jueves, 8 de noviembre de 2012

Nací en una fábrica, por Susana Pacheco.


Nací en una fábrica. Unas personas que no conozco decidieron que sería azul. Me tatuaron el número dieciséis sin anestesia y, sin saberlo, me concedieron un empleo. Mi periodo de formación se forjaba  en cada sesión, con cada risa y cada llanto. Niños, adolescentes, adultos y ancianos me visitaban constantemente. Aprendí a no hacer distinciones entre ellos.  Todos eran  príncipes y princesas que se sentaban en sus tronos para viajar a nuevos mundos de fantasía.  En  el periodo invernal recibía muchas visitas y  creí que la magia de la navidad inundaba  de alegría a mis hermanas.

Hablábamos entre nosotras en voz baja en aquella sala tan oscura. Algunas veces no comprendíamos exactamente en qué consistía nuestro trabajo. Éramos muchas. En apariencias todas iguales, pero cada una tenía una forma distinta de interpretar su labor.

Yo no me contentaba con la simplicidad de mi cometido. No podía creer que naciera sin alma y sin capacidad para pensar. Poco a poco comprendí que todas mis hermanas no compartían mis mismas inquietudes y me quedé sola para desempeñar la labor que el destino me aguardada.

Detrás de cada estreno había una gran historia, y los pensamientos  dispares de ese gran público fluían por la sala  a la velocidad  de la luz cruzándose unos con otros.

Alicia en el país de las maravillas se estrenaba en “tres D”. Había visto muchas de sus versiones. La gran pantalla me llevó de la mano a buscar el conejo por aquel laberinto, abriendo  con ella muchas de las puertas que aparecían. La reina de corazones interpretó como nunca su papel. Quedé fascinada ante tanta tecnología, dejando pasar desapercibidos algunos detalles que acontecían en el mundo real.

Elena vino a visitarme sola. Algunas de sus lágrimas mojaron mi tejido azul y su historia se fundió conmigo.  El alzeimer de su marido la había tomado por sorpresa. Todos los recuerdos  de una vida  se quedaron solos con ella.  Transmitía serenidad en su rostro. Su  vitalidad amenazaba con apagarse y rendirse sin mostrarle  ninguna sospecha. En unos meses tuvo que aprender a enamorarse de un desconocido.  Dejó de ser esposa y se convirtió de nuevo en madre a sus setenta años. En pequeños periodos de tiempo se le concedía un reencuentro con él, que la cargaban de energía y felicidad.  

Estuvo perdida mucho tiempo, buscando lo misma que Alicia perseguía tras  aquella pantalla. El final de aquella película lo construía cada espectador, aunque no fueran conscientes de ello. Mientras veía un álbum de fotos con su marido comprendió que en su vida abrió todas las puertas. Encontró un gran hombre que la amó por encima de todo y unos hijos que la enseñaron a ser madre. Encontró la verdadera felicidad. Aquella  nueva etapa de su vida era otra puerta  más con su timbre. Un timbre que ella debía interpretar. Seguir tocando o salir corriendo… y siguió tocando porque algunas nuevas puerta traerían otras alegrías.

Cada persona que se sentaba conmigo me contaba una nueva historia y, en aquella gran sala, siempre se proyectaban dos películas, la de la gran pantalla y la del observador que la veía obsequiándome  con  su compañía. 

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