Desde hacía unos
minutos mostraba signos de cansancio y respiraba con dificultad; aquella subida
en vertical, que ya superaba los mil metros, se estaba complicando mucho más de
lo esperado. De cualquier manera no había vuelta atrás, la tarde caía y el
equipo de apoyo no tenía forma de ayudarlo: el móvil estropeado había sido la
penúltima desgracia del día. Tendría que centrarse en la grieta que vislumbraba
a diez metros sobre su cabeza, pasar la noche como pudiera y esperar a que en
el día siguiente la diosa fortuna le fuera propicia.
Tras asegurar un
par de picas, hizo un alto necesario para darse un respiro: no detenerse unos
minutos a evaluar la situación con frialdad podría llevarle a cometer errores
que lo arrastrarían al desastre. No era la primera vez que se enfrentaba a una
situación parecida, pero esta superaba con creces a todas las anteriores lo que
le obligaba a ser en extremo prudente.
Xavier, a pesar
de contar escasamente con treinta y cuatro años y estar en su plenitud física,
sabía que sólo si mantenía su mente clara y evitaba que el pánico le invadiera
podría contar dentro de unos días esta aventura a sus alumnos del Centro de
Escalada de Ayud.
Cerró por un
instante los ojos e hizo un esfuerzo mental para concentrarse en lo que en esos
momentos era importante. El entrenamiento y el propio sentido de la
supervivencia lograron que se pusieran en alerta todos sus instintos; mesó su
barba sopesando la situación cuando fue consciente de que la temperatura había
bajado de golpe: en la poblada barba que cubría gran parte de su cara, las
gotas de sudor, que por el esfuerzo le habían caído desde la frente, comenzaban
a tomar la sólida consistencia del hielo. Giró el cuerpo hacia el oeste, se
subió las gafas dejando ver unos ojos profundos y expresivos que a la luz de
los últimos rayos recordaban el tono verdoso de los pinos; respiró lenta pero
intensamente, tensó por partes cada músculo del torso y de la espalda para un
instante después abandonarse durante unos segundos a un relax que preludiaba el
esfuerzo que le esperaba.
La experiencia adelantaba a Xavier que en el
mismo momento en que la luz se marchara, una fría mano de hielo complicaría
hasta lo indecible la subida. La noche siempre llega demasiado presurosa en la
montaña, pensó.
Conocía que estos
eran los peores instantes de una escalada en solitario. Consciente de la
gravedad de la situación, como también lo era de que, aunque sus músculos
estaban al borde de la extenuación, el cerebro le seguía funcionando
correctamente, volvió a mirar al oeste y no pudo evitar embelesarse con el
espectáculo del sol despidiéndose entre los picos cuajados de nieve: era el
momento mágico que desde siempre le había impulsado a ser escalador, la causa
de estar allí hoy y no lo iba a perder por nada del mundo. Unos segundos
después el cielo estalló en una apoteosis de naranjas y rojos rompiendo la
armonía del azul cristalino que envolvía las cumbres de la cordillera.
Un clic
imperceptible le trajo de nuevo a la realidad, calculó que aproximadamente faltaban veinte minutos para que la oscuridad
y el hielo hicieran acto de presencia. Había que actuar rápido: soltar cuerda
de los arneses cuando la hubiera asegurado a otro punto, buscar un saliente de
sujeción para agarrarse a él con dedos de hierro, subir, volver a clavar, repetir sin prisas cada gesto, huir del
pánico y tener la seguridad de conseguirlo, eran las claves para sobrevivir.
Volvió
la mirada hacia el punto por donde la luz huía en el horizonte, miró hacia
arriba y calculó la distancia que le
quedaba para llegar a la grieta. Decidido y sin perder tiempo trasteó en los
laterales de la mochila hasta encontrar la linterna. La aseguró a su frente
y pulsó el interruptor de encendido. La
clara luz de la potente bombilla iluminó con un círculo fantasmagórico su
entorno. Una mirada hacia arriba le sirvió para determinar el mejor camino a seguir hasta la oquedad que ahora aparecía
como una mancha difusa.
Desató
una de las cuerdas de seguridad, con mano firme colocó un reluciente clavo en
la roca treinta centímetros más arriba, tres golpes dados con toda su alma
fueron suficiente para encastrarlo. Con el pie derecho apoyado y la mano
izquierda sujeta a un minúsculo saliente logró que el resto del cuerpo se izara
hacia arriba. Golpe a golpe y repitiendo sin
error cada gesto comenzó a luchar contra la noche y la montaña.
El
equipo de apoyo situado en el valle gritó de júbilo al descubrir la minúscula
luz sobre la pared desnuda. Julia acudió ante el alborozo y tomó los
prismáticos enfocándolos hacia la visión. A pesar de lo mucho que lo intentó,
la oscuridad no le dio oportunidad de ver el estridente atuendo que Xavier vestía.
