La cabeza de Félix, ya no pensaba. Había entrado en
recesión. No sabía qué le había sucedido ni tenía fuerzas para averiguarlo pero
lo cierto era que cualquier atisbo de emoción brillaba por su ausencia. Nada
parecía turbarle, la calma se había colado por los entresijos de su alma y
estaba invadiendo sus sentidos. La voluntad de contar cosas, simplemente no
estaba.
Situaciones que en otro momento le hubiesen hecho
estremecer, pasaban por su vida sin pena ni gloria.
Si su oficio hubiera sido otro, no importaría tanto su
estado, pero él era escritor y no podía permitirse esa situación mental. Aún
sabiéndolo, le daba igual.
La televisión era su dormidera. Se pasaba largas horas
apoltronado en aquella vieja butaca de pana marrón. Los ojos más medio cerrados
que medio abiertos, la mandíbula relajada y los brazos colgando fuera del
espacio del sillón, desparramaba su figura ante el aparato.
Aún dentro de la apatía más total, era capaz de sentir
cierto regocijo con aquella situación. Cierto agradecimiento. Aquél artilugio
le estaba regalando historias, colores, canto de sirenas, y todo eso sin
exigirle el mínimo esfuerzo. Nada a
cambio. ¿Dónde estaba la trampa? Ni lo sabía ni lo quería saber.
Ni los reproches de su mujer, ni la suciedad en que se
hallada envuelto, ni el deterioro de su salud, conseguían zamarrear su existencia. Sin embargo, una tarde
cualquiera, cierta frase emitida por la caja hipnotizadora, hizo que se levantara del butacón.
Cerró de golpe la muralla del vacío y abrió la del no se qué.
Algo encontró en el qué del no se qué.
Después de un año, que para
algunos fue considerado sabático,
pues no había escrito nada, Félix abrió de nuevo su tableta. Las palabras se le
agolpaban en sus dedos. Tenían prisa por salir de la prisión donde habían
estado recluidas demasiado tiempo. Volvió a sentir cómo borbotones de adrenalina
impregnaban sus sentidos. Respiró hondo y degustó algo parecido a la felicidad.
Cada frase transcrita le permitía vivir situaciones
distintas. Jugaba con sus personajes a su antojo. Bailaba con ellos, los
mataba, los resucitaba, los volvía a matar… era el amo.
Se había reencontrado con la libertad. Ahora era otra vez el dueño
de todo lo que mascullaba su intelecto. Era su propio Dios y como deidad
omnipotente, omnipresente, que todo lo ve y que todo lo sabe, estaba seguro de
que en cualquier momento se podría ver de nuevo empotrado en el viejo sillón de
pana, anclado en la quietud más absoluta.
Esto le entristeció por un instante pero no le detuvo.
Decidió aprovechar el momento.-Por donde iba…
Parece un hombre que se ha negado a vivir en el mundo real, cuando no está escribiendo, está entregado al mundo idiotizante de la televisión.
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