Nací en una fábrica. Unas
personas que no conozco decidieron que sería azul. Me tatuaron el número
dieciséis sin anestesia y, sin saberlo, me concedieron un empleo. Mi periodo de
formación se forjaba en cada sesión, con
cada risa y cada llanto. Niños, adolescentes, adultos y ancianos me visitaban
constantemente. Aprendí a no hacer distinciones entre ellos. Todos eran príncipes y princesas que se sentaban en sus
tronos para viajar a nuevos mundos de fantasía. En el
periodo invernal recibía muchas visitas y creí que la magia de la navidad inundaba de alegría a mis hermanas.
Hablábamos entre nosotras en voz
baja en aquella sala tan oscura. Algunas veces no comprendíamos exactamente en
qué consistía nuestro trabajo. Éramos muchas. En apariencias todas iguales,
pero cada una tenía una forma distinta de interpretar su labor.
Yo no me contentaba con la
simplicidad de mi cometido. No podía creer que naciera sin alma y sin capacidad
para pensar. Poco a poco comprendí que todas mis hermanas no compartían mis mismas
inquietudes y me quedé sola para desempeñar la labor que el destino me aguardada.
Detrás de cada estreno había una
gran historia, y los pensamientos dispares de ese gran público fluían por la
sala a la velocidad de la luz cruzándose unos con otros.
Alicia en el país de las
maravillas se estrenaba en “tres D”. Había visto muchas de sus versiones. La
gran pantalla me llevó de la mano a buscar el conejo por aquel laberinto,
abriendo con ella muchas de las puertas
que aparecían. La reina de corazones interpretó como nunca su papel. Quedé
fascinada ante tanta tecnología, dejando pasar desapercibidos algunos detalles
que acontecían en el mundo real.
Elena vino a visitarme sola.
Algunas de sus lágrimas mojaron mi tejido azul y su historia se fundió conmigo.
El alzeimer de su marido la había tomado
por sorpresa. Todos los recuerdos de una
vida se quedaron solos con ella. Transmitía serenidad en su rostro. Su vitalidad amenazaba con apagarse y rendirse
sin mostrarle ninguna sospecha. En unos
meses tuvo que aprender a enamorarse de un desconocido. Dejó de ser esposa y se convirtió de nuevo en
madre a sus setenta años. En pequeños periodos de tiempo se le concedía un
reencuentro con él, que la cargaban de energía y felicidad.
Estuvo perdida mucho tiempo,
buscando lo misma que Alicia perseguía tras
aquella pantalla. El final de aquella película lo construía cada
espectador, aunque no fueran conscientes de ello. Mientras veía un álbum de
fotos con su marido comprendió que en su vida abrió todas las puertas. Encontró
un gran hombre que la amó por encima de todo y unos hijos que la enseñaron a
ser madre. Encontró la verdadera felicidad. Aquella nueva etapa de su vida era otra puerta más con su timbre. Un timbre que ella debía
interpretar. Seguir tocando o salir corriendo… y siguió tocando porque algunas
nuevas puerta traerían otras alegrías.
Cada persona que se sentaba
conmigo me contaba una nueva historia y, en aquella gran sala, siempre se
proyectaban dos películas, la de la gran pantalla y la del observador que la
veía obsequiándome con su compañía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario