o no supo, plegarse al otro amor de Xavier: la montaña. Se sentó el suelo, cerró su rostro con las manos y le dolió el amor inacabado al que siempre estaría unida. Dejó escapar lágrimas con sabor a felicidad y amargura mientras agradecía a Dios que siguiera vivo.

            No habían transcurrido aún treinta minutos desde que el sol se ocultara cuando las manos del escalador se asieron al saliente de la grieta. Fue suficiente empinarse unos centímetros para llenarla de luz con la linterna. La claridad lechosa holló por primera vez el espacio virgen que apareció antes sus ojos como una madre salvadora. Tres metros cuadrados y un suelo casi horizontal era mucho más de lo que había imaginado. Por fin un poco de suerte, pensó Xavier.  Tras una revisión rápida por toda la cueva  concluyó que era suficiente para pasar la noche, calmar el hambre, la sed y el cansancio que anidaba en cada célula de su cuerpo. En ese momento  tuvo la seguridad de que sobreviviría.

Libre las manos de los guantes, descolgó la mochila de sus hombros, la apoyó en el suelo y deshizo el nudo para extraer la pequeña cocina de gas que situó lo más lejos posible de donde colocaría la tienda, a continuación volcó en el piso el resto del contenido de la mochila  hasta dejarlo esparcido. Tomó de entre los múltiples objetos algo parecido a un saco que desplegó con mimo por la parte más profunda a la vez que retiraba las pequeñas piedras que, por efecto de la erosión, se diseminaban por todas partes. Una vez asegurado en sus extremos, giró de la espita que destacaba en uno de los costados del saco; instantáneamente el sonido de aire comprimido llenó el espacio y como por arte de magia, el rectángulo se transformó en una confortable tienda. Se mostró satisfecho al comprobar que la cremallera funcionaba correctamente.

Con la tranquilidad del refugio, encendió la cocina, colocó un trozo de hielo sobre la tapa de la cantimplora, se agachó buscando por el desordenado montón un sobre de sopa energética hasta encontrarlo. Tras leer su composición, un gesto de resignación asomó a su rostro mientras rasgaba el papel plastificado. El olor acre del compuesto subió hasta su nariz recordándole que olvidó comprar otra marca con más contenido de fibras y sobre todo con mejor sabor.

Repartió por la superficie del líquido ya humeante una pizca de sal que, como un amuleto, siempre llevaba en un bolsillo. Al contacto con la sal, el agua comenzó a borbotear subiendo y bajando en desorden decenas de grumos amarillentos. Guió la cuchara metálica hasta el fondo del recipiente deshaciéndolos con movimientos rítmicos. Al cabo de unos minutos la sopa estaba dispuesta. Sin darle más tiempo, apagó la cocina, se pudo los guantes y tomó el cuenco metálico entre las manos para calentárselas sin quemarse. Con deleite bebió un trago que le hizo sentir una punzada de quemazón en la lengua. Una sorbo tras otro llenaron su cuerpo del calor que le faltaba.  Al terminarla se sintió satisfecho.

Respiró profundamente el aire limpio y helado de la noche que le llegaba en minúsculos puñales gélidos que sus pulmones licuaron al instante. Se sintió bien, a pesar de todo los dioses de la montaña habían sido esta vez generosos con su vida.

Ante de encerrarse en la seguridad ficticia de la tienda se acercó al precipicio y allí, mirando a la infinita profundidad que envolvía todo,  rindió a la montaña su más profundo agradecimiento. Después miró al valle y distinguió puntos de luz que le recordaron a pequeñas luciérnagas, supuso serían las luces del campamento base. No tuvo dudas, mañana estaría con ellos.

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