Diez horas antes lo había visto partir envuelto en un traje rojo chillón para
que pudiera distinguirse en cualquier punto de la grisácea roca, sin embargo la
noche lo hacía invisible. Nerviosa, insistió moviendo de aquí a allá las ruedas
de los prismáticos sin conseguir ver, a pesar de casi los dos metros que medía
Xavier, algo más que un círculo diminuto de claridad que se movía lentamente.
Desechó
las dudas: era Xavier, el chico rebelde y decidido que conoció en los tiempo de instituto. Recordó su despedida por la mañana: Hasta luego dijo al equipo
con la sonrisa franca que siempre le precedía y que a ella le recordaba la
majestuosidad de las esculturas clásicas . El pasado acudió de golpe y en ese
instante la piel de su vientre se erizó al imaginar los poderosos brazos de aquel hombre cerrando
su cuerpo y su feminidad. Sintió los labios sobre su cuello y el cabello moreno
que, abierto en canal, rozaba sobre su hombro mientras le besaba con la pasión
de los dieciocho años. Notó su presencia grande como la montaña que hoy le
tenía preso y sonrió llena de ternura al imaginar el hoyuelo, que en medio del
mentón, concentraban las miradas de todas las compañeras de clase y que ahora
cubría una espesa barba negra. La lengua le trajo sabores de miel mientras el
pensamiento le sumergía en la vorágine de piel morena que había sido suya y que
tiró por la borda cuando no pudo, o no supo, plegarse al otro amor de Xavier:
la montaña. Se sentó el suelo, cerró su rostro con las manos y le dolió el amor
inacabado al que siempre estaría unida. Dejó escapar lágrimas con sabor a
felicidad y amargura mientras agradecía a Dios que siguiera vivo.
No
habían transcurrido aún treinta minutos desde que el sol se ocultara
cuando las manos del escalador se asieron al saliente de la grieta. Fue
suficiente empinarse unos centímetros para llenarla de luz con la linterna. La
claridad lechosa holló por primera vez el espacio virgen que apareció antes sus
ojos como una madre salvadora. Tres metros cuadrados y un suelo casi horizontal
era mucho más de lo que había imaginado. Por fin un poco de suerte, pensó
Xavier. Tras una revisión rápida por
toda la cueva concluyó que era
suficiente para pasar la noche, calmar el hambre, la sed y el cansancio que
anidaba en cada célula de su cuerpo. En ese momento tuvo la seguridad de que sobreviviría.
Libre las manos de los guantes,
descolgó la mochila de sus hombros, la apoyó en el suelo y deshizo el nudo para
extraer la pequeña cocina de gas que situó lo más lejos posible de donde
colocaría la tienda, a continuación volcó en el piso el resto del contenido de
la mochila hasta dejarlo esparcido. Tomó
de entre los múltiples objetos algo parecido a un saco que desplegó con mimo
por la parte más profunda a la vez que retiraba las pequeñas piedras que, por
efecto de la erosión, se diseminaban por todas partes. Una vez asegurado en sus
extremos, giró de la espita que destacaba en uno de los costados del saco;
instantáneamente el sonido de aire comprimido llenó el espacio y como por arte
de magia, el rectángulo se transformó en una confortable tienda. Se mostró
satisfecho al comprobar que la cremallera funcionaba correctamente.
Con la tranquilidad del refugio,
encendió la cocina, colocó un trozo de hielo sobre la tapa de la cantimplora,
se agachó buscando por el desordenado montón un sobre de sopa energética hasta
encontrarlo. Tras leer su composición, un gesto de resignación asomó a su
rostro mientras rasgaba el papel plastificado. El olor acre del compuesto subió
hasta su nariz recordándole que olvidó comprar otra marca con más contenido de
fibras y sobre todo con mejor sabor.
Repartió por la superficie del
líquido ya humeante una pizca de sal que, como un amuleto, siempre llevaba en
un bolsillo. Al contacto con la sal, el agua comenzó a borbotear subiendo y
bajando en desorden decenas de grumos amarillentos. Guió la cuchara metálica
hasta el fondo del recipiente deshaciéndolos con movimientos rítmicos. Al cabo
de unos minutos la sopa estaba dispuesta. Sin darle más tiempo, apagó la
cocina, se pudo los guantes y tomó el cuenco metálico entre las manos para
calentárselas sin quemarse. Con deleite bebió un trago que le hizo sentir una
punzada de quemazón en la lengua. Una sorbo tras otro llenaron su cuerpo del
calor que le faltaba. Al terminarla se
sintió satisfecho.
Respiró profundamente el aire
limpio y helado de la noche que le llegaba en minúsculos puñales gélidos que
sus pulmones licuaron al instante. Se sintió bien, a pesar de todo los dioses
de la montaña habían sido esta vez generosos con su vida.
Ante de encerrarse en la
seguridad ficticia de la tienda se acercó al precipicio y allí, mirando a la
infinita profundidad que envolvía todo,
rindió a la montaña su más profundo agradecimiento. Después miró al
valle y distinguió puntos de luz que le recordaron a pequeñas luciérnagas,
supuso serían las luces del campamento base. No tuvo dudas, mañana estaría con
ellos.
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