miércoles, 21 de noviembre de 2012

Crisis, por Carmen Gómez Barceló.


La cabeza de Félix, ya no pensaba. Había entrado en recesión. No sabía qué le había sucedido ni tenía fuerzas para averiguarlo pero lo cierto era que cualquier atisbo de emoción brillaba por su ausencia. Nada parecía turbarle, la calma se había colado por los entresijos de su alma y estaba invadiendo sus sentidos. La voluntad de contar cosas, simplemente no estaba.

Situaciones que en otro momento le hubiesen hecho estremecer, pasaban por su vida sin pena ni gloria.
Si su oficio hubiera sido otro, no importaría tanto su estado, pero él era escritor y no podía permitirse esa situación mental. Aún sabiéndolo, le daba igual.

La televisión era su dormidera. Se pasaba largas horas apoltronado en aquella vieja butaca de pana marrón. Los ojos más medio cerrados que medio abiertos, la mandíbula relajada y los brazos colgando fuera del espacio del sillón, desparramaba su figura ante el aparato.

Aún dentro de la apatía más total, era capaz de sentir cierto regocijo con aquella situación. Cierto agradecimiento. Aquél artilugio le estaba regalando historias, colores, canto de sirenas, y todo eso sin exigirle  el mínimo esfuerzo. Nada a cambio. ¿Dónde estaba la trampa? Ni lo sabía ni lo quería saber.
Ni los reproches de su mujer, ni la suciedad en que se hallada envuelto, ni el deterioro de su salud, conseguían zamarrear  su existencia. Sin embargo, una tarde cualquiera, cierta frase emitida por la caja hipnotizadora,  hizo que se levantara del butacón.

Cerró de golpe la muralla del vacío y abrió la del no se qué. Algo encontró en el qué del no se qué.
Después de un año, que para  algunos fue considerado  sabático, pues no había escrito nada, Félix abrió de nuevo su tableta. Las palabras se le agolpaban en sus dedos. Tenían prisa por salir de la prisión donde habían estado recluidas demasiado tiempo. Volvió a sentir cómo borbotones  de adrenalina  impregnaban sus sentidos. Respiró hondo y  degustó  algo parecido a la felicidad.

Cada frase transcrita le permitía vivir situaciones distintas. Jugaba con sus personajes a su antojo. Bailaba con ellos, los mataba, los resucitaba, los volvía a matar… era el amo.

Se había reencontrado  con la libertad. Ahora era otra vez el dueño de todo lo que mascullaba su intelecto. Era su propio Dios y como deidad omnipotente, omnipresente, que todo lo ve y que todo lo sabe, estaba seguro de que en cualquier momento se podría ver de nuevo empotrado en el viejo sillón de pana, anclado en la quietud más absoluta.

Esto le entristeció por un instante pero no le detuvo. Decidió aprovechar el momento.-Por donde iba…

1 comentario:

  1. Parece un hombre que se ha negado a vivir en el mundo real, cuando no está escribiendo, está entregado al mundo idiotizante de la televisión.

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