miércoles, 14 de noviembre de 2012

Muñecas, por Susana Pacheco.



Algunos vecinos esperaban impacientes en la calle. Sus relojes asumieron el papel de cronómetros, quedando bloqueados por el frío intenso. Los minutos se transformaron en una unidad de tiempo mayor a la que conocían.

Nuestra presencia convirtió toda su angustia en reproches que se disiparon al  mostrarnos el camino en aquel espacio de  viviendas  de difícil acceso por sus características arquitectónicas de vanguardia. El paso ligero nos ocultó  los detalles del lujo encontrado en el recorrido hasta el piso.

Desde la segunda planta escuchamos los gritos desgarradores de una voz femenina cargado de malos presagios. Entramos con la misma fuerza de un tsunami. Una  niña de cinco años abrazaba a su hermana de tres en un rincón del salón con el mismo sentimiento que otra niña de su edad  podría agarrar  una muñeca para que nadie se la arrebatara. Sus ojos entristecidos rebelaban que aquel acontecimiento se coló en sus vidas formando parte de algo cotidiano. No lloraban. Su madre si lo hacía y lentamente la inflamación trepó hasta su rostro para ocultar su belleza pausada,  robándole el protagonismo a una melena larga color canela empapada de sudor y un cuerpo esbelto cargado de horas de ejercicio intenso rendido ante  los temblores.

Una  manada de caballos salvajes habían atravesado las puertas de aquella estancia y el galope de todos fue devastador. Sillas, lámparas y adornos se acomodaron en el suelo con la esperanza de ser recolocados para poder alejarse de todas aquellas  gotas de sangre que pespunteaban  un recorrido hasta ella, resaltando con mayor intensidad en la alfombra de rizo blanca.

Una fina hoja de metal nos  deslumbró, pero la presencia de un arma superior lo intimidó, y un abrir de mano nos avisó del momento adecuado para apostar por el punto final.

Los niveles de adrenalina se fueron restableciendo y un  resoplo tradujo mis palabras interiores de alivio en un sincero agradecimiento  hacia aquellos segundos de margen que algo divino nos concedió aquella noche.
El amor vendó los ojos de aquella mujer con un antifaz sin mostrar clemencia para la vista y el alma de sus hijas. Jugaban con sus muñecas de porcelana en una jaula dorada con vistas al jardín del silencio.

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