Algunos vecinos esperaban impacientes en la calle. Sus relojes asumieron el papel de cronómetros, quedando bloqueados por el frío intenso. Los
minutos se transformaron en una unidad de tiempo mayor a la que conocían.
Nuestra presencia convirtió toda su
angustia en reproches que se disiparon al
mostrarnos el camino en aquel espacio de
viviendas de difícil acceso por
sus características arquitectónicas de vanguardia. El paso ligero nos
ocultó los detalles del lujo encontrado
en el recorrido hasta el piso.
Desde la segunda planta escuchamos los
gritos desgarradores de una voz femenina cargado de malos presagios. Entramos
con la misma fuerza de un tsunami. Una
niña de cinco años abrazaba a su hermana de tres en un rincón del salón
con el mismo sentimiento que otra niña de su edad podría agarrar una muñeca para que nadie se la arrebatara.
Sus ojos entristecidos rebelaban que aquel acontecimiento se coló en sus vidas
formando parte de algo cotidiano. No lloraban. Su madre si lo hacía y
lentamente la inflamación trepó hasta su rostro para ocultar su belleza
pausada, robándole el protagonismo a una
melena larga color canela empapada de sudor y un cuerpo esbelto cargado de
horas de ejercicio intenso rendido ante
los temblores.
Una
manada de caballos salvajes habían atravesado las puertas de aquella estancia y el galope de todos fue devastador. Sillas, lámparas y
adornos se acomodaron en el suelo con la esperanza de ser recolocados para
poder alejarse de todas aquellas gotas
de sangre que pespunteaban un recorrido
hasta ella, resaltando con mayor intensidad en la alfombra de rizo blanca.
Una fina hoja de metal nos deslumbró, pero la presencia de un arma
superior lo intimidó, y un abrir de mano nos avisó del momento adecuado para
apostar por el punto final.
Los niveles de adrenalina se fueron restableciendo y un resoplo tradujo mis palabras interiores
de alivio en un sincero agradecimiento
hacia aquellos segundos de margen que algo divino nos concedió aquella
noche.
El amor vendó los ojos de aquella
mujer con un antifaz sin mostrar clemencia para la vista y el alma de sus
hijas. Jugaban con sus muñecas de porcelana en una jaula dorada con vistas al jardín
del silencio.
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